La muerte de trabajadores en la mina de carbón de Río Turbio justifica una rebelión popular con piedras, palos y tuercas si fuera necesario. Un solo minero asfixiado, un solo albañil caído de las alturas sin casco ni soga, una sola meretriz asesinada a tiros por la policía, muertos todos por la negligencia y el […]
La muerte de trabajadores en la mina de carbón de Río Turbio justifica una rebelión popular con piedras, palos y tuercas si fuera necesario. Un solo minero asfixiado, un solo albañil caído de las alturas sin casco ni soga, una sola meretriz asesinada a tiros por la policía, muertos todos por la negligencia y el abuso de sus cafishios y patrones, argumenta a favor de una revolución. ¿Qué decisión tomaría la asamblea de todos nuestros caídos? ¿Qué votarían los desaparecidos, Kosteki y Santillán, Teresa Rodríguez y Aníbal Verón, las 16 rosas rojas fusiladas en Trelew, los despedidos del trabajo y de la vida, de la tarde mansa y la furiosa noche, del pan y el libro? Pregunto otra vez: ¿qué votarían? ¿Le darían más tiempo al sistema? ¿Pedirían aguantar? ¿Irían detrás de la burguesía buena esperando el milagro? ¿No levantarían la mano todos juntos, unánimemente, para aprobar las mociones Revolución, Socialismo, Libertad, Tierra, Trabajo?
No es el concesionario del yacimiento en Río Turbio el único responsable de la masacre de trabajadores. No es el Estado que no controla ni sanciona a los que no invierten el último culpable. No sólo es cómplice de los asesinatos la burocracia sindical que negocia al tanto por ciento la defensa hasta ahí de los trabajadores. Qué esperanza. El responsable, el culpable, el cómplice en última instancia es el capitalismo y sus crímenes por inercia. No el neoliberalismo ni la versión humanizada del mercado; no el Estado menos o más ausente ni el rostro cruel del sistema económico que rige brutalmente las relaciones sociales. El partícipe necesario de todas y cada una de las injusticias cotidianas es el capitalismo. La maldita manía imperialista de explotar y acumular plusvalía de sudor y sangre, asesina a diario cada vez más trabajadores y ya se ha vuelto costumbre, con garantías legales, justificaciones teóricas y consuelos místicos.
Pero está Julián, el flamante hijito de nuestros compañeros Inés y Oscar, nacido bajo los resplandores de la estrella del sur, parido al sol mientras el país lloraba furiosamente, golpeando con el puño las paredes del silencio y la rabia, el desenlace trágico de lo ocurrido en Santa Cruz. Juliancito y Danila y Camilo Salvador y los cientos de miles de hijos de trabajadores que están naciendo hoy, esta semana, mañana por la tarde, también merecen una revolución. Son la razón de la revolución. La patria necesita una cesárea que le extraiga del fondo de la tierra o destino, una era nueva de justicia y libertad, en nombre de Julián y de todos los que como él están saliendo ahora al mundo y los reciben el hambre, las guerras, el lucro que asesina, el egoísmo que incomunica, el desprecio que condena al hombre a su descenso vertiginoso por la historia.
Nuestro cercano Julián; el hombre o mujer que se engendra en el útero de la esposa del minero muerto por esperar hasta el último aire a que salieran sus compañeros; la adolescente iraquí madurada a tiros del invasor; los niñitos de rostros manchados por el hambre que juegan con barquitos de papel sobre charcos de sangre en Faluja, en Antioquia, en La Paz, en General Mosconi, en Palestina, bien valen todo nuestro esfuerzo, el concurso de nuestras mejores reflexiones y más nobles sentimientos, la lucidez de nuestras pasiones. Si así no fuera, para qué el mundo, para qué la ciencia, para qué la esperanza y la poesía y el teléfono celular.
El capitalismo, señores, amenaza severamente la humanidad. Sus armas convencionales y de las otras, sus mentiras, su indignidad, su loca ambición de petróleo y próximamente agua, están deteniendo groseramente el curso de la historia. El sistema vigente impide al hombre superarse a sí mismo, no en sus potencialidades científicas o tecnológicas sino en su relación con los demás hombres. El capitalismo, señoras, está encerrando al ser humano en su propia prisión. Pretende retroceder el raciocinio que lo distingue de los animales a un vulgar atributo que sólo dé respuestas primitivas. Solamente una revolución a escala mundial, que empiece en la rebelión del último país de más al fondo de la pirámide de naciones, podrá situar nuevamente al hombre en su camino de liberación. El inédito Julián, sus bracitos de trabajador todavía inertes, sus primos de clase salidos al mundo recientemente en todos los rincones de la tierra, bajo las alcantarillas de imperialismo, lo están demandando. Su grito es de silencio todavía; por ahora sólo exige a llantos que le den teta de tomar. Pero el fondo de sus ojos de un blanco azulado intenso, aún no sabe qué es un temporal y, sin embargo, ya está aprendiendo a hacer llover.
Programa del 24-06-04