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Un homenaje a Marcelo Quiroga Santa Cruz

Fuentes: Rebelión

Mucho se ha escrito y hablado desde aquel año inflexivo, el 2014, sobre la “crisis del progresismo” y el “fin de su era”. El devenir de los acontecimientos ha confirmado parcialmente sus análisis.

El oscuro augurio se evidenció con el efecto dominó de la caída de los gobiernos progresistas latinoamericanos de la primera oleada, una buena cantidad por artificio de golpes del Estado duros o blandos que le debieron mucho al enflaquecimiento paulatino de la capacidad de movilizar la calle. Pero por otro lado, no llegó “la larga noche neoliberal” que también avizoraba cierta izquierda renegada y mal intencionada, sino más bien un breve eclipse que devino velozmente en la llamada “segunda ola del progresismo” que, en caso de ganar Lula da Silva en Brasil en octubre, será incluso cuantitativamente más relevante que la anterior. 

Del encontronazo que vivimos entre lo previsible con la novedad, es que hoy la reflexión en torno a la “naturaleza” de la nueva ola toma centralidad en el debate político-intelectual de la izquierda regional, en tanto la identificación de sus vacíos y debilidades permitirá su corrección, profundización de sus fortalezas o superación.

En ese marco, hablando particularmente de Bolivia, un elemento requiere ser caracterizado y debatido: la sobre-maduración -descomposición- de prácticas políticas arrastradas durante tanto tiempo -a pesar de haber sido señaladas- al punto de convertirse en (in)conductas naturalizadas entre la militancia.

Me refiero a las comunes “enfermedades” de la izquierda que brotan aquí y allá y que la madurez política y la pedagogía de las organización suelen curar. Ni qué decir en los escenarios de crisis social -como durante los golpes de Estado- en los cuales el compromiso, desinterés, entrega y disciplina, marcados por circunstancias de peligros reales, no dejan tan fácilmente espacios para las desviaciones. No obstante, el estancamiento sirve de caldo de cultivo.

Los medios de comunicación suelen enfocar, y por lo tanto simplificar, lo político a los individuos y sus personalidades. Poca atención se da a los procesos -incluso entre nosotros- que se viven con intensidad entre los sectores sociales. Las prácticas que en el cotidiano del militante -absorbido en este nuevo episodio histórico- suelen parecer cuestiones personales o circunstanciales, llegadas a cierta magnitud y reiteración en la experiencia vivencial al interior de la organización o partido, pueden ser vistas como todo un fenómeno social. Y, sin ánimos de exagerar las conclusiones, después de cierto tiempo  y extensión de estas prácticas al interior de una organización, cuando se torna “molecular”, se corre el riesgo de que la organización se convierta en estas prácticas.

Se podría mencionar algunas de estas viejas enfermedades de la militancia como el burocratismo, el machismo, entre otras, siendo el machismo quizás el que más fuerte combate ha recibido en los últimos años y por lo tanto más transformaciones ha sufrido. Sin embargo, a mi consideración, por falta de suficiente severidad y señalamiento han pasado desapercibidas en nuestro medio el arribismo, el protagonismo y el pragmatismo. 

El arribismo en el plano social y económico está relacionado a la negación de las raíces, a una persecución del ascenso social acompañado del rechazo furibundo de los orígenes. En el plano político, no obstante, lejos de la sana búsqueda de mayor responsabilidad basada en la capacidad y mérito del liderazgo, el también llamado oportunismo se expresa como la búsqueda obscena de trepar los niveles políticos -partidarios, sindicales o estatales- no como un medio, sino como un fin en sí mismo. El ascenso por el ascenso, sin importar las consecuencias y por ende el costo o daño colectivo. Por supuesto, decir “fin en sí mismo” es una imprecisión debido a que nadie escala por una silla, sino por lo que viene con ella: el arribismo está motivado por la doblegación del prestigio, poder y legitimidad que le da la organización a sus liderazgos o avales en favor de fines personales, sean simbólicos como el prestigio, sean materiales como el dinero o sexuales. Las consecuencias del arribismo son contagiosas pues se diseminan entre la militancia; aquel que no es arribista al enfrentarse al que lo es termina enredado en su tramoya. Debido a los rencores personales que genera, la práctica arribista absorbe las energías colectivas en enconadas disputas que en última instancia dividen. 

El protagonismo es yunta del arribismo pero supone una característica más psicológica. El protagonismo es medio para el arribista en tanto es búsqueda constante de reflectores -en nuestro tiempo de las cámaras-, allí su parentesco con el electoralismo. El protagonismo es necesario para el ascenso político, sobre todo cuando no se tienen hechos que respalden. Pero también es un fìn en sí mismo cuando es la expresión de una decadencia narcisista, en la cual se sobreestima desmesuradamente el valor de uno, no solo en desmedro del valor colectivo en la acción, sino transformando/banalizando la política en un concurso de popularidad. El protagonismo emborracha y en última instancia hecha a perder los liderazgos; exacerba el individualismo en los procesos colectivos, resquebrajándolos; y es característica de quienes pre-electoralizan el contexto político, en vez de transitar los distintos episodios de una gestión. 

Por último, el pragmatismo. Es cierto que un grado de pragmatismo es una requisito indispensable para cualquier transformación de la realidad; su anulación o rechazo absoluto cae en principismo, componente del infantilismo de izquierda, otra enfermedad largamente discutida por Lenin, que es el exceso de cierta izquierda que por no “embarrarse”, por no quedar  mal, por no combatir en terrenos que no les son moralmente cómodos, prefieren no conquistar nada para nadie. Marx ubicaba esta práctica en los representantes de la izquierda clase mediera/pequeña burguesa que prefería las derrotas gloriosas, perfumadas, que costosas y sucias victorias para la clase trabajadora; que solían dar un paso al costado porque la realidad no estaba a la altura de su moral, pero incurrían en la inmoralidad de no comprometerse realmente con el cambio, con la conquista del poder, por y para la gente. 

Pero eso sí, una cosa es caer en principismo y otra muy diferente es renunciar a los principios. El exceso de pragmatismo es peligroso, porque si el arribismo y protagonismo tienen que disimularse, enmascararse como liderazgo y talento, el pragmatismo puede presentarse abiertamente como estrategia o incluso como filosofía. El pragmático acabado es soberbio, va por ahí con arrogancia repitiendo la frase de Deng Xiaoping “no importa si el gato es negro o blanco, lo que importa es que case ratones” y en nombre de la “política real” se burla y desprecia a los compañeros que se agarran de principios y que los quieren volver praxis incluso en pequeños espacios.

Pero el pragmático acabado se olvidó en el camino que todo proceso político y más aún uno revolucionario emerge de estallidos cargados de principios que sintetizan los clamores/necesidades sociales: igualdad, soberanía, dignidad, identidad, tierra, trabajo, pan, democracia, libertad, etcétera, etcétera. Y que si bien estos principios requieren de “política real”, de una dosis de pragmatismo para hacerse realidad, abandonarlos es sostener una sombra, un maniquí, un remedo; sostener retóricamente un proyecto histórico que se quedó quién sabe dónde en el camino. El pragmático acabado es incapaz de proyectar los próximos horizontes y peor aún de transformar las prácticas sociales cotidianas; se vuelve un maestro para administrar y sostener lo conquistado, pero ya no reforma, solo gestiona. Al final del día, maneja y sortea todos los desafíos del sistema, aplica bien las mejores fórmulas para administrarlo y crecer dentro de él, pero ya no lo transforma. 

El individuo que reúne estos “valores”, que en el fondo solo le importa escalar utilizando a sus camaradas, que solo persigue la fama y sus intereses y no el bienestar y libertad de nuestra gente, que además carece de horizontes, principios y se consolida como un cómodo burócrata, es nada más y nada menos que el estereotipo de político que la sociedad en su conjunto repudia. La izquierda debe dejar de producir y reproducir este esperpento y para ello debe volver a colocar la ética revolucionaria entre sus preocupaciones. Considero que este sería un homenaje adecuado en esta semana que conmemoramos a aquel hombre recordado no solo por su preparación intelectual e inteligencia política, sino por su entereza revolucionaria, Marcelo Quiroga Santa Cruz.

Andrés Huanca Rodrigues. Antropólogo social.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.