Cabinas que te diseccionan milímetro a milímetro hasta los huesos en busca de metales, líquidos o billetes (Luton y Amsterdan), los sniffers, dispositivos que analizan el aire que rodea nuestra ropa (Zúrich), las huellas dactilares, el iris y la imagen facial (Sidney y Melbourne), rayos X (Moscúú), el análisis del lenguaje corporal (ni sonrojarnos está […]
Cabinas que te diseccionan milímetro a milímetro hasta los huesos en busca de metales, líquidos o billetes (Luton y Amsterdan), los sniffers, dispositivos que analizan el aire que rodea nuestra ropa (Zúrich), las huellas dactilares, el iris y la imagen facial (Sidney y Melbourne), rayos X (Moscúú), el análisis del lenguaje corporal (ni sonrojarnos está permitido no vayamos a ser esposados al instante)… información y datos muy personales que no sabemos que viajes interespaciales van a tomar y en que ficheros van a aterrizar.
El hecho de coger un avión está empezando a colocarnos a todos en una situación de sospecha permanente. A tenor del detallado artículo del pasado fin de semana en El País sobre las nuevas técnicas de seguridad que están al caer en los aeropuertos, no va a haber manera de que llevemos con nosotros el dentífrico, ni siquiera en formato supositorio.
Tanto barullo y explosión presupuestaria en seguridad, convertida ya en una sospechosa y poderosa industria de la vigilancia, no evita el inflamar nuestras mentes con el recelo de que el terrorismo parece inducido por las grandes empresas de seguridad, para a su vez aumentar sus negocio. La amenaza terrorista salta y las tecnologías de la industria de la seguridad ganan terreno. Esta supone hoy el 35% del gasto de los aeropuertos, frente al 5% de hace tan sólo 5 años. Nosotros, pasajeros manoseados, vigilados, espiados en nuestros datos personales, cuando no traspasados por rayos X (que como en el caso del Aeropuerto de Ciudad de México los escáneres reflejaban todas las partes íntimas, situación que fue denunciada).
¿¿Dónde está el limite a nuestros derechos fundamentales y nuestra privacidad?.
Hace pocos días, en el aeropuerto de Gatwick (Londres) estuve a punto de salir en todos los medios de comunicación, pero en el último momento vencieron los demonios de la sensatez y me abstuve de embadurnar con mis costosas cremas antiarrugas la cara de la estreñida agente británica (cuya mirada me traspasaba como si yo fuera el Carlos del nuevo milenio y llevara un detonador en mi dentífrico). Ante el hecho de ver como te arrebatan efectos personales, (con el gasto que ello supone también) y ver tu maleta caóticamente revuelta, el único sentimiento que acude a ti es la impotencia de estar a merced de un «disparo primero y luego pregunto«, de una vigilancia orwelliana. Algunos ciudadanos apuntan que no les importa tanta intromisión (no por nada estamos en la era del exhibicionismo bien alimentado por la tv basura) a los que quizás no importe que les controlen sus llamada telefónicas, ni ser espiados electrónicamente, ni que tengan acceso a sus antecedentes financieros y médicos, o que controlen que libros han leído en su biblioteca municipal.
Lo que me ocurrió a mi no tuvo un solo motivo de sospecha, no quiero pensar si yo perteneciera a un tipo físico más determinante. Eso síí, las empresas de bolsitas de plástico y bolsas precintadas que empezarán a ser obligatorias a partir del 6 de noviembre van a hacer su agosto, especialmente ante las próximas vacaciones navideñas. Y los aeropuertos ya tiemblan ante el caos que se avecina y la perdida de tiempo que supone el tener que presentarse en los mostradores con tres horas de adelanto. Lo cual da pie a reconsiderar los trenes, sobre todo en países con una buena red de trenes de alta velocidad, donde los obstáculos son mucho menores.
Antonio Farriols, presidente de la Comisión por las libertades Informááticas, afirma que «hay una progresiva voracidad de la Administracióón norteamericana por recopilar datos.» Pavor produce leer los 34 que tiene que ceder la Unión Europea a Estados Unidos de cada pasajero que vuele hacia allí. Todo un riesgo para la privacidad y puro alimento para la discriminación.
Michael Ignatieff, ex director del Centro para los Derechos Humanos de Harvard ya dijo que su artículo «La paradoja de la libertad» (The Economist): «Más que el terrorismo en sí, es la respuesta al terrorismo lo que puede hacer daño a la democracia»
Estamos volviendo aquella vigilancia propugnada por el gobierno británico a la población para realizar una constante labor de espionaje: «Si ves algo, di algo», como rezan ya las papeleras en Norteamérica.
Y como postre es el pasajero es el que paga esta «extrema seguridad» en concepto de taxas, y sino permanezcan a la espera.