La actual crisis política en Venezuela, inducida y aprovechada por el gobierno estadounidense, ha representado en las recientes semanas para el gobierno de Andrés Manuel López Obrador su primer gran reto en política exterior. Sólo indirectamente, y no de manera frontal como en otros momentos de nuestra historia ha ocurrido, la coyuntura implica un enfrentamiento […]
La actual crisis política en Venezuela, inducida y aprovechada por el gobierno estadounidense, ha representado en las recientes semanas para el gobierno de Andrés Manuel López Obrador su primer gran reto en política exterior. Sólo indirectamente, y no de manera frontal como en otros momentos de nuestra historia ha ocurrido, la coyuntura implica un enfrentamiento con Washington; pero eso podría cambiar en breve para llevar a fricciones más directas en los organismos multilaterales o en la relación bilateral entre México y los Estados Unidos.
El interés de los Estados Unidos, volviendo a sus recurrentes prácticas del pasado, es el imponer en la patria de Bolívar un cambio de gobierno que desplace del poder al izquierdista Nicolás Maduro Moro y al Partido Socialista Unificado de Venezuela. La vía elegida es la de promover a un casi desconocido joven político, Juan Guaidó, autoproclamado como supuesto presidente encargado del país, al que aupará entregándole los ingresos de la filial petrolera de Venezuela en los Estados Unidos, y con lo que golpeará aún más a la ya debilitada economía del país caribeño. La ofensiva contra el régimen constitucional venezolano es múltiple. El secuestro de esos ingresos (el gobierno de Donald Trump ha manifestado que está dispuesto a seguir recibiendo petróleo venezolano, del que en realidad depende en un buen porcentaje de sus importaciones; pero los pagos los entregaría no a Maduro sino a su propio pupilo) se suma a la también unilateral retención por el Banco de Inglaterra de 12 mil millones de dólares en oro de las reservas venezolanas ahí depositadas. Pero, sobre todo, se promueve el respaldo político de los gobiernos derechistas de la región latinoamericana y de la Unión Europea a Guaidó en su autoinvestido cargo de supuesto gobernante.
A más de dos semanas del intento de golpe político contra el gobierno de Maduro, queda claro que: 1) Guaidó no gobierna realmente, ni tiene equipo con el que constituir un mando real sobre la nación; 2) tampoco ha logrado ganar el respaldo de las fuerzas armadas, ni dividir a éstas; 3) sus apoyos internacionales, si bien importantes, no son suficientes tampoco para obtener el reconocimiento internacional en los órganos multilaterales no controlados por Washington, como las Naciones Unidas; 4) Guaidó no tiene control siquiera sobre una pequeña porción del territorio venezolano; 5) el supuesto «encargado» del poder ejecutivo cuenta con el apoyo de sólo una parte de la oposición política al gobierno chavista de Maduro; y 6) sin la tutela norteamericana, el joven autoinvestido no podría dar un paso.
Todo ello no obstante, hay fuerzas que ven en ese tragicómico personaje una oportunidad sin desperdicio para derrocar al chavismo del gobierno venezolano, y que por ello presionan, particularmente al gobierno mexicano, para que otorgue su reconocimiento al engendro de Trump. Desde fuera, ese papel lo lleva el Grupo de Lima, y desde dentro algunas fuerzas de oposición como el PAN, el PRI (que con ello renuncia a su propia historia) y hasta el derechizado y decadente PRD. Pero venturosamente, el recién estrenado gobierno de México ha respondido recuperando los principios de política exterior que otrora fueron característicos de nuestro país y que fueron renunciados y deteriorados sobre todo en los gobiernos de Fox, Calderón y Peña Nieto, en su afán de alinearse con los Estados Unidos.
La posición de López Obrador no es improvisada ni pragmática. Se apega a la tradición diplomática de nuestro país construida desde la Revolución, aunque con antecedentes aún más remotos. Se resume, en su versión más desarrollada, en cinco lineamientos o principios de carácter universal: la autodeterminación de las naciones, la no intervención en los asuntos internos de otros países, la igualdad jurídica de los Estados, la solución pacífica de los conflictos internacionales y la cooperación internacional para el desarrollo.
Los dos primeros son los de mayor tradición, constituidos como cimientos desde la posrevolución de una política consistente, y que tienen que ver o se concretan en la llamada Doctrina Estrada, de 1930. En ese año, el secretario de Relaciones Exteriores del presidente Pascual Ortiz Rubio, Genaro Estrada, emitió una circular a su cuerpo diplomático en donde expresaba que «El gobierno de México no otorga reconocimiento porque considera que esta práctica es denigrante, ya que a más de herir la soberanía de las otras naciones, coloca a éstas en el caso de que sus asuntos interiores pueden ser calificados en cualquier sentido por otros gobiernos, quienes, de hecho, asumen una actitud de crítica al decidir favorable o desfavorablemente sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros. El gobierno mexicano sólo se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, sin calificar precipitadamente, ni a posteriori, el derecho de las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades».
Tal formulación se daba por un régimen que apenas diez años antes emergía de una revolución prolongada y sangrienta, de intervenciones armadas estadounidenses en 1914 y 1916, y de otra amenaza de invasión en 1927, por el conflicto petrolero entre México y los Estados Unidos. Y ocurría en el contexto de la reinserción del nuevo Estado mexicano en la Sociedad de las Naciones y en las conferencias panamericanas. De esa nueva doctrina escribió Arnaldo Córdova: «Podría pensarse (y algunos lo hicieron en sus tiempos) que la tesis era un modo muy oportunista de lavarse las manos ante los compromisos que imponía la actuación del país en los asuntos internacionales. No había tal. La Doctrina Estrada era, esencialmente un escudo de autodefensa que se esgrimía contra los poderosos y no contra los iguales. En el fondo, era también una defensa de los débiles».
Y, como lo señalaba Córdova, la aplicación de tal doctrina estaba lejos de representar el inmovilismo o neutralidad del país en el ámbito internacional. Unos años después, ya con Cárdenas en la presidencia, México defendió activamente a la República Española, se opuso a la intervención de la Italia fascista en Etiopía, y a la anexión de Austria y de los Sudetes (una parte del territorio checo donde había población alemana) por Hitler. En los años sesenta, México defendió a la Revolución Cubana, se negó a romper relaciones con el gobierno revolucionario y a la expulsión de éste de la OEA. En 1978, contribuyó al aislamiento del régimen somocista en Nicaragua -favoreciendo con ello a los revolucionarios sandinistas- al romper sus relaciones con éste, como en 1974 lo había hecho con la dictadura de Pinochet en Chile; y en 1981, formó frente con Francia para declarar la beligerancia del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en la guerra civil de El Salvador, además de integrar el Grupo Contadora con Panamá, Colombia y Venezuela para contribuir a la solución pacífica de los conflictos armados en Centroamérica. En todos esos casos, la diplomacia mexicana se constituyó en un escudo contra la intervención de las potencias armadas en los países más débiles.
Gilberto Bosques, Isidro Fabela, Alfonso García Robles, Jorge Castañeda de la Rosa (cuyo hijo hoy aboga, paradójicamente, por el alineamiento con la política de Trump en Venezuela), Bernardo Sepúlveda Amor, entre otros grandes diplomáticos mexicanos, concretaron en políticas y dieron lustre a esos principios, a los que ubicaron de manera sólida en la arena mundial.
Hoy, la reivindicación de la Doctrina Estrada y de los otros principios de nuestra política exterior histórica -que además están en la fracción X del artículo 89 de la Constitución- está retomando esa línea histórica. Renunciar a ella, como lo pretenden la derecha mexicana y la internacional, implicaría sumarse al coro dirigido por los Estados Unidos para el derrocamiento de un gobierno al que aún reconoce como legal. En cambio, promueve, junto con el gobierno del Uruguay, una salida por medio del diálogo a la crisis política venezolana. La alternativa es la guerra, como lo ha señalado el ex presidente José Mujica, impulsada no sólo desde Washington sino también desde Bogotá, Brasilia y Lima. Estaríamos una vez más ante el ya archiconocido escenario del intervencionismo militar yanqui, en una de sus versiones más radicales y agresivas como la que representa el apocalipsis trumpiano. Bienvenida, entonces, la firme posición de México en defensa de la no intervención y la autodeterminación de nuestros hermanos venezolanos.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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