No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. El próximo domingo 2 de junio el pueblo de México está convocado a ejercer su derecho ciudadano al voto en unos comicios federales que –estos sí– hasta el momento son los más grandes de la historia, y también unos de los más trascendentes.
Lo primero, no sólo por lo mucho que han crecido la población, en general, y el padrón electoral, en particular, sino, asimismo, porque, derivado de la implementación, desde hace varios años, de un conjunto de reformas y de ajustes técnicos en materia político-electoral, este 2024 han terminado por converger, en un mismo día, varias elecciones en los ámbitos municipal, estatal y federal: 20,079 cargos públicos en total, incluyendo la presidencia de la República, 128 senadurías, 500 diputaciones, 8 gubernaturas y una jefatura de gobierno, aunado a varios congresos locales y regidurías.
Lo segundo, por supuesto, debido a que, dadas las tensiones políticas que deja tras de sí el obradorismo entre los diferentes bloques ideológicos que se disputan el control del gobierno y la dirección del Estado mexicano, este año, como en ningún otro en la historia reciente del país (salvo, quizá, el 2006, cuando el calderonismo le robó al pueblo de México una elección y la posibilidad de sumar al país a la primera ola progresista del continente americano en el siglo XXI ), queda claro que lo que está en juego es mucho más que un mero reparto de cargos de elección popular entre unas élites y otras, habida cuenta de que de fondo se halla la confrontación directa entre dos proyectos de nación: uno indefectiblemente decantado por dar continuidad a la construcción de una sociedad con más y mejores derechos y libertades, más democrática, más igualitaria y con un mayor grado de justicia social; y otro o bien obsesionado con desmantelar lo conseguido a lo largo de estos seis años de obradorismo y restaurar viejos privilegios (materiales y simbólicos por igual) o bien empeñado en hacer avanzar un régimen mucho más cargado hacia la derecha de lo que lo estuvo el bipartidismo de finales del siglo XX y principios de XXI.
Atendiendo a estas coordenadas de la disputa política y cultural contemporánea, pues, queda claro que, por lo menos para ciertas élites empresariales, políticas, cultuales, intelectuales, etc., y para amplios sectores populares, no es menor la apuesta que está en juego ni baladí el futuro que se arriesga. Cobrar conciencia de ello, en última instancia, es lo que ha impulsado que, en días recientes, se agudizara aún más una discusión que si bien ha estado presente en el debate público desde que comenzaron las campañas electorales hace un par de meses, ha sido hasta apenas en estos días inmediatamente previos a las votaciones que ha adquirido toda su importancia, dimensión y magnitud reales. A saber: el debate sobre la configuración de los pesos y los contrapesos entre los tres líderes de la Unión y la naturaleza de las relaciones que establecerán entre sí a lo largo de, por lo menos, los siguientes tres años (en el entendido de que la Cámara de Diputados y Diputadas, así como un puñado de gubernaturas, habrán de renovarse a la mitad del próximo sexenio, alterando, nuevamente, las correlaciones de fuerzas en ejercicio del poder político).
Partiendo del reconocimiento de que, de los tres poderes federales (replicados proporcionalmente en escala estatal, para cada una de las 32 entidades federativas), únicamente dos de ellos son conformados a través de la elección de sus titulares por la vía del voto popular (la naturaleza conservadora del poder judicial lo exime de esta responsabilidad), uno de los ejes de discusión que más ha contribuido a dividir opiniones entre las izquierdas, el progresismo y hasta entre ciertos círculos del histórico liberalismo de centro (no así entre las derechas) es aquel en el cual se confrontan las posibilidades de dividir el voto entre una presidencia salida de las filas del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) y un Congreso dentro del cual ni este partido, en solitario, ni sus aliados de coalición, sean capaces de mayoritear a las bancadas legislativas de oposición (sobre todo al momento de hacer avanzar reformas constitucionales, para las cuales se requiere de una votación a favor de dos terceras partes en cada Cámara y su aprobación por la mayoría de los treinta y dos Congresos locales; de ahí la necesidad, para MORENA, de contar con mayorías en ambos poderes y en los dos niveles de gobierno).
En términos formales, es decir, de la composición final que se espera conseguir en cada poder y del tipo de relación que se desea que surja entre ellos al arrancar el siguiente sexenio (o por lo menos entre los dos electos por sufragio), para MORENA la ecuación general es relativamente sencilla: hacerse con las titularidades de los poderes ejecutivos nacionales, estatales y municipales y conformar bancadas legislativas mayoritarias en los congresos nacional y locales, motu proprio y a través de su coalición con el Partido del Trabajo (PT) y ese que dice ser el Partido Verde Ecologista de México (PVEM). El fundamento de ello es elemental: para que los poderes ejecutivos en cada nivel de gobierno puedan hacer efectivamente su trabajo, estos requieren del respaldo legislativo. En un gobierno dividido, por lo contrario, en cualquier caso puede suceder una parálisis: ya sea porque los ejecutivos salidos de las filas de MORENA podrían no contar con las herramientas legislativas necesarias para movilizar su proyecto de gobierno o porque, aun siendo mayoría legislativa, para MORENA, un ejecutivo salido de un partido distinto no garantizaría, en absoluto, que se gobierne en el mismo sentido dictado por las leyes que promueva.
Para la oposición, esta ecuación es mucho más compleja por dos razones (más allá del hecho de que, idealmente, desea exactamente lo mismo que MORENA por razones idénticas: controlar ambos poderes en ambos niveles de gobierno para hacer efectivo su proyecto de nación). A saber: en principio, porque la condición de debilidad en la cual se encuentran estos partidos (PAN-PRI-PRD) y sus bases sociales de apoyo les obliga a priorizar y a concentrar esfuerzos ahí en donde ello les permita eficientar recursos y maximizar resultados. En segundo lugar porque, al tener que priorizar y concentrar esfuerzos en competencias acotadas, cada espacio electoralmente descuidado supone, para ellos y sus dirigencias, la pérdida de un coto de poder insustituible por las victorias conseguidas en otro espacio. Perder en el terreno de lo local, por ejemplo, les restaría capacidad de movilizar a sus bases sociales de apoyo e, inclusive, les privaría de acceso a sus históricas clientelas electorales, forjadas al calor del uso discrecional de programas sociales y de la intervención –igual de arbitraria– en el ámbito más inmediato de contacto de la ciudadanía con la política mexicana: la de la infraestructura y de los servicios estatales y municipales de los cuales depende una parte fundamental de su vida cotidiana. Una derrota a nivel federal, en cambio, les supondría perder recursos presupuestales y, también, presencia en el principal foro de discusión política con incidencia en las preferencias electorales de todo el país.
Teniendo en mente todo esto, para la oposición a MORENA las alternativas son, por lo menos, tres: en el mejor de los casos, se trata de conseguir mayorías parlamentarias en ambas Cámaras del Congreso federal; en el peor, o bien hacerse con mayorías en los congresos locales o bien alcanzar, por lo menos, a conquistar alguna de las dos Cámaras de la Unión (siendo prioritaria la de Diputados y Diputadas, en virtud de su rol fundamental en ciertas materias que son de su competencia constitucional directa y exclusiva, como lo son los temas presupuestarios, la declaración de procedencia de juicio político contra servidores públicos, fiscalizar la cuenta pública y aprobar el Plan Nacional de Desarrollo que someta a su consideración quien ejerza la presidencia del país).
En cualquiera de estos tres escenarios poselectorales perseguidos con desesperación por la oposición a MORENA, no sobra insistir, el objetivo prioritario es conseguir, además de su propia supervivencia política como oposición un sexenio más de la 4T, bloquear o por lo menos dificultar –arrancándole concesiones al partido fundado por Andrés Manuel en donde éste no alcance las mayorías legislativas necesarias para pasar sus reformas– los cambios legales, constitucionales e institucionales que impulse la previsible sucesora de López Obrador en la presidencia de México, Claudia Sheinbaum. Pero esto, por supuesto, no sólo porque la oposición ha hecho de su antiobradorismo la médula ósea de su identidad partidista en tanto que oposición sino, además y sobre todo, por la capacidad que muchas de esas reformas tendrían para fracturar aún más algunos de los pilares sobre y alrededor de los cuales fue montado y operó durante casi un siglo el viejo régimen autoritario que engendraron el partido de Estado (el PRI) y su cultura política singular (y del cual también se sirvió el panismo cuando tuvo oportunidad).
Queda claro, pues, que, tanto para la oposición a MORENA como para los sectores más recalcitrantes de la 4T, las apuestas son claras y el juego es uno con reglas de suma cero, en el que lo ganado por un bando se convierte, en automático y mecánicamente, en una pérdida para el otro. Dentro del propio obradorismo, de ese fenómeno de masas amplísimo y abigarrado que es la 4T y dentro, también, de las filas de las bases sociales de apoyo propias de Claudia Sheinbaum, sin embargo, no todo parece estar resuelto ni claramente definido, en la medida en la que las preocupaciones por concederle a MORENA, en las urnas, una victoria completa parece estar levantando serias dudas sobre las consecuencias que ello acarrearía para la siguiente administración.
No lo dicen abiertamente, como sí lo hace la oposición, que en últimas fechas ha hecho de la bandera del antiautoritarismo su más reciente fijación política e ideológica. Sin embargo, algunas de estas objeciones ante la posibilidad de un triunfo unitario de Sheinbaum y de MORENA en las votaciones, en realidad se acercan mucho a esa idea de que, si no se divide el voto en 2024 y no se confronta a la presidencia de Sheinbaum con contrapesos legislativos (federales o locales, pero sobre todo federales), lo que podría estar ocurriendo los siguientes seis años sería la reedición de ese viejo super presidencialismo de autoría material e intelectual priísta, en el que un único individuo (el titular del poder ejecutivo federal), concentraba en su persona todos los poderes del Estado, lo mismo los constitucionales que los metaconstitucionales, prácticamente sin oposición alguna (además de ser, dicho sea de paso, el líder indiscutible del partido y también, por qué no, de las estructuras corporativistas por medio de las cuales se dominó a los movimientos popular, obrero y campesino). ¿Cuánto de verdad, no obstante, hay en estas afirmaciones?
Haciendo a un lado, por el momento, los posicionamientos más dogmáticos al respecto (aquellos que sencillamente postulan la división formal de poderes porque así ha sido tradición en la teoría política occidental clásica, nacida en los siglos XVII y XVIII, pero sin entrar a discutir a profundidad cómo opera realmente esa supuesta división en la vida contemporánea de las sociedades americanas), en general, la más recurrente de las preocupaciones que despierta una victoria total de Sheinbaum y de MORENA en los próximos comicios tiene que ver con la idea de que, en los hechos, el régimen que vendría a sustituir al actual gobierno de López Obrador no se diferenciaría mucho de lo que en su momento fueron el PRI y el Estado posrevolucionario del siglo XX. De entrada, es claro que la analogía en cuestión es falsa en por lo menos dos de sus aspectos elementales: por un lado, en la asimilación de un movimiento de masas profundamente heterogéneo y con un grado mínimo de corporativización (MORENA) con lo que en su momento fue un partido en toda regla (el PRI) que hizo de la disciplina militar su más clara seña de identidad en el reparto del poder. Al respecto, MORENA, por ejemplo, ni por error cuenta con las estructuras partidistas y sindicales (la CNC, la CNOP y la CTM) que al priísmo le permitieron gestionar la conflictividad social a lo largo de todo un siglo. En segunda instancia, aunque en el seno de la 4T aún se siguen replicando algunos códigos de la vieja cultura política del priísmo, en su parte medular, es otra la cultura política que vienen reproduciendo el partido, en particular; y la 4T, en general; en la construcción de su propia hegemonía.
Todo lo cual, dicho sea de paso, se superpone con el hecho de que, aun siendo gobierno (y aun con un personaje tan carismático y políticamente poderoso como lo es López Obrador, al frente de la presidencia), MORENA, el obradorismo y la 4T a menudo estuvieron en una posición de debilidad frente a poderes estatales (como el judicial) y fácticos (como los medios corporativos de comunicación y sus camarillas de intelectuales orgánicos o los grandes capitales nacionales y transnacionales y sus amplísimas capacidades para ejercer presiones económicas y financieras) que se comportaron como sus más férreas oposiciones. Que a lo largo de estos seis años (2018-2024) ni siquiera López Obrador fuese capaz de hacer avanzar reformas constitucionales importantísimas como la político-electoral, la del poder judicial, las relativas a los monopolios corporativos y las tendientes a renacionalizar lo que a lo largo de los últimos cincuenta años fue privatizado es, ni más ni menos, prueba evidente de ello y de que ser gobierno no garantiza una posición de fortaleza.
Ahora bien, aquí por supuesto, la objeción que esgrimen las posturas favorables al voto dividido en cualquiera de sus configuraciones es que, precisamente, lo que estaría en riesgo, para el próximo sexenio, es precisamente eso: la vida del resto de los contrapesos que, a lo largo de este gobierno, impidieron que Andrés Manuel concentrase en la presidencia de la República aún más poder del que llegó a centralizar a lo largo de su mandato. El problema acá, sin embargo, radica en lo que este tipo de posicionamientos políticos asumen que tendría y que debería de ser la solución. Y es que, en efecto, seguida hasta sus últimas consecuencias, esta lógica de razonamiento del voto para conseguir supuestos gobiernos de coalición (vía la negociación entre adversarios) y/o una formal división de poderes que garantice que entre sí se contrapesarán, en el contexto actual, a lo único que conduce es a la defensa del voto en favor de aquellos partidos que, a lo largo de todo el sexenio de AMLO se opusieron con intransigencia a todo cuanto implicase la construcción de una sociedad más libre, más igualitaria, más democrática y socialmente justa.
De hecho, mientras MORENA contó con mayorías aplastantes, en los tres primeros años de la actual administración federal, algunos partidos de oposición tuvieron que negociar y consensuar su respaldo a la 4T por pura supervivencia política. Pero en cuanto aquellos redujeron la capacidad de MORENA de mayoritearlos en el Congreso de la Unión, (del 2021 a la fecha) y tuvieron oportunidad de ampliar sus propias bancadas legislativas, su intransigencia fue prácticamente marcial, aunque ello significara acotar los derechos de las mayorías, sostener y defender viejos privilegios de unas cuantas minorías y, por supuesto, sacar a la luz lo más virulento de su clasismo, su racismo y su sexismo.
Así que, inclusive si una ciudadana o un ciudadano mexicanos, de a pie, deciden cerrar los ojos y sencillamente obviar, ignorar u olvidar la larga historia de abusos, de corrupción y de violencia que acompañó al priísmo durante todo el siglo XX (y aun durante el XXI) o la más breve, pero más sangrenta y rapaz, que avino cuando el Partido Acción Nacional ejerció la titularidad de la presidencia de la República (2000-2012), aun así, juzgando a ambos institutos políticos únicamente por sus dichos y por sus hechos a lo largo del sexenio que está por concluir, la verdad de las cosas es que, pedir un voto dividido contra MORENA y en favor de los partidos de la oposición es pedir no sólo que se mantenga con vida a sus respectivas élites y dirigencias sino, asimismo, que se les vuelva a considerar como una oposición partidista legítima, merecedora de la confianza del pueblo de México, a pesar de que una y otra vez, en los últimos seis años, operó en contra de sus intereses. Y, por supuesto, también es pedir que, aun sabiendo que su agenda política para el siguiente sexenio es la de desmantelar todo lo que hasta el momento haya logrado construir o reformar la 4T, se vote a favor de ello; es decir, en el mejor de los casos, en favor de la parálisis absoluta del poder ejecutivo federal; en el pero, en favor de una reversión de los cambios hechos, peor aún faltos de madurez.
La apuesta, por ello, sencillamente no hace sentido al provenir de un sector adepto a una presidencia de Sheinbaum. Y es que, si bien es verdad que cualquiera puede apelar a que un gobierno dividido obligaría a todas las partes a correrse hacia el centro político-ideológico (evitando los extremos) y negociar en favor de sus intereses compartidos para convertir el juego de suma cero en uno de suma no cero (en el que todas las partes lleguen a ganancias relativas satisfactorias, en lugar de absolutas), lo que aquí no habría de perder de vista es que, cuando el PRI y el PAN tuvieron oportunidad de negociar en los años recientes, sencillamente no lo hicieron y, en cambio, hasta se atrevieron a decretar una veda legislativa para no votar ninguna iniciativa presidencial de MORENA. En los pocos casos en los que negociaron, por otro lado, queda claro que las necesidades de la población no fueron una prioridad como si lo fueron el garantizar cierto grado de impunidad (o por lo menos de no persecución judicial) de viejos priístas y panistas con cuentas pendientes ante la justicia mexicana. Ahí están los Cabeza de Vaca, los Moreira, los Anaya, los Peña Nieto, los Caderón Hinojosa y un largo etcétera.
La pregunta aquí, por tanto, de cara al juicio de la historia que se cierne sobre el comportamiento y la actitud que asumieron los partidos de la oposición en los últimos seis años, es si a sus planteamientos, propuestas y programas cada vez más reaccionarios y cada vez más desplazados hacia los extremos de la derecha en verdad se los puede considerar como un contrapeso legítimo ante los ojos y las necesidades del conjunto de la sociedad. Después de todo, no se debe obviar que, en abstracto, todo contrapeso se reduce a nada. Y por eso, en abstracto, hasta el fascismo sería defendible con tal de evitar la victoria total de una izquierda cualquiera, radical o moderada. De ahí que ningún debate sobre la necesidad de un gobierno dividido deba darse en el vacío y sí, en cambio, poniendo en perspectiva cuál es el proyecto de nación que desea materializar esa oposición por medio de la cual se busca hacer contrapeso a la fuerza política y partidista dominante, para saber si es deseable o no que gane fuerza, adherencia, simpatías y militancias.
En tiempos en los que a lo largo y ancho de América y de otras partes del mundo los espectros de las extremas derechas se han venido fortaleciendo cada vez más (sin que México sea la excepción) y, sobre todo, en un contexto nacional en el que ya hasta las viejas élites intelectuales que antaño se ufanaban de ser la conciencia moral, cultural e intelectual de un México mayoritariamente ignorante y pobre se han atrevido a justificar la necesidad de un golpe de Estado técnico en contra de Sheinbaum (inclusive si la candidata de MORENA gana por más de diez puntos porcentuales de diferencia en los comicios próximos), prestar menos atención al aspecto formal de la división de poderes y más a los modos en los que ésta realmente opera (o no) y al contenido ideológico, político, económico, cultural, etc., que la animan es, hoy, fundamental para no quedar atrapados y atrapadas en la fugacidad de la coyuntura electoral y sí, en cambio, pensar en el largo plazo, en proyectos de nación transexenales.
MORENA y la 4T, por su parte (pues el obradorismo se cuece aparte) para verdaderamente honrar, en lo sucesivo, lo que significaría un triunfo unitario de su plataforma política en las próximas elecciones, lo primero que tendría que atender es la imperiosa necesidad de que se forme cuadros políticos e intelectuales nuevos; cuadros propios porque, eventualmente, seguir haciendo del partido un cobijo para personajes impresentables de otros institutos políticos será insostenible no sólo en términos de la legitimidad con la cual contarán el partido y el movimiento para seguirse presentando como una alternativa al viejo régimen bipartidista (PRI-PAN) sino, además, en términos de lo que significaría el haber convertido al Movimiento de Regeneración Nacional en una plataforma de lanzamiento de nuevas fuerzas políticas opositoras, sólo que ahora enjuagadas y con el rostro lavado por su paso por las filas del morenismo. Además, en MORENA y en la 4T tienen que verdaderamente comprender que las alianzas estratégicas y los votos que éstas cultiven, más allá de si se traducen o no en cargos públicos para viejos y viejas priístas y panistas conversos y conversas en morenistas, no son ni pueden ser cartas en blanco exigidas a su electorado. Hoy, la coyuntura por la cual atraviesan el partido y el movimiento pueden justificar ese tipo de amasiatos, pero mañana ya no.
Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México.
@r_zco
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