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Victoria de la sal negra

Fuentes: Ladinamo-Extramuros

El 14 de febrero de 1945, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt recibió en las aguas del canal de Suez, a bordo del crucero militar Quincy, al rey Abdelaziz ibn Saud, fundador del actual Estado de Arabia Saudita. Ibn Saud, que se había ya entrevistado con Churchill, encontró mucho más de su gusto a Roosevelt: […]

El 14 de febrero de 1945, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt recibió en las aguas del canal de Suez, a bordo del crucero militar Quincy, al rey Abdelaziz ibn Saud, fundador del actual Estado de Arabia Saudita. Ibn Saud, que se había ya entrevistado con Churchill, encontró mucho más de su gusto a Roosevelt: porque no fumaba, porque aceptó sin remilgos un café especiado con cardamomo y porque se desplazaba cómodamente en una envidiable silla de ruedas. Tras varios días de viriles galanterías y enconadas negociaciones, ambos estadistas obtuvieron lo que querían. El presidente de EEUU aseguró la hegemonía planetaria para su país durante los siguientes cincuenta años. El rey Ibn Saud recibió como regalo una silla de ruedas (a lo que la generosidad estadounidense añadió, es verdad, el primer avión de la flota saudita, un DC-3 provisto de un trono giratorio que permitía al monarca viajar con el cuerpo siempre orientado hacia La Meca). El pacto del Quincy inició un largo y feliz idilio entre los administradores de la Kaaba y los administradores del mundo; y una inconjurable serie de catástrofes para los habitantes de Oriente Próximo. Alá había guardado un tesoro bajo los pies de los árabes y había que abrirse paso entre ellos para sacarlo de allí: el petroleo.

A través de una cañita la humanidad succiona las entrañas del planeta; lo que la tierra tardó miles de años en elaborar, se lo han bebido los hombres -algunos hombres- de un solo sorbo. Nunca una riqueza empobreció tanto; nunca una bendición maldijo a tanta gente. En la península arábiga y en el golfo Pérsico (y en el conjunto del mundo árabo-musulmán) el petroleo volcó toda la avalancha de su opulencia contra las poblaciones locales: revolcó relaciones sociales milenarias, proletarizó el medio beduino, alimentó la división y la subordinación, imposibilitó la democracia, deformó colonialmente la identidad nativa y generalizó -a favor del «progreso»- una versión sectaria, retrógrada, puritana, fanática y estéril del Islam.

Con estos elementos, ¿se puede hacer una novela? ¿Se puede hacer además una buena novela? La hizo el mejor novelista en lengua árabe, Abderrahman Munif (1933-2004), él mismo víctima de la maldición del petroleo y encarnación mayúscula del destino de la izquierda ilustrada de la región. Despojado de la ciudadanía saudita, apátrida empujado de un país a otro, exiliado temporalmente en Europa, ningún gobierno árabe quiso utilizar sus competencias como economista especializado en recursos petrolíferos. Su compromiso lo convirtió en un estorbo; el dolor de este rechazo y su voluntad de servicio lo convirtieron en escritor. En los años 80, durante una estancia en Londres, se reunió con el escritor pakistaní Tariq Ali, al que confesó el aguijón de su labor literaria: «Estoy convencido de que la novela puede proporcionar una interpretación profunda de la sociedad, más importante incluso que la de cualquier historia oficial. Mi objetivo es escribir novelas que abran los ojos a los pueblos de la región y también ayuden a otros a comprender la naturaleza de nuestras sociedades, la época en que vivimos y el carácter del mundo».

Su gran obra -el gran clásico de la novelística árabe- es la pentalogía Ciudades de sal, de la que por fin una editorial española ha publicado el primer volumen (Bellacqua, Barcelona 2007, traducción de Anna Gil Bardají). En ella asistimos a la penetración de las compañías petroleras estadounidenses en la península arábiga, a la destrucción del oasis de Wadi al-Uyún -Macondo del desierto- y a la salinización material y mental de Harrán y sus habitantes. No es que Munif nos cuente esta Historia -tan ignorada como crucial para la humanidad del siglo XX- sino la historia diminuta, precisa, aparentemente libre, de sus gentes. Son las vidas un poco impresionistas de los personajes las que iluminan el suelo común en el que se disuelven, desarraigados por esta intromisión cuya violencia no perciben o no saben contrarrestar, y a la que se acomodan como a un nuevo accidente del terreno o un nuevo régimen de lluvias. Si Naguib Mahfuz y Abderrahman Munif son los dos grandes novelistas en lengua árabe (los verdaderos fundadores tardíos del género) se debe a que consiguieron precisamente despoetizar y desalegorizar la prosa árabe o -lo que es lo mismo- introducirla en la historia, en la que los árabes -al menos en los últimos siete siglos- se han sentido siempre tan incómodos y de la que han huido una y otra vez, atenazados por la represión y la tradición, hacia el eufemismo, el ensueño y el símbolo. Ciudades de sal es una novela «realista» en el sentido de que produce la realidad (en lugar de reproducirla, como hacen los sueños) y la produce justamente porque respeta el surrealismo inscrito en la realidad que describe y en las fuerzas exógenas que la deforman. En el desierto vivían hombres y mujeres para los que el desierto no era una aventura y para los que el petroleo no era una épica del progreso; Abderrahman Munif nos cuenta de qué pasta estaban hechos y con qué herramientas los deshicieron.