Recomiendo:
0

Una izquierda sin brújula

Fuentes: La Jornada

En la Europa de los años recientes se ha visto un fenómeno peculiar: muchos de los trabajadores que antes simpatizaban con partidos comunistas y socialdemócratas ahora votan por los de ultraderecha, incluso fascistas. En Francia y en Gran Bretaña se ha constatado, en recientes elecciones, el éxito relativo de los neofascistas del Frente Nacional presidido […]

En la Europa de los años recientes se ha visto un fenómeno peculiar: muchos de los trabajadores que antes simpatizaban con partidos comunistas y socialdemócratas ahora votan por los de ultraderecha, incluso fascistas. En Francia y en Gran Bretaña se ha constatado, en recientes elecciones, el éxito relativo de los neofascistas del Frente Nacional presidido por Jean-Marie Le Pen y del Partido Nacional Británico, cuyo dirigente es Nicholas John Griffin.

Este fenómeno suele explicarse con dos datos significativos: 1) La Unión Europea (UE) ha favorecido a los grandes capitales sobre los pequeños y medianos, rompiendo con formas económicas tradicionales, encareciendo el costo de la vida y aumentando el desempleo; y 2) los trabajadores nacionales (nativos y «blancos» para el caso) sienten que los inmigrantes (extranjeros y a menudo «de color») les quitan empleos que ellos se merecerían en primer lugar. De aquí que tanto el discurso de Le Pen como el de Griffin sea nacionalista (contrario a la mayoría de los acuerdos internacionales de la UE) y antinmigración y, de paso, antimusulmán.

El nacionalismo, con variantes a veces no muy claras, ha sido defendido de igual forma por partidos de izquierda, como el francés Polo de Renacimiento Comunista, dirigido por Georges Gastaud y, asimismo, se ha visto que comunistas y ultraderechistas votaron en contra, también en Francia, del proyecto de Constitución europea, aunque adujeran razones distintas para hacerlo.

Sin embargo, ni en Francia ni en Gran Bretaña se piensa que las izquierdas más o menos radicales signifiquen lo mismo o algo semejante que las derechas extremas o ultraderechas. El neofascismo y el neonazismo, racistas ambos, sobre todo el segundo, no son compatibles con las corrientes de izquierda, y desde la perspectiva de éstas aquellos se ven como un verdadero peligro no sólo para Europa, sino para la humanidad en su conjunto. Dicho de otra manera, es más fácil pensar en una alianza de las izquierdas con las derechas que con las ultraderechas. Ya se vio en las pasadas elecciones presidenciales en Francia: ante la amenaza de que Le Pen triunfara, en la segunda vuelta electoral las izquierdas votaron por Chirac (el menos malo, se dijo en algunos círculos).

En México, según todas las evidencias recientes (y algunas más antiguas), la izquierda parece carecer de brújula. Después de calificar al Partido Acción Nacional de derecha, hace alianzas con él, y no sólo en años recientes, sino desde los tiempos del navismo en San Luis Potosí. También ha realizado alianzas con el Partido Revolucionario Institucional, de la misma manera que ha hecho candidatos a personajes que días antes o aun el día anterior militaban en este partido.

Hasta aquí, podría decirse que las izquierdas mexicanas recientes han tenido un comportamiento «muy europeo», en términos de flexibilidad para establecer alianzas, y también pragmático «obedeciendo a las circunstancias en cada coyuntura particular». Sea. Pero querer convertir en su candidato o candidata a alguien perteneciente a la ultraderecha, porque es «muy popular» en su tierra y porque está en contra del partido gobernante (al que pertenecía desde hace más de veinte años), es verdaderamente un exceso, que rebasa el pragmatismo y la flexibilidad.

Estos tipos de alianzas, además de confundir a la gente, han resultado históricamente desastrosos. Peor resulta cuando todavía están frescas experiencias como la de Chiapas, donde el PRD y otros partidos apoyaron a un priísta (Sabines) quien, en cuanto ganó, escribió cartas de amor al nuevo presidente de la República, supuestamente el peor enemigo de los perredistas y de sus aliados. Lo he dicho ya, pero conviene repetirlo: los enemigos de los enemigos no tienen que ser necesariamente ni en automático amigos. Esto no es cierto, de la misma manera que no todos los antiestalinistas son trotskistas ni todos los anticastristas son partidarios de Bush ni de la Ley Helms-Burton.

El entonces senador de Estados Unidos, Harry Truman, lo planteó con absoluta claridad en 1941. «Si nosotros vemos que Alemania está ganando debemos apoyar a Rusia, y si Rusia está ganando debemos apoyar a Alemania, y de esta manera dejemos que ellos se maten, aunque no quisiera ver a Hitler victorioso bajo ninguna circunstancia» (New York Times, 24/6/41).

Si López Obrador y el FAP quisieran parafrasear a Truman, dirían: «Si vemos que los calderonistas están ganando, apoyemos a El Yunque, y si éste está ganando apoyemos a los calderonistas, y de esta manera dejemos que se maten, aunque no quisiéramos ver a Ana Rosa Payán victoriosa bajo ninguna circunstancia». En esta paráfrasis habría pragmatismo, sí, pero también principios, pues es de suponerse que tanto los calderonistas (de derecha) como El Yunque (de ultraderecha) son sus enemigos.

Pero no. En lugar de esto apoyan a la ultraderecha y convierten en amiga, ante la opinión pública, a quien debería de ser peor enemiga que la derecha, siempre más pragmática y menos fundamentalista que la extrema derecha.

Así las cosas, si el FAP estuviera en Francia, apoyaría a Le Pen, por nacionalista, porque cuenta con apoyo obrero, de campesinos pobres y de desempleados, y porque está en contra de los grandes capitales y de la forma de globalización implícita en la Unión Europea. Mal que estamos. ¡Cuánto nos urge en México una izquierda consecuente!