El tribunal que lo juzgó lo halló culpable de siete asesinatos, 41 secuestros y 31 casos de tortura, en el marco del genocidio que tuvo lugar durante la última dictadura militar. Sin embargo, Christian Von Wernich, no es una «anomalía» dentro de la Iglesia argentina, sino más bien una consecuencia lógica de una matriz ideológica […]
El tribunal que lo juzgó lo halló culpable de siete asesinatos, 41 secuestros y 31 casos de tortura, en el marco del genocidio que tuvo lugar durante la última dictadura militar. Sin embargo, Christian Von Wernich, no es una «anomalía» dentro de la Iglesia argentina, sino más bien una consecuencia lógica de una matriz ideológica que fue llevada hasta sus últimas consecuencias.
Desde los años treinta, tiempos de restauración conservadora, la Iglesia y el Ejército forjaron una alianza inquebrantable. Instituciones de «orden» por excelencia, su máxima preocupación pasó por contener la protesta social y acabar con las ideologías de izquierda. Una manera común de concebir la nacionalidad, en donde la religión católica adquirió un lugar central, les resultó de gran utilidad para delimitar las fronteras entre un supuesto «ser nacional» y los «enemigos de la patria».
Cuando las Fuerzas Armadas ocuparon el poder estatal el 24 de marzo de 1976, las máximas autoridades de la Iglesia católica apoyaron el golpe. Los obispos estaban convencidos de que el nuevo gobierno militar sería una barrera que pondría fin al avance de las ideologías de izquierda. Además, no eran pocos los que pensaban que el «disciplinamiento social» que los militares prometían sería fundamental para aislar y desarticular a aquellos sectores eclesiásticos que se habían vinculado activamente a las organizaciones populares y que habían experimentado un rápido crecimiento, como el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM).
Algunos de los máximos representantes de la jerarquía católica, como los obispos Tortolo y Bonamín, a la sazón jefes del Vicariato Castrense, legitimaron con argumentos teológicos el plan sistemático de exterminio pergeñado por los militares. Meses antes del golpe, en septiembre de 1975, el provicario del Ejército, monseñor Bonamín, se refería a la acción represiva que se estaba desplegando en la provincia de Tucumán afirmando que «cuando hay derramamiento de sangre hay redención», y que «Dios está redimiendo, mediante el Ejército, a la nación argentina». En reiteradas ocasiones estos obispos -y otros, como José Miguel Medina, de Jujuy- se refirieron a la «lucha antisubversiva» como «una guerra santa en defensa de Dios y en contra de los enemigos de la patria».
Es importante señalar que monseñor Tortolo no era cualquier obispo: en el momento del golpe era el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina y había sido colocado en ese lugar por el conjunto de los obispos reunidos en la Asamblea Plenaria del Episcopado.
La fecha en la que Tortolo accedió, mediante la elección de sus pares, al más importante cargo ejecutivo de la Iglesia argentina resulta por demás significativa. En 1970 la dictadura militar de Onganía se encontraba herida de muerte, la sociedad argentina estaba experimentando un nuevo ciclo de luchas populares y en el seno de la Iglesia crecían y se multiplicaban las corrientes posconciliares.
¿Es posible analizar la figura de Von Wernich, como la de tantos otros capellanes denunciados por los sobrevivientes de los campos de concentración de la dictadura, sin tener en cuenta, entre otros elementos, las fuertes afinidades ideológicas y de clase que ligaban a la Iglesia y a las Fuerzas Armadas?
Los casos de participación de miembros de la Iglesia en la estructura represiva son lo suficientemente numerosos como para que la teoría de las «ovejas descarriadas» se derrumbe como un castillo de naipes.
Tortolo, Bonamín y Medina, obispos todos ellos, eran frecuentes visitantes de los campos de concentración de la dictadura. Al igual que Von Wernich, otros capellanes castrenses participaron activamente en la represión. Emilio Mignone señala que los padres Mackinon y Astigueta, capellanes del Ejército y de la Fuerza Aérea en Córdoba, confesaban a los prisioneros antes de que fueran fusilados, y que el padre Gallardo, que frecuentaba a quienes estaban secuestrados en «La Perla», llegó a manifestarle a un detenido que «sólo era pecado torturar durante más de 48 horas».
La lista no se termina allí: el padre Rubén Ala, de la orden de los salesianos, era un confidente de los servicios de inteligencia, dictaba cursos «sobre la infiltración comunista» y sostenía que el obispo Angelelli era la punta de lanza de la penetración marxista dentro de la Iglesia,[1] en tanto que el padre Francisco Priorello fue denunciado por una sobreviviente del campo de concentración que funcionaba en Campo de Mayo, quién sostuvo que el capellán participó de los interrogatorios mientras la torturaban.[2]
El clero castrense, ligado orgánicamente a las Fuerzas Armadas a través del Vicariato, desempeñó un papel clave dentro de la estructura represiva montada por las Fuerzas Armadas.
En primer lugar, muchos capellanes brindaron información a los servicios de inteligencia de cada una de las armas y fuerzas de seguridad. Los propios documentos internos de las Fuerzas Armadas hacían referencia a la «inestimable colaboración del clero castrense para detectar problemas de carácter subversivo en los que pudieran estar involucrados miembros del clero». También hubo sacerdotes que fingían colaborar con los familiares de las víctimas con el objetivo de sustraer información.
En «La noche de los lápices» y en «Garage Olimpo» hay dos escenas casi calcadas, donde un sacerdote oculto tras un confesionario tomaba los datos de los familiares de los desaparecidos. Un tanto estereotipadas, esas imágenes surgieron de decenas de testimonios de familiares de las víctimas, que acudían a la Iglesia en busca de ayuda y entregaban información de todo tipo. El secretario privado de monseñor Tortolo, Emilio Graselli llegó a acumular un fichero con los datos de más de mil quinientas personas que denunciaban secuestros y desapariciones.
Un segundo aspecto tuvo que ver con la legitimación del accionar represivo. En la estructuración de un enorme dispositivo de aniquilamiento del opositor político como el que tuvo lugar en la Argentina, resultó imprescindible la producción de ciertas «imágenes del mal» que contribuyeron a reforzar la cohesión grupal de las fuerzas represivas.
Los capellanes fueron claves en este sentido, al igual que al momento de reconfortar espiritualmente a quienes participaban en los secuestros y torturas: «cuando teníamos dudas, nos dirigíamos a nuestros asesores espirituales, y estos nos tranquilizaban» , sostuvo un alto oficial de la Marina de Guerra. Numerosos testimonios prueban el empeño de los capellanes al momento de encontrarle una «explicación cristiana» a los métodos utilizados, ya que «incluso en la Biblia estaba prevista la separación del yuyo del trigal».
Los rosarios que colgaban del cuello de los torturadores, la presencia de cruces e imágenes religiosas en el interior de los campos de concentración y la continua referencia a los «enemigos de Dios y de la Patria» en los interrogatorios, ponen de relieve la importancia del factor religioso en la legitimación de la metodología represiva utilizada.
Von Wernich no es una oveja descarriada, como pretende la jerarquía de la Iglesia católica, sino el subproducto -uno de los más aborrecibles- de una Iglesia que se construyó durante décadas en una matriz reaccionaria, integrista y profundamente intolerante.
Martín Obregón es Historiador, investigador, autor de Entre La Cruz y la espada.
Notas
[1] Mignone, Emilio, Iglesia y dictadura, Buenos Aires, Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986, p. 32 y 33.
[2] Se trata de Iris Avellaneda. Cr. Revista La Maga, 29 de enero de 1995.