Un teólogo y sacerdote se ha encargado, hace varios días, de poner en evidencia la presencia, política y filosófica, de una corriente de derecha bastante extrema por su manera de interpretar el mundo, clasificar a las personas y apreciar el actual proceso de cambio. Iván Castro ha sostenido que Evo Morales es el cruce de […]
Un teólogo y sacerdote se ha encargado, hace varios días, de poner en evidencia la presencia, política y filosófica, de una corriente de derecha bastante extrema por su manera de interpretar el mundo, clasificar a las personas y apreciar el actual proceso de cambio. Iván Castro ha sostenido que Evo Morales es el cruce de «llama» -camélido que vive en los andes- con «Lucifer» -el ángel que se convirtió en «diablo»- y que el ministro de Gobierno, Sacha Llorenti, es un «gerifalte» (una ave de rapiña).
Más allá de rechazar ese tipo de insultos y adjetivos que se encuentran en la nota del teólogo, se pone en evidencia que los conceptos de la derecha en sus orígenes más primitivos todavía forman parte de personas que se oponen al proceso de cambio y no dejan de convocar al restablecimiento de un pasado en el cual la discriminación, la exclusión y el racismo formaban parte de las relaciones de colonialidad y de poder. No hay que olvidar que la derecha, en sus orígenes, tenía un carácter fuertemente clerical e intereses profundamente vinculados a la tierra. De ahí que exista una relación no accidental entre los señores feudales y las cruzadas religiosas en la denominada Edad Media en Europa, así como el uso de la espada y la cruz en la invasión de los bárbaros europeos a las Américas, hasta ese entonces llamada Abya Yala, en los siglos XV y XVI. La modernidad y el capitalismo se han instalado en América Latina y el Caribe chorreando sangre, lanzando escupitajos a los indígenas y saqueando recursos naturales.
Los que se opusieron al proceso de constitución de los Burgos -que expresaban ya un desarrollo del incipiente proceso de mercantilización- y luego a la constitución del capitalismo como tal, junto al desarrollo científico y tecnológico que ese implicaba, se los ha considerado como una derecha política cuya base material se encontraba en la concentración de la tierra e impulsora de múltiples prácticas de opresiva servidumbre. Esta derecha consideraba el capitalismo como portador de teorías y prácticas herejes que le abrían la puerta al «diablo» y a todo tipo de tentaciones mortales.
Cuando el avance del capitalismo se hizo inevitable, muchas de esas fracciones feudales modificaron su manera de producir riqueza y se acomodaron en parte a las condiciones objetivas de reproducción de la sociedad. Pero, eso sí, muchos hombres y mujeres vinculadas a esas fracciones feudales no arrancaron sus formas retrógradas de ver a los «hombres libres» a quienes tenían que pagar un salario en «retribución» por la fuerza de trabajo desplegada en la producción de mercancías portadoras de valor de cambio. A los trabajadores, a quienes el capital les enajena el trabajo, no dejaron de verlos como «inferiores» social, cultural e incluso biológicamente. De ahí que no sea casual que el liberalismo político haya tardado demasiado tiempo en instalarse en el imaginario colectivo y en construir una sociedad en la que se reconozca, al menos formalmente, los derechos de los trabajadores a la sindicalización, a un salario justo y a la seguridad social, entre otras cosas.
Pero esa derecha más reaccionaria -que incluso se opuso a que las mujeres de las clases dominantes tuvieran derecho al sufragio- no ha desaparecido. Lo que hizo es acomodarse. Cuando las ideas socialistas y de emancipación de la humanidad crecieron y los desposeídos se fueron apoderando de esos conceptos libertarios como instrumentos de lucha, resistencia y victoria, ese tipo de derecha se refugió en el capitalismo y no dudó nunca en combatir, por la vía de la descalificación y la violencia, la amenaza del comunismo. Su ideología «anti-comunista» la ha llevado, sin que eso haya cambiado en esta primera década del siglo XXI, a invadir pueblos, asesinar inocentes, pregonar la superioridad de unas razas sobre otras y a cometer los mayores crímenes en nombre de una «libertad» solo reconocida para el «necesario» capital.
Y si no ha desaparecido del mundo, mucho menos no hizo de Bolivia. Con su mirada colonial y capitalista difícilmente puede aceptar que hay otro momento histórico en el que los pueblos se han convertido en protagonistas de su propia historia. Los insultos contra Evo Morales representan una agresión contra los pueblos indígenas de Bolivia y constituyen un desesperado intento de mantener las relaciones de colonialidad del saber y el poder.
Esa derecha hoy no puede tolerar que los pueblos estén haciendo lo posible por pasar de los derechos formales a los derechos reales, de la igualdad formal ante la ley, a la igualdad sustantiva en la realidad. Esa derecha es ahora una fusión de modernos y retrógrados, de latifundistas y empresarios industriales, de clericales y anti-clericales, cuya causa común es evitar -en la palabra y la práctica- la emancipación plena de la humanidad.
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