Una década de kirchnerismo ofrece buenas razones para una evaluación de conjunto. ¿Qué nos deja este período? ¿Hay una dirección clara de «el modelo nacional y popular»? La forma del pensamiento humano para aprehender es intentar clasificar, ordenar. Utilizar décadas para definir períodos no obedece a ninguna ley, pero parece funcionar para entender: la década […]
Una década de kirchnerismo ofrece buenas razones para una evaluación de conjunto. ¿Qué nos deja este período? ¿Hay una dirección clara de «el modelo nacional y popular»?
La forma del pensamiento humano para aprehender es intentar clasificar, ordenar. Utilizar décadas para definir períodos no obedece a ninguna ley, pero parece funcionar para entender: la década pérdida de los ochenta, la década neoliberal de la Convertibilidad, y ahora, la década del kirchnerismo. Este sábado se cumplió una década de la asunción de Néstor Kirchner, tras la renuncia de Menem al ballotage. Un decenio que, sin lugar a dudas, ha marcado una etapa con espesor propio en la historia argentina, sobre cuyo balance continuaremos discutiendo durante mucho tiempo más, y sobre el que cualquier juicio unilateral quedará siempre corto.
Tiempo de balances
Aunque nada tenga de particular una década para promover las evaluaciones de conjunto, la proximidad de las elecciones legislativas la consolidan como tiempo suficiente para intentar balances del período. Así, han comenzado a circular intentos de mesurar políticas a favor y en contra, resultados que se agregan sumando o restando. Cada uno de estos queda en un resultado ambiguo, a menos que el proponente haya tomado partido abierto y pretenda negar algún lado de la balanza, elogiando sin límites o criticando sin mesura.
Los sectores afines al gobierno han promovido la idea de una década ganada, a lo que la oposición patronal pretende responder, aunque sin lograr un eslogan de igual impacto. ¿Se puede analizar qué dejó este período? ¿Hacia dónde va «el modelo»? Resulta casi imposible dar cuenta de esta etapa sin omitir algún aspecto relevante, por lo que la interpretación de conjunto es relevante por demás. Por eso intentar un balance nunca terminará de cerrar, porque no se trata de sumas y restas. Es necesario arriesgar una mirada procesual, aún si ésta también resulta insuficiente.
Una nota interesante es que, de modo repentino, amplios sectores de la oposición patronal parecen rescatar la experiencia de esos primeros años de Néstor Kirchner. ¿Por qué esta súbita recuperación de aquel período? Entre otros motivos, la oposición patronal pretende rescatar esa etapa porque se trata del mejor momento del kirchnerismo para sus intereses. El superávit fiscal logrado a partir del default de la deuda y la licuación salarial permitió impulsar los subsidios a la actividad económica, apuntalando una elevación de la tasa de ganancia. La renegociación de la deuda externa, como hemos insistido, sirvió para obtener ciertos descuentos sin salirse del juego financiero mundial. Tras la brutal pauperización de la condiciones de vida de la población, toda mejora distributiva era bienvenida por los sectores populares, y tolerada por la clase dominante.
El kirchnerismo tuvo, a la vez, una lógica de veloz recuperación de las demandas planteadas por los sectores populares en su resistencia al neoliberalismo. Así, la reforma de la Corte Suprema de Justicia y los juicios a los genocidas fueron gestos políticos muy fuertes, de profundo impacto entre organizaciones que venían reclamando desde hacía décadas. La legitimidad del kirchnerismo se construyó en base a presentarse como lo opuesto al neoliberalismo, a la corrupción, al encubrimiento. Esta estrategia de posicionamiento político, más relevante que las trayectorias de los propios integrantes del gobierno, junto a la recuperación del mercado de empleo, serán las bases de la legitimación entre los sectores populares del proyecto articulado por la gran burguesía y el peronismo.
El gran cuco neoliberal
La estrategia central del gobierno fue (y es) diferenciar sus resultados con el desempeño de la Convertibilidad: el contraste entre aquel período y éste mostrarían la reversión del neoliberalismo. Esta no es una elección al azar. La caída de la Convertibilidad, aunque con un fuerte trasfondo económico, fue impulsada por las protestas que impugnaban el neoliberalismo como forma de organización social. El gobierno, para obtener alguna legitimidad, necesitó siempre mostrarse como contracara de aquel proyecto -que, debemos resaltar, no se restringe a la Convertibilidad.
Así, se multiplican los indicadores que muestran la magnífica recuperación posterior a la crisis: el crecimiento del empleo, de los salarios, de la industria y la construcción, etc. Hay aquí dos problemas soslayados. En primer lugar, la comparación respecto de los pésimos valores la crisis es válida para evaluar el ciclo económico, pero no es apropiada para distinguir respecto de procesos de crecimiento anteriores. Así, por ejemplo, si comparamos el salario promedio real con el momento peor de la crisis, a mediados de 2002, podremos observar un importante crecimiento, pero si lo referimos a la expansión de la Convertibilidad, resulta que ¡sus niveles son iguales! Si lo referimos a 1974, antes de la dictadura, el salario actual persiste a un 30% por debajo.
En segundo lugar, el kirchnerismo escatima el peso que tuvieron en la recuperación el default reconocido por Rodríguez Saá, y la devaluación y la pesificación de Duhalde: sin estos, no habría recuperación alguna. Aceptar esta filiación es un problema político complejo para el kirchnerismo. Por un lado, por la deuda política que implica con esos sectores partidarios. Por otro lado, porque indica quiénes fueron los sectores sociales que dominaron la salida de la crisis. Aunque poco se hable hoy día, el programa default-devaluación-pesificación fue articulado y propuesto por el Grupo Productivo, un agrupamiento comandado por la Unión Industrial Argentina, que reunía a la Cámara Argentina de la Construcción, a Confederaciones Rurales Argentinas, y más tardíamente a Asociación de Bancos públicos y privados de la República de Argentina.
Es decir, sectores relevantes de la gran burguesía fueron artífices del programa económico post-Convertibilidad. Más allá de algunos coqueteos políticos de Moyano y el oportunismo de Daer, ningún sector de los trabajadores influyó en la definición de este programa, y éste es un dato central para caracterizar la década emergente. Y quizás hasta más importante aún, al señalar esta alianza fuerte con sectores del capital, a menudo olvidados por los defensores radicales del gobierno, indica también una pauta de grandes ganadores en la nueva gestión económica.
En lo estructural
La recuperación de la tasa de ganancia industrial alcanzó niveles récord para la historia nacional. Con ese impulso, basado en una brutal licuación de los salarios, no resultó difícil para el empresariado iniciar un proceso de expansión de la actividad. He allí el misterio del crecimiento al que remiten los alabadores de esa fase inicial. La lenta recuperación salarial se detuvo a partir de 2007, momento en que la economía comienza a transfigurar su fisonomía. Desde ese año para esta parte, el crecimiento del sector industrial se ha ralentizado, pasando a liderar la expansión el sector financiero, aquel que se decía atacar. El desempleo, por ello mismo, dejó de descender. El sector externo muestra una dinámica semejante: luego del superávit logrado en los primeros años, la propia expansión ha desgastado el saldo corriente, corroído a su vez por las remisiones de utilidades al exterior y, desde 2005, los pagos de deuda externa.
Estos procesos no son una eventualidad, sino la expresión del desgaste del impulso original. Durante esa fase, la clase trabajadora se fortaleció, y el gobierno -que también impulsó de este proceso a través de las negociaciones colectivas- no puede simplemente volver a la solución de 2002. Esto pondría en entredicho su legitimidad social. Lo que ha hecho desde entonces, no sin cierto éxito, es arbitrar un «equilibrio» entre sectores sociales aliados: no resuelve ni por la vía de radicalización ni por la vía de ajuste, y requiere de la permanente actividad de mediación política.
Este es un dato no menor, tanto en la evaluación económica como en la política: el gobierno de alguna forma respeta su sesgo, sin mejorar estructuralmente la situación de la clase trabajadora, pero sin tampoco atacarla sistemáticamente. Muchas de las políticas económicas más interesantes responden a este escenario de mediación inestable. La estatización de las AFJP sirvió para subsidiar a la industria y a los servicios públicos, tanto como para solventar la Asignación Universal por Hijo. La compra de participación en YPF es un intento por resolver las necesidades del capital industrial en materia energética, que podría permitir una ulterior expansión de la actividad y el empleo. Cada medida es un intento por sostener este equilibrio entre intereses encontrados: la visible presencia del Estado en la economía obedece a esta lógica, no a un estrafalario deseo estatalista.
La tensión instalada
Las pautas generales del patrón de acumulación, como ya señalamos, fueron trazadas por sectores de la gran burguesía: la industria, la construcción, parte de las finanzas y parte del sector agropecuario. Además de excluir a los trabajadores del comando de la salida de la Convertibilidad, este programa también marcaba una ruptura al interior de la gran burguesía: quedaban fuera la banca extranjera, las privatizadas, el sector comercial, y otra parte de la burguesía agropecuaria. Esta escisión interna a la clase dominante no implica que las fracciones desplazadas del comando sean perdedoras, sino que no dirigen el proceso general, no sólo de la acumulación sino de las definiciones políticas generales. Esta situación se hará evidente en el conflicto por las retenciones en 2008, donde las fracciones desplazadas cuestionarán la permanente injerencia del Estado. El conflicto era, ciertamente, más político que económico. Frente al pacto excluyente de la Convertibilidad, que dirimió con cierta estabilidad las demandas de la gran burguesía durante casi una década, el modelo kirchnerista se presenta más inestable, menos previsible: requiere de mediaciones permanentes, cuyo resultado es siempre contingente.
A esta división interna de la gran burguesía, como dijimos, se solapa la consideración de las demandas de los sectores populares. Dado que la mejora económica estructural se detuvo hacia 2007/08, la política activa tuvo un rol preponderante aquí también. No sólo en lo que respecta a la política social fuertemente ampliada, sino a políticas de otro orden que figuraban como demandas en disputa desde hacía años, décadas en las organizaciones sociales: ley de medios, intervención estatal en YPF, matrimonio igualitario, etc. Muchas de estas demandas habían sido propuestas y articuladas como proyectos mucho antes de la aparición del kirchnerismo, que las toma en consideración según sus propias necesidades.
La constante intervención política para arbitrar entre fracciones de la gran burguesía, y entre éstas y los sectores populares es lo que constituye al kirchnerismo como populismo. No referimos aquí a la zonza prédica de la derecha, que pretende señalar con tal nombre un supuesto autoritarismo sobre masas ingenuas. No. El populismo reside en el corte oblicuo realizado sobre las clases sociales, que busca postular un conflicto entre «pueblo» y «enemigos del pueblo», conjuntos que pueden ser resignificados según la ocasión: por ejemplo, para el kirchnerismo pueden quedar como parte del pueblo fracciones completas de la gran burguesía, responsable de las atrocidades del neoliberalismo. O volverse enemigos, antipatria, grupos previamente aliados, como es el caso del grupo Clarín. El populismo, como proceso, ha permitido validar positivamente, y no como engaño, tanto demandas populares como demandas de la gran burguesía. Ese es su sino.
Hegemonía y populismo
La definición populista del gobierno no apunta a ninguna lógica de complot y engaño. El estamento actualmente en el gobierno no es tampoco -como algunos pretenden embelesados- un grupo jacobino que protagoniza un proceso de reformas sociales de amplio alcance. El populismo es la solución emergente del conflicto que atraviesa la sociedad argentina: la imposibilidad de sostener el proyecto neoliberal, porque no satisface al conjunto de la gran burguesía y porque es rechazado por los sectores populares, y la falta de un proyecto alternativo consolidado. El gobierno es una expresión (con particularidades propias, claro) de una disputa que atraviesa a toda la sociedad: la construcción de sí misma a partir de las fuerzas realmente existentes.
Mientras el salario y el desempleo se mantienen estables desde hace un lustro, la concentración de la producción, la extranjerización y la dependencia de las ramas primarias se ha profundizado. No ha habido un proceso de cambio estructural, ni de industrialización, aunque se ha logrado sostener lo obtenido en la fase expansiva pre-crisis mundial. Éste es «el modelo»: profundizarlo es sostener este inestable equilibrio, que no implica cuestionar privilegios estructurales del gran capital ni revertir lo más severo del neoliberalismo histórico. Su superación requiere el cuestionamiento de la alianza económica-política que sostiene el kirchnerismo… desde hace una década.
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