Según las más recientes cifras del INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía), casi el 60 por ciento de la población ocupada, es decir, la que trabaja a cambio de algún ingreso (salario, comisión, propinas) labora en la economía informal, también llamada economía subterránea o economía negra. De modo que ese casi 60 por ciento […]
Según las más recientes cifras del INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía), casi el 60 por ciento de la población ocupada, es decir, la que trabaja a cambio de algún ingreso (salario, comisión, propinas) labora en la economía informal, también llamada economía subterránea o economía negra.
De modo que ese casi 60 por ciento de los trabajadores mexicanos no pertenece a ningún sistema de seguridad social y, por lo tanto, para atender su salud sólo hay dos opciones: atenerse a los servicios públicos de salud para la llamada población abierta (la que no pertenece a cualquiera de los sistemas de salud por afiliación: IMSS, ISSSTE, ISSFAM, PEMEX, etc.), y que está a cargo de la secretarías federal y estatales de Salud. O, segunda opción, pagar con sus propios recursos su atención médica.
Y por lo que toca a una posible pensión de vejez o de incapacidad para trabajar, ese casi 60 por ciento de la población laboral mexicana deberá resignarse a vivir de los hijos, vivir de la caridad pública o privada o a vivir hasta la muerte en el desamparo.
También podría, desde luego, vivir de sus ahorros o de la venta o alquiler de una propiedad. Pero sin negar que exista esta posibilidad, sería muy ingenuo pensar que tales casos constituyan una proporción significativa de los ancianos o incapacitados para trabajar.
Éste es, sin duda, el núcleo del problema de las pensiones. Ni México ni cualquier otro país puede desatender este tremendo asunto que, además, tiende a crecer.
Una solución ya bien estudiada y puesta en práctica en muchas naciones es la llamada pensión universal. Un estipendio mensual que se otorga sin contraprestación alguna a personas que han llegado a determinada edad.
En la Ciudad de México esta pensión universal existe desde los tiempos del gobierno de López Obrador. Al principio la edad para obtener la pensión era de 70 años, pero ahora es de 68.
Se llama universal porque se entrega sin distinción a cualquier persona que la solicite, que haya cumplido los 68 años y que radique en la propia Ciudad de México.
La única censura que podría hacérsele a esta prestación social es su exiguo monto: apenas rebasa los mil pesos mensuales. Y objetivamente es insuficiente para satisfacer las necesidades primarias de un anciano, cuando se sabe que, según la ONU, atender esas necesidades requiere de un mínimo de 300 dólares mensuales, si es que el pensionado tiene resuelto el problema de la vivienda. Si no es éste el caso, la cantidad mínima sería de cien dólares más: 400.
¿Esto es posible? Por supuesto. Ya es experiencia histórica en el caso de los algo más de mil pesos mensuales de la pensión que otorga desde hace años el gobierno de la Ciudad de México. La cuestión ahora sería su incremento hasta los 300 dólares mensuales.
¿De dónde, podría preguntarse, saldrían esos recursos? Pues del fondo social, del fondo social de dónde salen los recursos para la construcción de carreteras, escuelas, presas, pago de maestros, aplicación de vacunas. ¿Por qué subvencionar, cosa necesaria, la educación e inmunización de millones de niños y jóvenes y no garantizar la alimentación de los ancianos?
¿Producir cañones o producir mantequilla? ¿Solventar las necesidades de la familia o gastar el dinero en la cantina? Garantizar la alimentación de los ancianos o mantener los lujos y corrupción desmedida de la burocracia dorada? Como puede verse, el problema no es de falta de recursos, sino de una honesta, sensata y jerarquizada asignación.
Blog del autor: www.economiaypoliticahoy.
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