Dado que los canarios son animales más sensibles que los humanos a gases tóxicos como el monóxido de carbono, el metano, y el dióxido de carbono, antiguamente eran usados como señal de alerta en las minas de carbón. Si el canario se veía afectado por los gases, era cuestión de (más bien poco) tiempo antes […]
Dado que los canarios son animales más sensibles que los humanos a gases tóxicos como el monóxido de carbono, el metano, y el dióxido de carbono, antiguamente eran usados como señal de alerta en las minas de carbón. Si el canario se veía afectado por los gases, era cuestión de (más bien poco) tiempo antes de que la toxicidad fuera un peligro para los mineros. De la misma manera, el whistleblower -que en inglés literalmente quiere decir aquel que hace sonar el silbato- cumple la función de alertar a la sociedad civil de que se ha cometido una falta moral grave, falta que a menudo se traduce en un peligro para la comunidad. Pero hay una diferencia muy importante entre los canarios y los whistleblowers: mientras que a los primeros nadie les preguntó si querían arriesgar su vida por el beneficio de otros, los segundos actúan de manera voluntaria, a sabiendas del sacrificio que supondrá delatar a instituciones poderosas. Los delatores podrían no serlo, y sin embargo deciden hacer lo correcto bajo su propio riesgo.
Edward J. Snowden, antiguo empleado de la CIA y exconsultor de la NSA (la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense) que ha destapado el «estado de vigilancia» estadounidense, se ha convertido en los últimos días en el eslabón más reciente de una larga cadena de informantes que a través de la historia han sido los guardianes morales de la democracia ante las instituciones de poder que han utilizado la opacidad a su favor y en contra del interés público.
El elemento más característico de los whistleblowers es su capacidad de indignación moral. Igual que los canarios son más sensibles que los mineros, los whistleblowers parecen tener una sensibilidad moral más aguda que el resto de sus compañeros. En su libro The Art of Moral Protest (El Arte de la Protesta Moral), el sociólogo James Jasper explica el proceso por el que una persona decide convertirse en informante. La primera fase la constituye el momento del shock moral en el que el futuro informante se da cuenta de la incorrección moral cometida y se considera cómplice de esa falta por trabajar en la institución que la comete. Después sigue una etapa de protesta privada en la que la persona intenta arreglar el problema desde dentro, hablando con las personas adecuadas en la institución y con la esperanza de que la falta se haya cometido por error y haya voluntad para remediarla. Si la protesta privada falla, y se vuelve evidente que la incorrección moral no es un error, la única alternativa que queda es la protesta pública.
Gran parte de la legitimidad de los whistleblowers proviene del acto de denuncia pública como un acto moral por excelencia. La mayor satisfacción del denunciante es hacer lo correcto, ofrecer a la sociedad civil la información que merece y la oportunidad de protegerse de un peligro y de reclamar justicia. Los detractores y escépticos (que sin falta incluyen a los representantes de la institución acusada) dirán que lo que busca el delator es fama, pero hay que tomar en cuenta que el precio que se paga por unos minutos (los que sean) de fama es altísimo. ¿Tú estarías dispuesto a convertirte en el enemigo de las agencias de inteligencia más poderosas e impunes del mundo por salir en los periódicos? Además, la fama nunca está garantizada, pues en primer lugar no es raro que a los delatores se les ignore hasta el fin de sus días, y en segundo lugar la mayoría de los casos de denuncia no atraen demasiada atención mediática.
En el mejor de los casos el delator perderá su trabajo y la posibilidad de volver a trabajar en la industria a la que delató. Es un cambio de vida radical. Los escenarios menos optimistas incluyen el tener que dejar a sus familias, la huida perpetua, la cárcel, y la muerte. El documental War on Whistleblowers (La Guerra contra los Delatores) retrata bien cómo las instituciones pueden destruir la vida de los denunciantes. Por mencionar dos ejemplos particularmente famosos, en el momento en el que se escribe este artículo, Bradley Manning, el soldado estadounidense que filtró documentos clasificados sobre las guerras de Afganistán y de Iraq (incluyendo vídeos de ataques contra civiles), se encuentra en medio de un juicio militar, acusado de 22 crímenes, y Julian Assange, el fundador y editor de WikiLeaks, cumple un año sin poder poner un pie fuera de la embajada de Ecuador en Londres, en donde se encuentra refugiado.
¿Y por qué están dispuestos los whistleblowers a perderlo todo? Porque, como dio a entender en una entrevista reciente Hervé Falciani -el informático de HSBC refugiado en España que ha prevenido sobre las prácticas de evasión fiscal de los bancos- la lucha es más importante que su vida individual, y esa lucha «se puede ganar». Dada la motivación principal de los delatores, el mayor miedo de Edward Snowden no es de sorprender: «Que no cambie nada, que la gente (…) no esté dispuesta a arriesgarse (…) para forzar a sus representantes a defender sus intereses».
Los whistleblowers son como canarios en la mina de la democracia por otra razón más: el trato que reciben -si mostramos gratitud o indiferencia, si luchamos por remediar la falta moral de la que han alertado o los ignoramos, si los protegemos o dejamos que las instituciones a las que han delatado destruyan su vida- dice mucho de nuestra sociedad. Cuando veo que las vidas de delatores que han sacrificado su seguridad y comodidad por hacer lo correcto son destrozadas, me da por pensar que los mineros eran más amables y agradecidos con sus canarios. Por lo menos los mineros contaban con jaulas provistas de oxígeno para reanimar cuanto antes al canario medio asfixiado que les acababa de salvar la vida.
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