Durante siglos, salvo durante el breve intervalo de los gobiernos militares nacionalistas de clase media de Toro y Villarroel, Bolivia fue gobernada por una minoría oligárquica ferozmente racista que rotaba en la ocupación de los principales puestos. Nunca hubo un Estado digno de ese nombre ya que la mayoría indígena de la población no daba […]
Durante siglos, salvo durante el breve intervalo de los gobiernos militares nacionalistas de clase media de Toro y Villarroel, Bolivia fue gobernada por una minoría oligárquica ferozmente racista que rotaba en la ocupación de los principales puestos. Nunca hubo un Estado digno de ese nombre ya que la mayoría indígena de la población no daba su consenso ni ejercía la ciudadanía. Con la revolución boliviana de 1952- en la que las milicias obreras destruyeron al ejército e impusieron de hecho una vasta reforma agraria- esa situación cambió radicalmente. Los obreros y campesinos entraron en la vida política y ni siquiera las dictaduras pudieron evitar su posterior evolución independiente ni afirmar un poder estatal todopoderoso.
El proceso actual nació de la irrupción de los pobres y los trabajadores en la guerra del agua, en Cochabamba, y en la posterior del gas, que derrocó al gobierno proimperialista del hombre más rico del país. Un sindicalista y diputado indígena, Evo Morales, que no había dirigido esas luchas sin embargo las canalizó hacia las elecciones nacionales, que ganó, y una Asamblea Constituyente, que logró organizar. La nueva Constitución mantuvo el carácter unitario del Estado pero lo declaró Plurinacional y basado sobre las autonomías indígenas, campesinas y regionales y la democracia directa.
Los regionalismos dirigidos por distintas fuerzas oligárquicas locales -en Santa Cruz, Tarija, el Beni- y los otros regionalismos, fruto del atraso cultural de amplios sectores de los trabajadores, fueron momentáneamente vencidos. La derecha clásica y sus partidos perdieron fuerza y unión y el gobierno inventó un partido, el Movimiento al Socialismo, que era en realidad un pool de direcciones burocráticas o semiburocratizadas de sindicatos y sectores sociales, muchas veces con conflictos de intereses y necesitados de un árbitro.
Evo Morales, como buen sindicalista, desempeñó ese papel desde el 2006. El problema principal que tuvo que enfrentar fue la carencia de una formación política mínimamente homogénea y con intereses comunes porque los dirigentes del MAS están desesperados por tener un lotecito de poder propio y compiten entre sí por los cargos estatales más prestigiosos (y, en muchos casos, más lucrativos). Eso favoreció la fusión consiguiente entre el MAS y el Estado que corrompió a los dirigentes sociales, los sometió al aparato estatal y les quitó la posibilidad de ejercer un control de las clases trabajadoras sobre un organismo, como el Estado, destinado a defender los intereses de las clases dominantes y explotadoras.
Evo tenía que asegurar la unidad de las diferentes naciones indígenas preservando sus derechos e identidades, construir las bases de un Estado más democrático plurinacional apoyado en la democracia directa y en las autonomías y, al mismo tiempo, modernizar el país, modificar su base económica y elevar la productividad y la cultura de los trabajadores bolivianos. Pero fracasó en esta tarea nada fácil para la cual no estaba ni está política ni culturalmente preparado y recurrió a un indigenismo superficial y folclórico representado por ritos prehispánicos, flores y ropajes semiindios y por funcionarios y diputados indígenas sin preguntarse qué cubría ese pachamamismo de oropel.
Mientras tanto, su Eminencia Gris y teórico oficial, el vicepresidente Álvaro García Linera, trabajaba para construir un Estado jacobino, decisionista y verticalista que llevase a Bolivia a un capitalismo moderno, no a superar el sistema y construir las bases del socialismo. Primero habló de un capitalismo andino, formado por los restos de los ayllus y por la nueva burguesía aymara, que acumula sobre la base de la explotación gratuita o mal pagada de la mano de obra familiar o comunitaria. Después, de un «socialismo comunitario» que no es ninguna de las dos cosas sino un capitalismo de Estado en un país dependiente. Aprovechando los altos precios de las materias primas, ese capitalismo de Estado y su política desarrollista y extractivista logró importantes progresos económicos y sociales pero dejó intacta la estructura capitalista y aplicó una política de imposiciones (como el gasolinazo) eliminando las consultas previas a las autonomías, como en el caso de la carretera por el TIPNIS mientras facilitaba la corrupción de los funcionarios del MAS. Después, los precios de las materias primas (soya y minerales) se derrumbaron y aunque la economía boliviana aún crece al 5 por ciento anual en 2015 las exportaciones cayeron a la mitad.
Entonces García Linera, aprovechando el evismo de Evo Morales, creyó que funcionaría hacer un referendo cuando Evo tiene aún un amplio apoyo antes de que la situación económica empeorase. O sea, dar una salida tecnoburocrática al problema político de la carencia de cuadros, de partido y de políticas no capitalistas. La soberbia y el aislamiento de lo que siente la gente eran tan grandes que Evo esperaba un gran triunfo y declaró muy confiado que no se presentaría como candidato si el Sí no lograba el 70 por ciento (consiguió poco más del 48 y perdió votos a raudales incluso donde ganó).
Por olvidar que, como decía Bernard Shaw «a los pañales y los políticos hay que cambiarlos a menudo, por las mismas razones, una derecha reaccionaria, dividida y aislada, se encontró de repente con el caudal popular del NO y finge encabezar y representar a amplias masas de obreros y campesinos que en realidad votaron por la democracia, contra la corrupción del MAS y hasta contra el vice pero no contra el gobierno, su política y menos aún contra Evo Morales. Éste ha perdido así parte de su prestigio de ganador y mediador. En los cuatro años que quedan hasta las elecciones se impone la necesidad de dar vida a la democracia, la autogestión y las autonomías para crear cuadros. Las medidas antidemocráticas y las calificaciones stalinistas contra los críticos de izquierda agravarán por el contrario la situación.
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