Para quien se interese en la historia, podrá darse cuenta que la de Bolivia, es la de las masacres indígenas, campesinas y obreras desde la colonia hasta hoy. La República se sostuvo sobre la explotación de la fuerza de trabajo indígena y la base de recursos naturales, hasta hoy. El expolio y explotación consolidó una […]
Para quien se interese en la historia, podrá darse cuenta que la de Bolivia, es la de las masacres indígenas, campesinas y obreras desde la colonia hasta hoy. La República se sostuvo sobre la explotación de la fuerza de trabajo indígena y la base de recursos naturales, hasta hoy. El expolio y explotación consolidó una estructura social e institucional vinculada a la producción y exportación de materias primas, consolidando en el largo plazo, una condición de dependencia que lo convirtió en uno de los países más pobres del hemisferio occidental.
Con una organización social extremadamente estratificada y un horizonte estatal frágil el transcurrir de su historia estuvo marcado por la exclusión y masacre. Los pueblos originarios nunca dejaron de manifestar sus anhelos de libertad, como lo prueban las innumerables sublevaciones, tanto las que culminaron con el gran alzamiento de 1780, como también las que se realizaron contra las haciendas, durante la República. Algunas de estas sublevaciones indígenas y campesinas tuvieron una magnitud enorme no sólo por el esfuerzo de la movilización y la tragedia que representó la masacre sino por la memoria y la herencia emancipatoria transmitida de generación en generación. Las de 1874 y 1899, tanto en las tierras altas como en las tierras bajas del país, ya en el siglo XX no dejarían de ser movilizaciones que terminarían en nuevas masacres como la rebelión de Jesús de Machaca en 1921 o la de Chayanta en 1928.
Las masacres obreras también tenían su marca de dramatismo como la matanza de mineros en Uncía en 1923, Catavi en 1942, la guerra del Chaco (1932-1935), la revolución de 1946, la de 1952, la de 1964, la matanza de San Juan en 1967, el golpe militar de Bánzer en 1971, la masacre de trabajadores fabriles y universitarios de noviembre de 1979, la marcha por la vida en 1986, la marcha por tierra y territorio de 1990, la masacre de Amayapampa y Capasirca de 1997, las guerras del agua (2000), la guerra del gas y la masacre de El Alto de 2003; ahora la masacre de Pando (2008).
Con el tiempo, se consolidó en la estructura mental de los pueblos indígenas y los movimientos populares, tanto de las tierras altas como de las tierras bajas, una cultura política insurreccional y de resistencia anticolonial que fue y es una guerra larga e intermitente contra los invasores y sus descendientes que cruza de forma transversal toda la historia boliviana.
Ahora, los movimientos populares e indígenas a la cabeza de Evo Morales, se han convertido en una real opción de poder y construcción de una nueva hegemonía política que cuestiona el entramado oligárquico-clientelar y antinacional que gobernó el país hasta hace dos años atrás. Los movimientos indígenas ya no son sujetos de postal folcklórica, ahora son una real opción de poder político. Esa es la dimensión de este nuevo paradigma. Incluso a la izquierda tradicional anclada en paradigmas que ya no se sostienen, como el hecho de asumir la «inevitable» vanguardia obrera en todos los procesos revolucionarios, le cuesta asumir la potencia de este nuevo y a la vez antiguo actor social cuya estrategia de poder se sustenta en la recuperación del Estado para las mayorías nacionales y que éste sirva no solo para asegurar la propiedad de los recursos naturales para todos los bolivianos, sino para redistribuir las rentas que se puedan obtener de su explotación.
El conservadurismo de la oligarquía boliviana, idéntica a la de toda la región, se vio obligada a aceptar que les gobierne un «indio», que según sus cálculos, caería por su propio peso y su condición de tal. Pero cuando se cuestiona la estructura de propiedad de la tierra están dispuestos a todo con tal de no abandonar el escenario de la historia.
La abierta sedición de la derecha responde a una estrategia planificada y coordinada de violencia, bloqueos de caminos, ocupación de entidades estatales; control y saqueo de las instituciones públicas, plan de hostigamiento y amenazas; ocupación de cuarteles, voladura de válvulas de gas, desabastecimiento de productos básicos, desestabilización económica, creación de un clima de inseguridad y desgobierno. Un plan golpista en toda regla que coincide casi como una calca con lo que había pasado en Chile en el gobierno de Salvador Allende. Sin embargo, aún queda la sensación de pasividad por parte del gobierno boliviano.
Los movimientos sociales han tomado la iniciativa para detener la escalada golpista con la movilización de las bases, cuya decisión es frenar a la derecha con la autoridad moral que les da la sangre derramada, su conciencia política, su capacidad combativa y el horizonte de visibilidad de un modelo de país distinto, porque han sido ellos quienes han cargado sobre sus hombros los vejámenes y la marginación a la que los sometió la colonia y el estado republicano oligárquico.
El gobierno popular tiene la obligación de hacer respetar el Estado de Derecho en todo el país y llevar ante la justicia a los criminales, sediciosos y paramilitares fascistas que se han apuntado una nueva masacre. Lo que se pensaba tenía que ser el elemento que encendiera los sentimientos regionalistas autonomistas de la derecha fascista, ha generado una reacción contraria. El crimen y la barbarie de su accionar los deja en evidencia.
Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, históricamente han respondido a los intereses de la oligarquía de la que sus principales oficiales provienen. Eso explica en parte su posición de «brazos caídos» e inoperancia frente al accionar amenazante de la clase social con la que ellos mismos se identifican. En la historia de las masacres, los militares fueron siempre los actores inconfundibles de la represión y la muerte. En todos los casos actuaron como sicarios al servicio de las oligarquías. Excepto en la última masacre campesina de Pando. Esto no es señal de nada, sólo deben cumplir la ley que les asigna la responsabilidad de ser «garantes de la unidad de la patria», y obedecer a su Capitán General, el Presidente Evo Morales. Pero no hay que caer en la ingenuidad de pensar que están de acuerdo con el nuevo proyecto de país que se construye en Bolivia.
La mayor debilidad del campo popular es su extrema diversidad y las luchas sectoriales. La mayor ventaja, la capacidad y tradición de lucha revolucionaria. Se ha llegado al punto de bifurcación, al punto de inflexión y quiebre. La salida «democrática» ya ha sido agotada con los resultados del Referéndum Revocatorio. La violencia la han provocado los facciosos, deben atenerse a las consecuencias de la respuesta popular. La guerra civil que muchos temen, en realidad ya había comenzado hace mucho tiempo, solo que ahora adquiere una dinámica diferente, un liderazgo distinto. El proyecto emancipatorio que debemos apoyar es la «Revolución democrática y cultural».
Evo toma con una fortaleza abrumadora el mando de esta nueva etapa. Definiendo que su posición está al lado de ese pueblo que hoy decide asumir el reto que le impone la historia. La principal tarea de los movimientos sociales e indígenas es llevar la iniciativa y pasar de la resistencia a la ofensiva. El siguiente paso es aprobar la Nueva Constitución Política del Estado.
– Ramiro Lizondo Díaz es economista boliviano. Universidad Autónoma de Barcelona.