En lo que va del año, la marcha de los pueblos indígenas del Beni es el segundo conflicto importante que enfrenta el gobierno del presidente Evo Morales. El primero se registró en mayo pasado, cuando una disputa entre las poblaciones de Caranavi y de Palos Blancos por la instalación de una planta de cítricos dejó […]
En lo que va del año, la marcha de los pueblos indígenas del Beni es el segundo conflicto importante que enfrenta el gobierno del presidente Evo Morales. El primero se registró en mayo pasado, cuando una disputa entre las poblaciones de Caranavi y de Palos Blancos por la instalación de una planta de cítricos dejó cortada la ruta hacia el norte paceño por varios días y concluyó con dos muertos y varios heridos por la intervención policial.
Los sucesos de Caranavi no fueron cualquier cosa. Poco faltó para que llegarán a un enfrentamiento físico ambas poblaciones, cuya composición es predominantemente indígena-campesina, particularmente nucleada en las Comunidades Interculturales de Bolivia, hasta hace menos de un año denominada Confederación Sindical de Colonizadores de Bolivia (CSCB), uno de los pilares de la base social del Movimiento Al Socialismo (MAS).
Pero el desarrollo de la marcha indígena de la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB) genera un escenario mucho más delicado que el primer conflicto, pues amenaza con producir una fisura en el sujeto constituyente que hizo posible la instalación de la Asamblea Constituyente en agosto de 2006 en la ciudad de Sucre y la aprobación, un año y medio después, de un texto constitucional que luego fue refrendado, mediante referéndum popular el 25 de enero de 2009, por un 67 por ciento de la población, con lo cual se dejó atrás el Estado monocultural, centralista y excluyente con el que nació la república en 1825 y dio a luz a un Estado Plurinacional y autonómico.
La construcción del sujeto constituyente -indígena originario campesino- no ha sido fácil. Históricamente las clases dominantes, particularmente del oriente boliviano (Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija), siempre alimentaron el distanciamiento de los pueblos indígenas de esa parte del territorio nacional con las naciones aymara y quechua, cuya forma de organización combina lo originario (ayllus) y el sindicato.
Ese distanciamiento entre los indígenas de los andes y la amazonía hay que verlo desde dos perspectivas: la primera, a partir de una hegemónica visión «andinocentrista» de aymaras y quechuas, cuya población alcanza entre ambas a más de 4 millones, según estimaciones oficiales, y que ha articulado sus resistencias, avances y retrocesos desde una visión de horizonte basada en la reconstitución del Kollasuyo.
La segunda, empero, hay que encontrarla en el papel que las clases dominantes de esas regiones, particularmente latifundistas, ganaderas y madereras, para obtener una fuerza de trabajo con altos componentes de servidumbre y para construir, en los hechos, caciques locales cuya construcción y reproducción de su poder se ha apoyado durante más de siglo y medio en la fragmentación indígena. De hecho, el proceso abierto por la revolución nacional de 1952 contribuyó a la «desindianización» de esos pueblos, más por la vía de la «campesinización» que por la expulsión de amplios contingentes a los centros urbanos.
La historia de los indígenas de las tierras altas y de las tierras bajas es distinta. A los primeros la invasión española y la presencia criollo-mestiza no pudo exterminarlos y en muchos casos prefirió no hacerlos por razones económicas. Las bajas temperaturas en la mayor parte de los andes hacían imposible, entre otras razones, traer a negros de origen africano como fuerza de trabajo y, por tanto, generadora de plusvalor. En cambio, una combinación de violencia física y simbólica si bien no concluyó con el exterminio de esos pueblos indígenas de la amazonía, los debilitó y fragmentó a niveles hasta ahora no recogidos por la historiografía. Las misiones católicas, primero, y cristianas, después, también jugaron su papel.
Pero no hay mal que dure cien años. En la segunda mitad del siglo XX, a inicios de la década de los 90, una marcha «por el territorio y la dignidad» permitió «saber» que en el oriente boliviano existían pueblos indígenas. Esa marcha, que conforme avanzaba se ganó el corazón de los campesinos del altiplano y de amplias capas urbanas, conquistó dos cosas fundamentales: el reconocimiento del artículo 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), elevada a la categoría de ley por el gobierno de Jaime Paz Zamora, pero, sobre todo, la demanda de una Asamblea Constituyente que se iría posesionando en el imaginario colectivo. Con la primera conquista se reivindicó a los recursos naturales del suelo, sub suelo y sobre suelo. Con la segunda la necesidad de transformar el Estado.
Cinco años después, a mediados de los 90, los indígenas campesinos de los andes pasaron -con su esfuerzo propio, lo cual no negaba distintos tipos de apoyo de ONG como el CIPCA y Nina- de la lucha sindical a la lucha política con la conformación de un Instrumento Político que, bajo la sigla de Izquierda Unida, los llevó a participar en las elecciones municipales, ganando más de 10 alcaldías, y generales de 1997, cuando Evo Morales ingresó al Congreso Nacional como el diputado uninominal con más apoyo. De ahí en más, la historia es conocida: Morales se ubicó segundo en las elecciones de 2002 y ganó en 2005 con un 54 por ciento, dando inicio a uno de los procesos revolucionarios más profundos de la historia boliviana.
Pero no hay revolución sin sujeto. Las luchas de los indígenas de las tierras altas y bajas empezó a converger en 2004, en el gobierno de Carlos Mesa, y fue en el primer semestre de 2006, poco antes de elegirse a los asambleístas, que salió a la luz el Pacto de Unidad, sin el cual no hubiese sido posible el sujeto constituyente indígena originario campesino. ONG como CEJIS -de donde han procedido varios cuadros del gobierno actual- jugaron un rol importante al facilitar la articulación de subjetividades que se expresaron en varias cosas, incluso en una precaria aproximación en 1994, cuando el presidente liberal Gonzalo Sánchez de Lozada impulsó la aprobación de una nueva ley de tierras con la que se consolidaba la concentración de la tierra en manos de pocos empresarios.
El Pacto de Unidad, que reúne a la Confederación Sindical Unica de Trabajadores Campesinos de Bolivia, a las comunidades interculturales, a las bartolinas, el CONAMAQ y la CIDOB-, ha tenido momentos de tensión, pero la complementariedad de visiones ha posibilitado no solo una articulación de dos ordenes civilizatorios no modernos, sino la aprobación de una Constitución Política del Estado que por su forma y contenidos sienta la condición de posibilidad de la descolonialidad y la construcción de una sociedad no capitalista.
Entonces, hay mucho que perder si el diálogo no se convierte en un arma poderosa para limar diferencias y abrir nuevas perspectivas. El gobierno debe separar la paja del trigo: dialogar con los pueblos indígenas, poner al descubierto a dirigentes -si los hubiera- que apuestan a objetivos personales y desenmascarar a esas ONG -que no implica dudar de otras cuya fuente de financiamiento no es sospechosa- vinculadas a la USAID, que sirven a intereses geopolíticos de los Estados Unidos y que pretenden penetrar y mover -como de seguro tratarán de hacerlo en adelante ante la falta de partidos de derecha- a organizaciones sociales y pueblos cuyas demandas legítimas muchas veces chocan con imposibilidades materiales y constitucionales.
Un distanciamiento dentro del Pacto de Unidad y luego entre los indígenas de las tierras bajas con el gobierno tendrá un impacto no solo simbólico (un gobierno indígena distanciado de una fracción indígena) sino consecuencias políticas que la derecha, vestida de india, no dudará en aprovechar.
Pero quizá el desafío más importante es para el Pacto de Unidad, cuyos dirigentes deberán hacer aportes para remontar la crisis de algunos de sus organizaciones integrantes con el gobierno. La CIDOB ha sido parte activa en la propuesta del Pacto de Unidad a la Asamblea Constituyente y, por tanto, si la conspiración externa no avanza, está conciente de los límites de su demanda. El gobierno, por su parte, tiene un margen de acción mucho más amplio.
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