Narrador, poeta, investigador y repentista, Alexis Díaz-Pimienta escapa con cada nueva obra a los encasillamientos que podrían ponerle coto a su incansable imaginación. «Me siento bien en todo lo que hago», ha dicho alguna vez, y tanto en la improvisación oral como en la poesía escrita, en el cuento o la novela, el estudio investigativo […]
Narrador, poeta, investigador y repentista, Alexis Díaz-Pimienta escapa con cada nueva obra a los encasillamientos que podrían ponerle coto a su incansable imaginación. «Me siento bien en todo lo que hago», ha dicho alguna vez, y tanto en la improvisación oral como en la poesía escrita, en el cuento o la novela, el estudio investigativo o la literatura infantil, su savia de creador se apropia de cada estilo y encuentra terreno común para sentirse a sus anchas.
Su más reciente novela, Salvador Golomón, le ha deparado no pocas alegrías, pues desde hace unos años cosecha reconocimientos que han culminado con un prestigioso lugar como finalista del premio Internacional Rómulo Gallegos 2007, el más importante premio de la narrativa en español, entre otras 12 obras escogidas de un total de 228 novelas concursantes. Antes había conquistado el Premio Internacional Luis Berenguer, en San Fernando, Cádiz, y luego el quinto lugar como finalista del XXXVI Premio Ateneo de Sevilla, uno de los más prestigiosos y antiguos certámenes españoles. Novela de viajes y erotismo, con visos de policiaco, Salvador Golomón narra la aventura real de Romualdo Félix de la Fuente Írsula (o Rofe, João-Romualdo, Salvatore o Salvador Golomón), un escritor cubano que viaja a Italia para vivir una tempestuosa relación amorosa.
Hábleme sobre su novela Salvador Golomón y las circunstancias de su creación.
Para poder comentar, aunque sea someramente, esta novela, tengo que empezar hablando de Romualdo Írsula, su protagonista literario y vivencial. Salvador Golomón es una novela muy distinta a Prisionero del agua y a Maldita danza, mis anteriores novelas publicadas en España y Cuba, obras hilvanadas, tejidas, destejidas y entretejidas a partir de mis propias vivencias, aunque no sean autobiográficas. Estas eran obras más intimistas, más introspectivas, donde el trazado psicológico de los personajes era fundamental para entender y disfrutar la historia. Pero Salvador Golomón es una novela más exteriorista, en la que ocurre todo lo contrario: entender y disfrutar la historia, la trama rocambolesca, erótica y policíaca que se cuenta, es fundamental para hacer un trazado psicológico de su múltiple protagonista, Romualdo Írsula, para llegar a entender al personaje. Y te aseguro que esto sí es algo difícil. Entender a Írsula, quiero decir.
Romualdo Írsula, el escritor que protagonizó la historia que sirvió de base a esta novela, es una de las personas más difíciles, más raras, que yo he conocido. Y no solo lo digo yo, que soy su amigo y su discípulo confeso, lo dice él mismo, y lo confirman todos los que los conocemos y admiramos. Preguntadle, si no, a David Mitrani, Alberto Guerra, Paquita Armas, Frank Upierre, Sixto Bosmenier, Orlando Boffil u Orestes Castro, o a Cremata, el de la Colmenita, culpable indirecto de todo cuanto está sucediendo; Írsula ha sido durante años nuestro referente intelectual, literario, pero también nuestro termómetro creativo y nuestro látigo crítico. Un hombre eminentemente culto, con una formación ecléctica y una relación casi incestuosa con la literatura, un rara avis en el panorama literario cubano y latinoamericano, que comulga sólo y únicamente con sus credos estéticos y que se ha erigido, sin querer, en el sacerdote de los escritores que hemos tenido la suerte de estar cerca de él, de leerlo, escucharlo, conocerlo. Y hablo de sacerdocio no en plano metafórico. Nosotros hemos tenido y tenemos en Írsula una especie de extracto estético, un compendio de las poéticas narrativas de Flaubert, Faulkner, Rulfo, Kafka, Carpentier, Cortázar, Kundera… Es como si se les hubiera revuelto a todos juntos, se les hubiera mezclado y luego destilado y condensado en un solo «frasco» humano y literario: Írsula. Súmale a esto su anacoretismo, su espíritu cuasi monástico y sus complejos creativos. Es todo un personaje, como dice Mitrani. Y entonces sucedió. En una de esas situaciones tan rocambolescas que tiene su vida, el negro Írsula, el pobre Írsula, el más humilde de todos nosotros, da su primer fasten, como dice él mismo, da un viaje a Italia y vive una aventura de amor y de sexo, un triángulo amoroso en el que uno de los personajes femeninos será su perdición. No cuento más para que lean la novela.
El caso es que Írsula, ya de regreso en Cuba, nos hace los cuentos, nos relata su aventura italiana y a mí me pareció una gran historia. Los escritores siempre estamos «escribiendo», en todo vemos «algo», un personaje, una anécdota, un pasaje, cualquier cosa nos dispara el chip de la escritura. Yo enseguida vi que aquello que Írsula contaba era una historia buenísima, llena de ingredientes con fuerza narrativa. Pero él no me hacía caso, decía que no, que esa no era su línea, que era algo frívolo. Yo le hablaba siempre de una novela erótica, aunque después, como verán, se interpuso la trama policíaca, o cuasi policíaca. Bueno, el caso es que a Írsula no le interesaba escribir su historia italiana y yo le dije que si no la contaba él, lo haría yo. Y me dijo que sí. Así de simple. Me regaló su historia. Por eso he dicho que esta es una novela hecha «a cuatro manos», aunque firmada por una. Para que entiendan mejor por qué y cómo Romualdo Írsula accedió a esta raro trato literario, con todas su adyacencias éticas y estéticas, tendrán que leerse el prologuillo que escribí en la novela. Ahí doy más pormenores, las claves. Y luego ocurrió lo que más ha llamado la atención de lectores y críticos: la participación del propio Írsula en la corrección y enmienda del texto novelado, el juego metaliterario.
En resumen, Salvador Golomón es una novela exteriorista, por llamarle de alguna manera, protagonizada por mi amigo Romualdo Írsula, una historia que se desarrolla entre Cuba e Italia, entre un solar de Los Sitios, en Centro Habana, y ciudades italianas muy conocidas como Siena, Grosetto, Lerici, Florencia, Roma… Por lo tanto, es también una novela de viajes, un road movie literario. En definitiva, es una mezcla de muchos subgéneros narrativos: novela erótica, policíaca, de viajes, metaliteraria. (En España, por ejemplo, y en los portales de Internet, la novela se vende indistintamente con la etiqueta de novela negra y de novela erótica). Y es, por supuesto y sobre todo, mi homenaje personal al propio Írsula, muy a pesar suyo.
Lo más curioso que me está pasando con la novela tiene que ver también con Írsula. Resulta que hay lectores que creen incluso que Írsula no existe, que es una invención mía, un personaje apócrifo. Y eso es genial, es un elogio enorme. Crear un personaje de ficción que parezca real es más fácil que convertir a un personaje real en uno de ficción. Es muy gracioso. Los lectores están divididos: los que piensan que existe, y los que piensan que no existe. Y claro, Írsula y yo nos partimos de la risa. Ha pasado de todo. Un norteamericano le envió de regalo un paquete de toallitas húmedas para el baño (ya entenderán por qué al leer la novela); un amigo sevillano cree que Írsula soy yo, que es mi alter ego, y me mira casi con una sana envidia sicalíptica, por el desafuero sexual en Italia; a otro amigo andaluz le di a escoger, y prefiere que sea de ficción que real, porque «tiene más mérito»; incluso Luis Britto García, el escritor venezolano que fue jurado del premio Rómulo Gallegos este año, habla de Írsula como de un «personaje imaginario». Es genial. Hay un grupo grande de lectores españoles que me han confesado que ahora tienen un motivo más para viajar a Cuba: conocer a Írsula. Es algo que me sobrepasa, la verdad. Y por supuesto, Írsula enfadado, molestísimo. Su respuesta ha sido drástica como todo lo suyo: buscar permuta, quitarse del medio, desaparecer (lo que contribuye a una mayor incertidumbre).
¿Qué otros proyectos, en materia de literatura, está desarrollando?
Salvador Golomón es la primera obra de un trilogía novelística, así que ahora estoy metido de cabeza en la segunda parte, que se llamará La Palestina y un tal Golomón, una novela menos erótica, más policial, que otra vez estoy escribiendo con la «colaboración tangencial» del propio Írsula. Es decir, me deja seguir husmeándolo, pero se niega a escribir conmigo. Las condiciones para esta segunda novela son otras, ya lo verán en cuanto salga. Sigo a la vez trabajando en otras novelas -siempre llevo 2 o 3 a la vez, que es muy entretenido y refrescante, porque descanso de una en otra- que sería angustioso enumerar. Solo te diré que tengo más de 20 libros acabados e inéditos, en todos los géneros: ensayo, investigación, poesía, novela, cuentos, poesía para niños… en esta última estoy muy entusiasmado con la serie de libros del personaje Chamaquili, unos poemarios para niños pequeños que están dando mucha alegría a los lectores y que me llenan de emoción a mí como autor. Son poemarios escritos «a dos voces» con mi hijo más pequeño, Alejandro, que ahora tiene cinco años, pero que empezó esta «colaboración» conmigo desde que tenía dos añitos, desde que empezó a jugar con las palabras. En la Feria Internacional del Libro 2008 saldrá el tercer título, Chamaquili y la lámpara-luna, otra vez por la casa editora Abril, otra vez con ilustraciones de ese genio del dibujo que es Jorge Oliver.
¿Cómo ha sido para un escritor cubano la experiencia del mercado editorial español y de enfrentarse a un lector con diferentes códigos culturales?
Responderé con otra pregunta: ¿qué entendemos por «códigos culturales»? En realidad, yo escribo en el vasto territorio de la lengua y por lo tanto, cuando lo hago, no pienso en un lector específico, con unos códigos culturales definidos. Pienso, más bien, en un lector «ideal». Soy de los que escriben los libros que les hubiera gustado leer, de tal modo que cuando estoy escribiendo paso por un raro proceso de extrañamiento, de ajenización: me alejo del libro hasta creer que lo he comprado, que estoy leyendo un libro escrito por otro, y ese otro casi siempre es un grande, un referente válido. Por eso, aunque parezca lo contrario, cada libro mío tiene detrás muchos años de trabajo, de aislamiento y reescrituras, antes de publicarse. Prisionero del agua es del 91-92 y se publicó en el 98; Maldita danza, es del 97-98, y se publicó en el 2002; Salvador Golomón es del 97 y se publicó en el 2005, después de un montón de versiones. Y en ese largo proceso en el que tú eres el primer y segundo y enésimo lector del texto, raramente puedes pensar en los códigos culturales del lector «ideal». Mi literatura, por ejemplo, debería ser más asequible, más cómoda de leer, para los lectores cubanos; sin embargo, en España y en Italia, por poner dos ejemplos, ha tenido mucha aceptación.
Actualmente, el mercado editorial está permeado por la mercadotecnia y por los bluffs mediáticos. Algunos grandes éxitos de venta son fabricados, prefabricados milimétricamente. Lo que importa es vender, pero yo aprendí con Írsula que lo importante es escribir, sin más. Bueno, lo aprendí con otros maestros, mucho antes, pero lo elevé a la categoría de «militancia estética» con Írsula. Yo, por mala suerte, conservo una independencia creativa que ya quisieran muchos. Y digo por mala suerte, porque si me hubiera fichado alguna gran editorial (qué sería, por simple álgebra, la buena suerte) la libertad creativa hubiera estado coaccionada, como mínimo. Hasta hoy mismo, con 19 libros publicados, sigo escribiendo lo que me da la gana y como me da la gana. E incluso publicando cuando quiero. Y eso, tal como está la cosa, es un lujo.
Lo de los códigos y lectores diferentes es un mito fomentado por los propios escritores, creo. Y a veces con ingenuidad, a veces con inocencia, casi siempre por miedo. Repito: Ítaca es la lengua; jugando con el verso de Borges: «solo una cosa hay: es el lenguaje». Y los verdaderos códigos del escritor son lingüísticos, comunicativos. Lo otro es, si lo miramos bien, malformación de códigos, codificación de formaciones inicialmente deformadas, o reformadas, o malformadas, o simplemente, cambiadas por el dictado de otros códigos globales: los estéticos. Cuando leíamos hace 20 o 30 años la literatura europea, o japonesa, o la poesía africana, creo que nadie se alarmaba de que sus autores escribieran con códigos distintos, a pesar de ser obras que venían de una codificación previamente decodificada, y recodificada (las traducciones). En fin, que hay mucho bulo. Cuando en Europa, o aquí mismo, en Cuba, se leía Cien años de soledad, o Rayuela, o La casa verde, o El reino de este mundo, cualquiera de las grandes obras latinoamericanas de los 60 y los 70, nadie se asustó de los colombianismos, de los argentinismos, cubanismos y peruanismos. Al contrario, se disfrutaba ese español «otro», se respetaban y asumían como estimulantes y refrescantes esos nuevos códigos del vínculo autor-lector. Ahora, constantemente, te piden «suavizar», «potabilizar» el lenguaje, o peor, el propio autor es quien, temeroso de «no llegar» a los lectores, vigila constantemente los jodidos códigos, y limpia, cambia, adapta frases, giros, entonaciones. En fin, que el mercado, ese fantasma omnipresente y plenipotenciario, lo marca todo. El axioma prevaleciente es «vendo, ergo escribo», y pesa mucho. Pero mantenerse al margen es una opción. O entrar por las tangentes. O ni siquiera eso: no estar, no entrar al juego, como hace Írsula, que es la opción más drástica. Pero bueno, él es un kamikaze, un anarquista literario. Yo no, yo milito en la literatura.
Luego de estos éxitos en la narrativa, ¿qué sucede con sus otras líneas de creación, como la poesía y el ensayo, el repentismo y la música?
Ya se intuye la respuesta, ¿no? Sigue la fiesta. Yo digo como un primo mío, que era muy gracioso y muy plástico en sus expresiones: «Qué pare el que tenga frenos». Yo no tengo. Sigo escribiendo narrativa y poesía y ensayo, sigo improvisando y ya no solo décimas, he ampliado mi repertorio estrófico (quintillas, coplas, cuartetas, sonetos, y canto todos los estilos que voy conociendo, no solo el punto guajiro), e incluso estoy más metido que nunca en el terreno musical. He creado mi propio grupo, llamado [email protected] (por lo de «punto cubano»), y ya hemos hecho varias giras por el extranjero con muy buenos resultados.
Ahora mismo estamos trabajando muy seriamente en nuestra propia producción discográfica (sí, yo seré mi propio productor, no hay remedio) y esperamos aportar nuestros granitos de arena al tema que nos incumbe: la música campesina y el repentismo. Tenemos proyectos espectaculares, que ya conocerán los lectores. Ahora bien, espero que no me pase en el mundo del espectáculo lo mismo que en el mundo literario, pero a la inversa: es decir, que la gente que me conoce y valora como narrador no se prejuicie al asistir a un concierto donde estoy de «cantante». Aunque no lo creo. El público oyente es menos clasista que el público lector. De todas maneras, la fuerza de las oralidad y de la improvisación es mucho mayor que la de la literatura escrita.
Hace casi diez años, en 1998, participé en un Festival Internacional de repentismo en Canarias, donde hubo miles de participantes. A la semana siguiente tuve que volver a Canarias porque mi novela Prisionero del agua había ganado el premio Alba-Prensa Canarias. Pues bien, en la entrega del premio, cuando el jurado supo que yo, además, era improvisador, me pidió que agradeciera el premio en verso. Imagínate, eso no podía faltar. Entonces yo les dije: «Vamos a ver, hace unos días estaba aquí mismo, en esta ciudad, como repentista, y nadie me pidió que leyera un fragmento de novela; así que no entiendo por qué en un premio de novela tengo que hacer una demostración de repentismo». Pero claro, la hice. Y esa demostración, íntegra, salió en los telediarios, le dio la vuelta a España. Y lo más curioso, hace exactamente un mes volví a Canarias, y me invitó a almorzar un señor que había visto «aquello» por televisión hacía diez años y que no había podido olvidarlo. Haciendo equivalencia, es como si a mi novela alguien la siguiera leyendo diez años después con el mismo entusiasmo de la primera lectura. Una gozada, como dicen en España; un vacilón, como decimos los cubanos.
En fin, que sigo con todo a la vez. A esto súmale la docencia, que no la abandono. Sigo dirigiendo la Cátedra de Poesía Improvisada y el proyecto nacional de Talleres de Repentismo. Sigo dando conferencias, talleres y seminarios, allí donde me invitan. En los últimos meses he estado en la Universidad de Belgrado, Serbia; en el Museo du Quiai Branly de París; en la Fundación Joaquín Díaz de Valladolid; en la Biblioteca La Casa de las Conchas, de Salamanca; en Sevilla, en Las Palmas de Gran Canaria, en Fuerteventura, en Tarragona, en la Cátedra de Música y Artes Plásticas que patrocina Danny Rivera aquí en La Habana… En fin, que sigo haciendo cosas. Ya lo decía mi primo Roberto: «que pare el que tenga frenos».
El repentismo cubano ha gozado de una nueva vitalidad en los últimos años y artistas como usted lo han dado a conocer por el mundo ¿Se mantiene en contacto con el movimiento repentista de la Isla y su desarrollo? ¿Qué se ha recuperado y qué pasos restan para mantener saludable a esta tradición genuinamente cubana?
Vamos por parte, y no en el mismo orden de tus preguntas. Sí, me mantengo en contacto directo con los repentista cubanos, directo y estrechísimo. Son mi fuente de inspiración ensayística. Tengo la sensación de que en la medida que han ido entendiendo mi trabajo, en la medida que han visto el respeto y la admiración que les tengo, se han hecho incluso más amigos míos. Porque al principio me vieron como un intruso, o mejor, como un traidor.
Yo era uno de ellos, y de pronto me convertí en un escritor, o peor aún, en un investigador que los husmeaba, los grababa, los miraba con lupa para después contar qué hacían, por qué y cómo lo hacían. No me lincharon porque no estamos en el medioevo. Me dijeron de todo. Orlando Laguardia me rebautizó, cáustico y al vez ingenioso, como «Alexis Díaz Ponencia». Me dijeron que estaba delatando los secretos del oficio, que estaba desvelando los secretos del mago. A veces me torturaron sobre el escenario: querían demostrar que investigador sí, escritor sí, está bien, pero que como improvisador era una mierda. Así de crudo. Algunos con más virulencia que otros, y alguno con menos suerte que otros, claro, porque yo no era manco. En fin, que fue una etapa rara, porque yo era juez y parte, pero no quería renunciar a improvisar para investigar, esa sí sería una traición verdadera. Si querían bajarme de los escenarios tendrían que echarme a decimazo limpio, así de pedante. Y bueno, aquí estoy, cantando, escribiendo, investigando. Ahora incluso con la ayuda de casi todos ellos. Antes éramos colegas, incluso rivales escénicos. Ahora somos amigos. Ellos mismo han visto y están viendo los resultados positivos de tanto insomnio. Sobre todo, fuera de Cuba. Muchos poetas improvisadores que eran conocidos solo en algunos pueblos de Cuba, o de su provincia, ahora son citados y estudiados en decenas de países y de universidades. Y un total de 89 repentistas de todo el país, de distintas edades y calidades, son a la vez artistas y profesores de repentismo, colegas que se sumaron al proyecto docente de la Cátedra.
Voy a otra parte de la pregunta. Sí, se ha recuperado algo. Sobre todo, la presencia del repentismo en la vida cultural cubana, aunque la verdad, a veces de forma abusiva, exagerada. Ya sabes lo que se dice del cubano: o no llega o se pasa. El caso es que ahora parece que el eslogan cultural es «ponga un repentista en su agenda», porque para todo invitan a un improvisador: para entregar diplomas, para presentar espectáculos, para cuanto acto político se haga, para despedir duelos, para cumpleaños, divorcios, series play off de la pelota, en fin, el Niágara en bicicleta… Y de eso tampoco de trata, porque muchas veces se desvirtúa su esencia, o se le exige desempeñar un papel para el que no es válido, o en el que queda impostado. A nadie se le ocurriría invitar a Alicia Alonso a bailar «El lago de los cisnes» en el césped del estadio Latinoamericano; pues eso es lo que muchas veces parece el repentista: un bailarín en tutú sobre el césped. Y de nada sirve que las gradas, repletas, vitoreen o coreen tu nombre: el ridículo es el mismo.
El respeto intelectual y social se ha recuperado también, o más bien ha crecido. Creo que pocas veces los repentistas cubanos gozaron de un respeto mayor entre los intelectuales. O, para ser más exactos, pocas veces los repentistas cubanos han podido codearse con artistas de otras disciplinas, o compartir escenarios con ellos, intercambiar, interactuar. No creo que en la llamada Edad de Oro del repentismo en Cuba, la década del 40, ocurriera algo parecido. No me imagino a Mañach, a Baragaño, a Lecuona, a Carlos Enríquez, a la joven Alicia, o a otros muchos intelectuales de la época, compartiendo rones y micrófonos con Justo Vega, Chanito Isidrón o la Calandria. Ahora sí sucede, y es un auténtico lujo. Socialmente, en la década del 40 se llenaban estadios y hasta campos de fútbol, aupados por convocatorias masivas y reclamos publicitarios, pero ahora el prestigio no responde al juego del mercado; ahora, un público cada vez mayor valora en el repentista el ingenio, el dominio verbal, la gracia y la espontaneidad comunicativas. Aunque sigue habiendo un profundo prejuicio, un atávico prejuicio a nivel psicológico, ontológico casi (como ocurre con el racismo o la homofobia, por ejemplo); pese al prejuicio, repito, la gente ya acepta al repentista como un «artista» más, y no solo porque salga en la pantalla chica.
Ahora bien, faltan por recuperar muchas cosas. En la televisión, por ejemplo. Falta salir del gueto. ¿Hasta cuando van a reducir la presencia de la música campesina y del repentismo a un programa? Es como si dieran el repentismo por libreta: te toca una vez a la semana, en tal horario y por tal canal. Y se acabó. Todo el repentismo que consigas fuera de ahí será mercado negro. Es lamentable. La presencia de esta música en la TV, fuera del mítico y ya clásico «Palmas y Cañas» es a cuenta gotas, esporádica, casi accidental. Ah, sí: ¡cuando van a celebrar el día del campesino! Otro encierro gremial. Y bueno, no hablemos ya del tema discográfico. Hace más de 30 años que la EGREM grabó los últimos discos, no de repentistas, sino con repentistas incluidos: Justo Vega, Adolfo Alfonso, Francisco Pereira… Solamente de pensarlo me escandalizo… En los festivales internacionales del género, cualquier campesino de una aldea remota de cualquier país, más pobre que nosotros, lleva su CD con décimas grabadas, mientras los repentistas cubanos tienen que mentir piadosamente: «los nuestros se agotaron», «es que vendemos mucho», «ya no nos quedan». Esta es otra asignatura pendiente.
Y por último, la falta de respeto académico, el desinterés de la Universidad cubana por este género. Es lamentable. Para que tengas una idea general, yo he dado conferencias e impartido seminarios, talleres y cursos de postgrado sobre improvisación poética en decenas de universidades de Europa y América Latina. Las Universidades de Siena, Milán y Roma, en Italia; la de Zürich, en Suiza; las de Sevilla, Alcalá de Henares, Almería, Granada, Cádiz, Málaga, Las Palmas de Gran Canaria, y otras muchas en España, además de altos centros de estudio como el Real Conservatorio de Música de Madrid, o el Centro de Documentación Musical de Andalucía; y en América, las universidades de Antioquia y del Valle (Colombia), la de Xalapa y la Autónoma, UNAM (México), y algunas más; sin embargo, una sola vez, ¡una sola vez!, repito, he sido invitado por una universidad cubana, la de La Habana, hace ya 12 años, y fue, te aseguro, por la gestión personal de Ana María González Mafud, la misma persona que, como Rectora del ISA, posibilitó luego la creación de la Cátedra de Poesía improvisada en la Facultad de Música. Y mi presencia en dichos foros científicos en el exterior no es porque yo sea muy docto, ni muy erudito – ¡válgame Dios!, como diría Sancho-, sino porque el arte que practico y represento y estudio es una de esas cumbres extrañas del conocimiento que a estas alturas del siglo XXI nadie, con dos libros de frente, dejaría escapar. Y hay más: mi libro Teoría de la improvisación es objeto de estudio y es usado en universidades de EE.UU., México, Colombia, España, Italia, etc., y en nuestras universidades apenas se conoce.
Así son las cosas. Cuando prácticamente todo el mundo académico está abriendo las puertas a los estudios sobre la improvisación poética, nosotros, que según los entendidos tenemos a los mejores improvisadores de habla hispana, les volvemos la espalda, o hacemos mutis. Es el eterno flagelo de varios prejuicios: el cultista, el literario, el urbanita. Creo que nos hace falta más de un Menéndez Pidal, más de un Leópold Senghor o de un Samuel Feijóo, para recuperar el espacio académico perdido, pero, así y todo, estaremos a la saga de otros países que ya perfilan proyectos académicos y fílmicos en los que, como no podría ser de otra manera, los repentistas cubanos son los protagonistas. Naborí decía siempre, quejándose: «en Cuba estamos tan acostumbrados a ver las palmas que nadie se detiene a pensar en la belleza singular de ese árbol tan raro, con el cuerpo tan largo y los penachos sueltos allá arriba, un árbol único en su tipo; lo mismo pasa con la improvisación, con los repentistas». Por suerte, no faltan universidades extranjeras con las puertas abiertas de par en par para los cultivadores de este género. Y por suerte también, algunos intérpretes de la improvisación hemos madurado lo suficiente como para no contentarnos con el aplauso caritativo, con la compasiva admiración de los intelectuales. De los «otros intelectuales», quiero decir, porque un improvisador no deja de ser un actor del intelecto, un language worker, tal vez el más legítimo.
En todo caso, a mí, como escritor, me ha sido muy útil toda esa acrobacia lingüística que es la improvisación. Lo curioso para mí es ver como muchos escritores, rebosantes de prejuicios sin saberlo, se han asombrado de que yo, un repentista, sea también un novelista. Lo han visto como una proeza, como una anomalía, como un fenómeno de la naturaleza, qué sé yo. Creo que se asombrarían menos si descubren una novela escrita por una boxeador o por un pelotero (por cierto, que me han dicho que hay uno que escribe, Cepeda), que de un guajiro, aunque sea un guajiro putativo, como yo. Todo responde a una fatídica estandarización y jerarquización de los patrones culturales. En definitiva, prejuicio, elitismo, ignorancia de una intelectualidad perdida en sus propios espejismos estéticos. (Ocurre todo lo contrario, por ejemplo, cuando alguien que me conoce como narrador, o como poeta, descubre, luego, que también improviso; el que me ha estigmatizado como improvisador, se asombra y desconfía de mi «aventura» literaria; el que me ha conocido como escritor, se asombra y se admira de mi faceta repentista; los primeros dicen: «este improvisa, y ahora ‘se atreve’ con la escritura»; los segundos dicen: «este escribe y, además, improvisa»).
Yo conocí en Madrid, en el Real Conservatorio, a un catedrático de música y virtuoso del piano que durante su estancia en Nueva York había sido boxeador profesional, y de los buenos. Tenía los dedos y las manos deformes por los golpes, pero, al parecer, aquellos dedos ceporrones se le estilizaban encima del teclado. O pregúntale a Pancho Amat o a Barbarito Torres cómo tienen los dedos algunos campesinos cubanos que son verdaderos portentos del laúd y del tres. Manos toscas y dedos modigliánicos que la primera impresión que dan es de que todas las cuerdas del instrumento caben bajo una sola yema. Y cómo tocan. Puede parecerte que divago, pero no, te sigo hablando de lo mismo: de literatura, de narrativa, de estética, de por qué se puede ser a la vez boxeador y pianista, pelotero y bailarín clásico, repentista y novelista. La culpa de todo (de mi divagación y de tu pregunta sobre repentismo dentro de una entrevista sobre narrativa) la tiene el señor Mercado, que ha convertido a la novela en una especie de vedette literaria, hasta tal punto que todo el mundo cree que un escritor es mejor escritor cuando hace una novela que cuando escribe cuentos, poemas, décimas, ensayos. Al principio, conmigo, se asombraban hasta de que escribiera poesía. Y bueno, no hablemos ya del porcentaje de colegas que ni me leen ni me han leído ni me leerán nunca, porque cómo van a perder el tiempo leyendo «al de la seguidilla», al decimista de «Palmas y Cañas», etc. Y no los culpo, la verdad; los compadezco. A mí también me cuesta comprar y leer un libro de algún personaje encasillado en otra faceta que me parezca menos «seria». Más ahora que hay una absoluta proliferación de libros y autores, sobre todo en España, donde con tal de que se venda, cualquiera publica una novela, un ensayo, un libro de autoayuda. Por suerte, siempre hay alguien que se atreve a comprar un libro mío, y luego me detiene en la calle y me suelta: «Coño, compadre, compré tu novela por una curiosidad casi morbosa, para reírme incluso, y qué sorpresa». Eso sí, casi nunca son colegas escritores. A ellos, si les pasa, se lo callan.
Volviendo a la novela: Salvador Golomón está llena de subyacencias: el tema racial es una de ellas, tal vez las más profunda; la vida en los solares, otra; la otredad y el desamparo de un cubano en el extranjero, otra; y de homenajes: a Carpentier, a muchos autores de novela negra (Vazquez Montalbán, Padura, Paco Ignacio, Chavarría), a Espejo de Paciencia (de ahí el título). Esperemos entonces que en 2008, cuando se cumplen 400 años de la primera edición de la obra de Silvestre de Balboa (nacimiento de nuestra literatura), llegue a los lectores cubanos, por fin, esta novela. Por lo pronto, se está traduciendo al italiano, y Letras Cubanas negocia con Algaida los derechos para Cuba. Mientras tanto, me sigo divirtiendo con la segunda parte.