Con la muerte de 6 personas y la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas de la Normal Rural Isidro Burgos, efectuada por agentes del Estado mexicano (policías, paramilitares, militares y altos funcionarios del gobierno municipal, estatal y federal), se hace visible el carácter específico de éste. Algunos académicos, periodistas e incluso funcionarios del gobierno federal, […]
Con la muerte de 6 personas y la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas de la Normal Rural Isidro Burgos, efectuada por agentes del Estado mexicano (policías, paramilitares, militares y altos funcionarios del gobierno municipal, estatal y federal), se hace visible el carácter específico de éste.
Algunos académicos, periodistas e incluso funcionarios del gobierno federal, como el mismísimo procurador Murillo Karam1, sostienen que nos encontramos ante un estado fallido, debilitado, empedernidamente corrompido e infiltrado por las estructuras del narcotráfico, o sostienen que, estamos ante la falta de un estado de derecho incapaz de garantizar los artículos fundamentales plasmados en la constitución. No obstante, dejaremos esas caracterizaciones superfluas y tendientes a quitarle al Estado la responsabilidad de lo ocurrido de lado, e intentaremos responder por qué lo ocurrido en Ayotzinapa forma parte de una dinámica social concreta, en donde es menester desdibujar la naturaleza violenta, represiva y facciosa del Estado para de esa manera ocultar los intereses a los que responden sus instituciones.
Fue el Estado
La manera en la que se desarrollaron los hechos el día 26 de Septiembre del 2014 nos permite asegurar que todos los niveles del Estado mexicano tenían conocimiento no sólo de lo que estaba ocurriendo, si no de lo que iba a pasar. Básicamente por una razón: ellos mismo fueron los autores intelectuales y perpetradores; al igual que los hechos ocurridos en 1968, 1971, la guerra sucia, 1995, 1998, 2007 y todas las desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, torturas, presos por motivos políticos, amenazas.
La policía, el ejercito, los servicios de inteligencia del Estado y los funcionarios que se encuentran a cargo de las mismas (desde EPN hasta el alcalde de Iguala, pasando por el procurador general de la república y generales del ejercito mexicano), y seguramente, también, los capacitadores gringos que entrenan a grupos paramilitares y policiaco-militares (dentro y fuera del país) en la denominada estrategia contrainsurgente, tenían conocimiento de lo que sucedería. Los testimonios de las víctimas2, el despliegue del discurso con el que las autoridades responsables han explicado los hechos, el tiempo y los mecanismos empleados para abordar los sucesos nos indican que se trata de una estrategia de Estado con un objetivo preciso, respuestas calculadas y costos políticos contemplados.
El semanario Proceso, por su parte, en su número 19893 publica una investigación en donde da cuenta de la participación de elementos de la Policía Federal y del Ejercito Mexicano en los sucesos de Iguala. Ambos cuerpos de seguridad tenían conocimiento puntual y en tiempo real de lo que estaba sucediendo. De igual manera ambas corporaciones enviaron a personal al lugar de los hechos.
La intención del Estado mexicano de responsabilizar al «crimen organizado», como si éste fuera un ente ajeno e independiente del Estado, por los hechos ocurridos nos permite ver no sólo el cinismo de quien comete un acto vil y se niega a reconocerlo, sino el recurso que el Estado ha empleado como política de control y represión desde el sexenio pasado.
Se pretende hacer creer que el «crimen organizado» es un grupo de delincuentes que se han organizado para llevar a cabo sus actividades ilícitas al margen del Estado y sus instituciones. Al mismo tiempo, se nos dice, han logrado tal nivel de poder que han infiltrado las honorables instituciones. De allí que haya una parte de «funcionarios malos» que al tener vínculos con la «delincuencia organizada» y servir a sus intereses, deben ser sancionados y removidos.
Sin embargo, el enfoque que pretende explicar la economía criminal como una anomalía generada por ciertos grupos que operan al margen de la legalidad no logra comprender que es precisamente el Estado quien, no solamente protege a los diferentes grupos dedicados a las diversas ramas de ésta economía, sino que es él mismo el que la gestiona. Para ello hace uso de los aparatos coercitivos con los que cuenta (ejercito, policía) y además, con capacitación de USA e Israel, arma, financia y entrena a grupos paramilitares para la protección de dicha economía.
No es casual que la economía ilegal que opera en México esté estrechamente ligada al tráfico, no sólo de drogas y de armas, sino también a la extracción y venta de recursos naturales que por la vía legal el Estado mexicano no puede realizar. Conocidos son los casos de generales del ejercito mexicano y funcionarios públicos que lideran directa o indirectamente a los diferentes carteles o grupos. Todos ellos con la anuencia y supervisión de la DEA y de la CIA.
Es bajo el pretexto del combate al tráfico de drogas, cuya ganancia se estima en unos 800 mil millones de dolares anuales en todo el mundo4, y cuyo principal mercado es el estadounidense, que el Estado mexicano implementó desde el sexenio pasado el plan elaborado por USA llamado «Plan o Iniciativa Mérida», cuyo monto hasta la fecha, según cifras oficiales de la embajada de USA en México, asciende a 1.2 mil millones de dolares en equipo y entrenamiento.5 Desde su firma en 2008 hasta la fecha los niveles de violencia, violación a los derechos humanos, represión selectiva, criminalización de la protesta social, militarización y paramilitarización han aumentado exponencialmente, quedando en evidencia los fines y los resultados de dicha Iniciativa.
No resulta casual que éste tipo de planes se establezcan en países en dónde los recursos naturales son considerados como estratégicos y como asunto de «seguridad nacional» para el gobierno de los USA. Tampoco resulta casual que lo sucedido en Iguala se haya realizado en un contexto en donde las reformas neoliberales se han terminado de aplicar pese a las diversas manifestaciones de repudio.
Crimen y violencia de clase
Los sucesos de Iguala expresan no sólo una política de Estado que protege los intereses de la burguesía trasnacional y nacional, sino de igual manera, expresa en toda su crudeza la configuración clasista de la sociedad. Las masacres de los años recientes, la desaparición forzada de luchadores sociales, los presos por motivos políticos, las ejecuciones extrajudiciales, tienen una cosa en común: sus víctimas son personas que debido a la situación de injusticia, precariedad, expoliación, privatización y explotación que priva en sus comunidades han emprendido procesos organizativos de resistencia y de lucha en contra de las políticas que el Estado mexicano implementa.
Organizaciones indígenas y campesinas, trabajadores, activistas defensores de los derechos humanos, estudiantes indignados, son las principales víctimas de la violencia desatada en los últimos años. No se encontrará una política sistemática represiva que atente contra los grandes empresarios que invierten en México, ni tampoco contra los guardianes y defensores de dichos intereses que se encuentran en la cámara de senadores y diputados o que duermen en los cuarteles militares.
Si sostenemos que el neoliberalismo, como dice David Harvey6 en su análisis sobre éste, es un proceso político para restaurar o crear el poder de clase, es decir de la clase capitalista, podremos observar que la política implementada por el Estado mexicano durante los últimos 30 años ha desmantelado los derechos de los trabajadores mexicanos, al mismo tiempo que ha permitido la expoliación de los recursos naturales ubicados en comunidades indígenas o campesinas. Todo ello para el beneficio de las empresas extranjeras y nacionales que logran con esto tasas más altas de ganancias y de explotación.
Así pues, la violencia que se ha instalado en la sociedad mexicana proviene de una política específica encaminada a asegurar la reproducción del capital y el saqueo sistemático del país y sus recursos.
«Fue el Estado» reza la consigna y no se equivoca. La violencia tiene un origen y beneficia a una clase. «Fue el Estado» porque el Estado responde a la dinámica de acumulación del Capital.
Notas
1Véase la entrevista realizada por Loret de Mola en donde el Procurador expresa, «Esto es una debilidad brutal del Estado de Derecho. .. Está ya el Ejército, la Marina, la Policía en el lugar para restaurar el Estado de Derecho que estaba perdido ya en esa zona».
2Donde señalan la participación y la forma de actuar no sólo de los policías sino de los militares.
3Véase la revista Proceso, número 1989, «La verdadera noche de Iguala.».
4Según la cifra calculada por el Fondo Monetario Internacional
5Véase http://spanish.mexico.
6Harvey, David. Breve historia del Neoliberalismo, Akal, España, 2007.
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