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La República perdida de Lorenzetti

Fuentes: Rebelión

El discurso de inicio del año judicial por parte de quien preside la Corte Suprema de la Nación, Dr. Ricardo Lorenzetti se desarrollaron con tramos de módica elocuencia, con excepción del exabrupto respecto de la sentencia del más alto Tribunal en la causa Embajada. La alocución de Lorenzetti rescata inesperadamente del ostracismo los relatos de […]

El discurso de inicio del año judicial por parte de quien preside la Corte Suprema de la Nación, Dr. Ricardo Lorenzetti se desarrollaron con tramos de módica elocuencia, con excepción del exabrupto respecto de la sentencia del más alto Tribunal en la causa Embajada.

La alocución de Lorenzetti rescata inesperadamente del ostracismo los relatos de Tomás Moro sobre Utopía, ciudad legendaria donde pareciera que la condición humana hubiera sufrido un salto evolutivo vertiginoso y las tensiones intrínsecas de la sociedad se hubieran desvanecido. En esta ocasión, el relato mágico institucional retorna asociado a un concepto de República que debiera primar sobre las prostibularias relaciones sociales. Ninguna referencia expresa sobre las fuerzas que presionan hasta modelar el esqueleto institucional de una República moderna; un entramado al que los académicos llaman poder, sus relaciones y ejercicio.

El discurso del presidente de la Corte Suprema pelegrina sobre este paradigma a través de frases grandilocuentes como: «hay que respetar las instituciones»; apostar al «equilibrios de poderes»; «los poderes del estado deben cooperar». Todo un gesto de pulcritud intelectual, un discurso con rigurosa asepsia, que debiera de regir esa República abstracta, perdida y etérea, que quizá, solo quizá podría haber funcionado en Utopía. Una manifestación aspiracional por fuera del barro de la historia, a contra pelo del discurso de CFK en el inicio de las sesiones ordinarias del Parlamento, donde la disputa de intereses sectoriales queda evidenciada.

Quizá, la clave para comprender el texto formal de Lorenzetti sea facilitado por el contexto del entramado opositor donde se mueve con simpatía.

El concepto de República se ha viralizado en el discurso opositor, hasta establecerse como una razón constitutiva de identidad, al menos en la arena comunicacional. La República, ese bien irremplazable, magnánimo y superior que lanza a las huestes de las derechas ha enfrentar un proyecto político popular, atento que visualizan la posibilidad cierta de que éste la extinga. A priori, parece un paradigma digno de conducir a una fuerza política a la batalla e instituirse como su garante. Pero, como no desmenuzar tan pomposa propuesta, máxime cuando el proceso político argentino se ha permitido disputar como nunca el significado de las palabras.

Está claro que República y sus consabidas instituciones en el léxico de estos sectores no hacer referencia a una categoría de la ciencia política, sino a una construcción política de corte conservador donde el acento no esta puesto en el contenido que despliegan las instituciones sino en sus formas. Eufemismo para nombrar una política que apunta denodadamente a retener los resortes del poder real del país. El llamamiento a respetar las instituciones por parte del Dr. Lorenzetti, no repara ni por un segundo la promiscuidad de las cautelares concedidas a los actores poderosos de la república; promiscuidad que de forma repetitiva favorecen a los mismos. No permite dilucidar como se conjuga cierta celeridad cuando disputan dichos sectores.

El romanticismo que como un acento presuroso ponen las élites sobre sus instituciones no es tal, diría que solo constituye un usufructo descarnado de herramientas de contenciones social y de reproducción de sus intereses. Pese a ello, las formas han sabido guardarse. La irrupción desestabilizadora del partido judicial, pone en tensión el propio paradigma sostenido por dichos intereses. Aquí y ahora se disputa una nueva interpretación de la función del Poder Judicial como poder de la república. «el poder judicial debe poner límites. Esto no significa que sustituya la acción de gobierno. Los jueces no gobiernan»; «la imparcialidad es la función judicial. No debe dejarse guiar por ninguna otra idea que no se la ley», todas citas del decálogo Lorenziano, hiladas con una pertinencia que sin dudas identifica al receptor al que fueron dirigidas, ni más ni menos que los sectores sociales que nutrieron el 18f, reforzando una empatía que re legitima la correlación de fuerza que ha logrado. Dejando de lado cuestión sobre la explosión de la embajada de Israel, es dable sostener que sus palabras no estuvieron dirigidas a CFK, y así se ve reflejado cuando expresa «los jueces no deben ceder a las presiones», independientemente de la consciente ambigüedad, se intuye y trasunta una voz de aliento a sus extensos brazos para que sostengan las posiciones de avanzada que estratégicamente han conseguido.

La Republica, ya lejos del debate filosófico abstracto, resulta una categoría en disputa y una estructura relacional dinámica, encorsetada en la manda constitucional y como tal pasible de interpretaciones heterogéneas. Esto es lo que Lorenzetti no se atreve a aceptar. Pese a ello, el rasgo que ha sobre volado todos los tiempos este dada por la división tripartita de poderes. Un esquema eurocéntrico con raíces histórica concretas, que los pueblos latinoamericanos han ratificado en sus 200 años de historia.

Esta piedra angular ha visto socavada su punto de apoyo a causa de el pornográfica borramiento de las competencias de poderes y la consecuente intromisión de uno en los dos restantes. La grosera voluntad de legislar forzando una herramienta pergeñada para otro fin hace encender las alertas. La república perdida de Lorenzetti se cimenta sobre el axioma según el cual la palabra constituye, sin embargo su praxis, ese momento de fusión entre la actividad intelectual y la acción define una identidad política contraria a esos valores; allí las palabras lorenzianas son solo eso, un gesto.

La República del Dr. Lorenzetti arde en el escaparate de la opinión pública donde el pueblo reprueba, pese a la inexistencia de eco mediático, pero avalado por las propias palabras del magistrado, cuando ratifica la imposibilidad de un entramado popular al interior del poder que conduce.

Volviendo al punto anterior y para terminar, la acción por omisión del supremo magistrado ha hecho naufragar la dinámica democrática, conduciendo a un escenario donde no queda claro quien legisla y quien no, introduciendo una «cuestión de poderes». Esto conduce a preguntarse en que grado se ve violentado el valor del voto? Cuánto peso específico pierde la voluntad popular? En este carnaval ganan las fuerzas ocultas de siempre, las élites económicas, intelectuales y comunicacionales de siempre. Conlleva una recalificación del voto, ya que algunos han visto devaluado la emisión de su voluntad y otros fortalecidos su injerencia en pos de sus beneficios. Así se profundiza la brecha entre la demanda ciudadana de confiabilidad en el poder judicial y este. Justicia y pueblo ingresan en un laberinto que los torna irreconciliables, que los pierde, como sucede con la tan deseada calidad institucional.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.