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Un comentario sobre los hechos de Iguala

Fuentes: Rebelión

Publiqué hace unos días en mi blog personal la siguiente nota que quisiera compartir con los lectores de Rebelión con el propósito de revisar y ponderar algunas de las premisas y supuestos con los que se pretende desarticular las declaraciones del gobierno mexicano en relación a los hechos de Iguala. A continuación, la cita:   […]

Publiqué hace unos días en mi blog personal la siguiente nota que quisiera compartir con los lectores de Rebelión con el propósito de revisar y ponderar algunas de las premisas y supuestos con los que se pretende desarticular las declaraciones del gobierno mexicano en relación a los hechos de Iguala. A continuación, la cita:

 

«Leo en esta nota, en revolución tres punto cero, un comunicado atribuido al EPR según el cual sería «grotesco sostener la tesis de la infiltración del crimen organizado para endosar este crimen de lesa humanidad a la delincuencia organizada», porque buscaría eludir la responsabilidad del Estado, se afirma. Y debo a continuación decir que discrepo absolutamente de esta simpleza. Paramilitarismo es crimen organizado y crimen organizado es paramilitarismo. Se trata de entidades simbiontes. Y nadie podría pensar que la participación del crimen organizado exculparía al gobierno de su responsabilidad en los crímenes de Ayotzinapa puesto que el crimen organizado trabaja coordinado con el gobierno de Enrique Peña Nieto. No creo en el EPR. Me pregunto incluso si no será parte de alguna estructura desestabilizadora de la cual el gobierno tenga perfecto conocimiento. En general me parece un exceso simplificador pretender inculpar al gobierno y exculpar al crimen organizado e, inversamente, inculpar al crimen organizado y exculpar al gobierno. Que el gobierno sea pleno responsable de los crímenes no hace menos responsable al crimen organizado si, como me temo, participó en las ejecuciones. Quizá aquí lo que se pretende aclarar es quién dio la orden; pero yo no creo que uno de ellos haya dado la orden sin la anuencia del otro, o sin su conocimiento.

Y es que, para terminar mi nota, yo no creo que si incluso de esto estuviese exime el crimen organizado, eso después exima al gobierno de ser cómplice, de tolerar, de conocer por dentro y de tener tratos con el crimen organizado, crimen organizado supuestamente responsable de la confusión en la zona y por cuya inseguridad los estudiantes de Ayotzinapa también padecen. Por lo tanto, no hay modo de que el estado quede exime de esto. Eso es ridículo. Si la responsabilidad es del crimen organizado, ergo, la responsabilidad es del gobierno mexicano y, recíprocamente, si el gobierno es responsable de los crímenes de Ayotzinapa, entonces, el crimen organizado también lo es -pues se lee en los diarios, cómo, José Luis Abarca es un narcogobernante- y la responsabilidad del Estado ya no sería solamente indirecta, sino flagrante. No hay modo de que el estado mexicano no sea responsable de estos crímenes; pero tampoco hay modo de pretender que solamente él sea responsable».

Hasta aquí la cita.

Ahora bien, procedo a explicar con más detalle qué específicamente me parece cuando menos inverosímil en la declaración atribuida al EPR. En primer lugar cuestiono si el crimen organizado puede infiltrarse en la seguridad estatal sin el conocimiento de sus funcionarios. ¿Es posible creer eso? Y si eso fuera posible, ¿no sería entonces responsable el estado de cuando menos ese descuido y por obviedad de los hechos en Iguala? ¿En verdad el gobierno cree que apelando a semejante fabulación es posible negar su participación en tales hechos? Si el gobierno puede apelar a tal fabulación para exculparse, ¿es al gobierno y a sus medios ideológicos a quienes se debe impugnar por semejante pretensión? Yo digo que no. Y digo que si el gobierno puede invocar recursos tan inverosímiles es porque en todo caso se presenta ante una ciudadanía, o bien crédula, o bien indiferente, o bien desinformada. Y precisamente por eso el EPR nos hace un débil servicio con su pronunciamiento, pues otorga credibilidad justamente a la tesis que intenta desarticular: que es posible exonerar al estado de su participación en Iguala precisamente invocando la premisa que más que cualquier otra lo señala culpable. Insisto, aun si el crimen organizado fuese el responsable de estos crímenes -es decir, aun si creyéramos en la maquinación del gobierno señalada por el EPR-, no habría cómo suponer que el estado no esté enterado de estos hechos. Con o sin participación del crimen organizado en estos crímenes, el estado es responsable de estos crímenes; o lo es por omisión, o lo es por escasa efectividad -lo cual es todavía más inverosímil- o lo es por responsabilidad plena o indirecta. En resumidas cuentas, para exculpar al estado mexicano por estos hechos, se necesitaría algo más que apelar a la tesis del crimen organizado. Eso por una parte. Por otra, resulta difícil pensar que en una economía mundializada pueda todavía haber estados completamente autónomos. Y esto sobre todo es verdad si nos tomamos la molestia de contextualizar con un poco de paciencia el marco en el que han venido sucediéndose todos estos eventos.

Cito una breve cronología de hechos.

Desde 2006 el gobierno mexicano puso en marcha una política de estado para combatir el crimen organizado. Dicha política de estado responde a una agenda más general contenida en los acuerdos ASPAN de 2005 signados con Estados Unidos durante el sexenio de Vicente Fox, y responde por supuesto al aumento de la narcoviolencia, cuya realidad no podría ser explicada si no se admitiese por otra parte la existencia de un importante mercado de consumo de drogas y estupefacientes cuyos consumidores se erigen, en último término, en los destinatarios finales y anónimos de una producción y trasiego a los que nadie puede abatir ni detectar ni contener a pesar de su visible realidad [1]. Ahora bien, al tiempo que el gobierno mexicano combatía el narcotráfico a través de su política antinarco poniendo en las calles al ejército y militarizando todo el país, el narcotráfico irónicamente se fortalecía y esto se hacía especialmente tangible a través de la violencia que azotaba al país y en el número de bajas, no ya del ejército mexicano, sino de todos los civiles muertos durante el sexenio de Felipe Calderón, cuyo contador, según información de The Guardian, oscilaba entre las 60 mil y 100 mil víctimas, y de quienes no se ha podido establecer, con exactitud, ni su identidad ni sus nexos con el narco [2]. Pero lo que en cambio sí pudimos advertir varios de los espectadores involuntarios de la puesta en marcha de esta «lucha» es que, así como supuestamente se combatía a sicarios y se los perseguía, caían por error entre las balaceras, familias completas, estudiantes, trabajadores, periodistas, paseantes circunstanciales que sin proponérselo confluían un buen día de sus vidas a la escena del combate y se convertían por arte del error en una de las famosas víctimas colaterales del discurso calderonista, además, por supuesto -y por otra parte-, de una multitud de secuestrados y ejecutados entre los que cabe recordar al hijo del poeta mexicano Javier Sicilia, quien en un viaje por el estado de Morelos, fue asfixiado junto a sus amigos por el invocado crimen organizado, según se informó en diversos medios, y por cuya muerte se registraron movilizaciones a lo largo del país con el propósito de protestar enérgicamente por toda esta violencia [3]. Esta política continúo de manera ininterrumpida hasta el final del sexenio de Felipe Calderón, y a pesar de haber mostrado toda su ineficacia -según probaba el número de bajas a lo largo del país y el recrudecimiento de la violencia-, el gobierno sucesor decidió heredar sin modificar la política de seguridad del gobierno saliente.

Así, tras una campaña electoral pujante y una victoria plagada de irregularidades y escándalos, EPN llega al poder en diciembre de 2012 no solamente para recrudecer el imperante malestar social por la vía de sus «reformas» (en materia energética, laboral, educativa, de telecomunicaciones), sino para dar continuidad a una política de seguridad inservible y absolutamente nociva para la ciudadanía. Desde el comienzo del sexenio de Enrique Peña Nieto la violencia no solo se ha mantenido constante sino que, y en opinión de algunos analistas, en aumento. Con la sola intención de ilustrar el recrudecimiento de esta violencia citaré solamente tres de los hechos violentos más discutidos en las últimas semanas: el caso de la ejecución de los 22 individuos de Tlatlaya con siembra de falsos positivos; las constantes víctimas de la delincuencia organizada en Ecatepec -ocho este fin de semana, según se informa en diarios-, uno de los municipios más inseguros del Estado de México; y, por supuesto, la desaparición de los estudiantes normalistas con participación incontestable de policías municipales y ejército. De esta manera, el apelativo «crimen organizado» pareciera remitirnos a una entelequia inaccesible, inidentificable e imbatible pero innegablemente real al mismo tiempo.

¿Quién es pues este crimen organizado? ¿Quién lo organiza? ¿Por qué es eficaz? Muchos periodistas mexicanos y científicos sociales dedicados a hacer investigación especializada han articulado más de una respuesta detallada al respecto. Algunos de tales periodistas han sido sin embargo acallados por el gobierno, u otras fuerzas de seguridad, de manera que sus investigaciones parecieran ser accesibles solamente a miembros de su propia élite o, caso contrario, a quienes por iniciativa propia hemos decidido buscar una respuesta a esta realidad confusa. Sus reportes, sus investigaciones, los resultados de sus análisis, aparecen escasamente en medios y son sustituidos por tratamientos bastantes más aceptables para la opinión pública. Todos estos especialistas y analistas entre quienes citaré a John Saxe Fernández, Anabel Hernández, Rubén Luengas, Luis Hernández Navarro, Pedro Miguel, Gian Carlo Delgado, Eduardo Correa Senior, Carlos Fazio, etcétera, coinciden en señalar la complicidad de diversos funcionarios de gobierno en las actividades del llamado crimen organizado. Y varios de ellos, además, señalan el doble discurso del gobierno estadounidense quien por una parte exige a México intensificar su política antidrogas, y por otra parte se beneficia del mercado de drogas. Tal es el caso del escándalo Irán-contra que costara la vida al periodista Gary Webb quien en su momento develó la relación entre la contra nicaragüense, la guerra Irán-Irak auspiciada por el gobierno estadounidense y los cárteles de las drogas, y cuyo hecho relata extensamente Anabel Hernández en su libro Los señores del narco [4]. Descubrimos así que el negocio de drogas es otro negocio más del sistema-mundo capitalista. La prohibición de las drogas hace posible la existencia de los cárteles de las drogas y la lucha contra dichos cárteles pasa necesariamente por la despenalización del consumo. Desde esta perspectiva, la llamada lucha antinarco se convierte en otra de las hilarantes puestas en escena de nuestros gobiernos.

Es, pues, en esta realidad convulsa en donde se registran los hechos de Iguala, y a ellos debe sumarse la defensa que las comunidades del sur y norte de México han venido librando contra los megaproyectos operados por las diversas empresas transnacionales que con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de 1993 operan con regularidad en el país y contra cuya intromisión las comunidades se levantan para defender sus tierras, sus minerales, sus recursos acuíferos, etcétera. Paramilitares, crimen organizado, fuerzas de seguridad gubernamentales, están allí, alternativamente, para malograr -por omisión, error, o intencionalidad- las diversas luchas de las comunidades en México. En esta ocasión, los involucrados son los tres niveles de gobierno, y de un gobierno con posibles nexos con el narco como se presume en el caso del gobierno de Iguala. ¿Las víctimas? Los estudiantes de las escuelas normales rurales en lucha contra la reforma educativa y una sociedad en eterno shock: fragmentada, despolitizada en algunos casos, o connivente con la descomposición social en otros. La casuística de la operación -número de militares, policías, altos mandos en el lugar, y motivaciones- se presenta como variación de un guion más o menos recurrente e impreciso en los últimos dos sexenios.

El crimen de Iguala es, sí, un crimen de estado. Pero de un estado que presume de ser democrático y de un estado de economía capitalista en una geopolítica capitalista y mundializada. Y en último término, de un estado servil a intereses económicos en la agitada dinámica de dicha burbuja geopolítica.

Asumir esta realidad quizá nos ayude a entender por qué ninguna protesta civil, por valiosa y necesaria que fuese, va a modificar de manera sustantiva en 2014 el funcionamiento de nuestro sistema social en México. Al menos no en una economía tan dependiente de la estadounidense y tan incapaz de establecer relaciones más estrechas con otras economías. La mundialización del sistema capitalista es cada vez más aguda y la lucha por los recursos en el planeta irá estrechando cada vez más las posibilidades de acción y operación para economías ricas en recursos como la mexicana, pero al mismo tiempo incapaces de establecer una vida política autónoma. La vida política de una sociedad no es por otra parte una determinación exclusiva de su gobierno, sino producto de las condiciones económicas y sociales. Estas condiciones inciden directamente en la conciencia de sus miembros; y sus miembros, para estar dispuestos a actuar y a efectuar relaciones sociales transformadoras deben consensuar y coincidir. Sin embargo, nunca como en nuestro tiempo el hombre ha estado menos dispuesto a transigir pues ello implicaría abdicar al último de sus bastiones de Sísifo asustado e ilusionado a la vez: su voluntad.

En mi opinión, la última estrategia social transformadora y revolucionaria a la que podemos apelar en estos días es a nuestra conciencia crítica. Y quizás, a la ternura. 
 

Notas

[1] Enlace al portal de la Secretaría de Relaciones Exteriores del gobierno de México en donde puede leerse con cierto detalle qué es el ASPAN: http://www.sre.gob.mx/eventos/aspan/faqs.htm

[2] En esta nota publicada en el diario The Guardian en noviembre de 2012 se hace referencia a dicha cifra: Mexico drug war continues to rage in region where president fired first salvo: http://www.theguardian.com/world/2012/nov/30/mexico-drug-war-tierra-caliente-calderon

[3] Esta lectura de Carlos Fazio en el diario La Jornada es esclarecedora de ese acontecimiento y de lo que desde aquellos días se vivía en México, El factor Sicilia: http://www.jornada.unam.mx/2011/05/30/opinion/023a1pol

[4] Hernández, Anabel. Los señores del narco. Ed. Random House Mondadori. México. 2010. Págs. 89-93 de la edición digital.

[5] Link a la nota del texto comentado: http://revoluciontrespuntocero.com/torturan-a-normalistas-en-cuarteles-de-la-policia-el-ejercito-y-la-marina-no-hubo-delincuencia-organizada-epr/


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