No debería sorprender la actitud de un Donald Trump que desenfrenado, engallado y brabucón en menos de una semana decretó sendas Órdenes Ejecutivas de enorme trascendencia no sólo para México sino para todo el mundo y, en particular, para América Latina. El magnate de la Casa Blanca es un genuino representante del imperialismo norteamericano que, […]
No debería sorprender la actitud de un Donald Trump que desenfrenado, engallado y brabucón en menos de una semana decretó sendas Órdenes Ejecutivas de enorme trascendencia no sólo para México sino para todo el mundo y, en particular, para América Latina. El magnate de la Casa Blanca es un genuino representante del imperialismo norteamericano que, más allá de su perfil egocéntrico, autoritario y notablemente agresivo, hace un trabajo ad hoc para un sistema que se comenzó a construir a partir de la segunda mitad del siglo XIX -el imperialismo en tanto sistema económico, político y de dominación- y cuya raison d’être es la expansión territorial, el despojo de pueblos, comunidades, países y regiones enteras que, cuando lo anterior le resulta insuficiente u obstaculizado, no duda en recurrir al uso de la fuerza y a la guerra. Por lo tanto, no debe sorprender que el triunfo republicano en un mundo capitalista sumergido en una profunda crisis sistémica y en franca decadencia, se exprese precisamente en un magnate de esta estirpe el que ahora salga a defender y preservar los intereses del sistema capitalista para intentar recuperarlo -luego de la derrota de la candidata demócrata en los comicios presidenciales- en su propio espacio nacional y adjudicándole parte de las causas de esa bancarrota a los trabajadores inmigrantes e indocumentados, especialmente a los mexicanos a quienes ha superexplotado de manera bárbara y cruel desde la década de los sesenta del siglo pasado cuando México, país dependiente y subdesarrollado, se trocó en un auténtico expulsor y exportador de fuerza de trabajo supernumeraria y barata en beneficio de la acumulación del capital de las poderosas compañías del vecino del norte.
Así, el 23 de enero de 2017 Donald Trump decretó la salida oficial de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP por sus siglas en inglés: The Transpacific Partnership Agreement), suscrito el 4 de febrero de 2016 por 12 países del área del Pacífico y Asia que representan alrededor de 40% de la economía mundial y un tercio del total del comercio internacional: Australia, Nueva Zelanda, Singapur, Vietnam, Japón, Malasia, Brunéi, Canadá, Estados Unidos, México, Perú y Chile. Entre otros objetivos de este Acuerdo promovido por Estados Unidos figura contrarrestar el creciente aumento de la presencia e influencia de China en el comercio mundial y reestablecer el poderío estadunidense. Adicionalmente desde su campaña como candidato republicano, como presidente electo y ya como mandatario, Trump declaró que va a reformar – o en su caso abandonar- el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAM) firmado entre México, Canadá y Estados Unidos, entre otras razones, porque lo considera como un tratado «injusto» y porque «es uno de los peores que ha firmado Estados Unidos…y ha provocado la pérdida de miles de empleos en detrimento de los estadunidenses»: alrededor de un millón de puestos de trabajo entre 1997 y 2015. Pero no menciona qué ocurriría en cualquiera de los dos casos, reforma o salida del TLC.
El 25 de enero de 2017 Trump decretó dos Órdenes Ejecutivas en materia de inmigración:
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La construcción del Muro de la Ignominia (Mexico-United States barrier) en la frontera común de más de 3 mil km en la frontera común entre México y Estados Unidos supuestamente para «combatir el tráfico ilegal de personas y drogas y prevenir actos terroristas». Esto no es nuevo porque hay que recordar que en la actualidad ya están construidos alrededor de mil 050 kilómetros de muros y vallas, cuya edificación comenzó a inicios de 1994 con el gobierno de Bill Clinton. De acuerdo con la Enciclopedia Wikipedia, el 15 de diciembre del 2005 el Senado de Estados Unidos aprobó un Plan para reforzar la barrera fronteriza, o muro, entre los dos países, para construir «…un muro fronterizo de alrededor de 1123 km. A esta escala, el muro sería sólo comparable con la Gran Muralla China. Finalmente, el Senado de los Estados Unidos aprobó el 17 de mayo del 2006, por mayoría (83 votos a favor y 16 en contra), la enmienda que prevé la construcción del citado muro con 595 kilómetros de extensión más 800 kilómetros de barreras para impedir el paso de automóviles».
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Eliminar las denominadas «ciudades santuario» (unas 300 en todo Estados Unidos) mediante la suspensión de los fondos federales destinados a estas ciudades que protegen de la deportación a los indocumentados. Esta medida afecta por igual a condados o estados que se nieguen a proporcionar a las autoridades federales información sobre el estatus migratorio de las personas que detienen. En estos santuarios migratorios los alcaldes se niegan a colaborar con las autoridades federales de migración alegando que no van a ejercer funciones de esa naturaleza.
Estas órdenes emitidas por el magnate presidencial, casi a título personal y anunciadas mediante twitter, supuestamente están encaminadas a garantizar la «seguridad fronteriza» y la aplicación de las leyes migratorias, así como a «mejorar la seguridad interior del país».
Las primeras incluyen, entre otras medidas:
La contratación de 5 mil agentes fronterizos, la detención de personas «sospechosas» de violar leyes estatales, federales y migratorias, prohibir la práctica del «catch and reléase» (atrapar y liberar) consistente en la puesta en libertad de los detenidos por infracciones migratorias, ahora con esta nueva disposición los detenidos seguirán bajo custodia policiaca, es decir, presos, mientras se determina su deportación. Los policías locales y estatales harán las veces de «agentes de inmigración» mediante el restablecimiento del Programa 287g que es un acuerdo entre las agencias locales del orden público e Inmigración y Control de Aduanas (ICE), que otorga autoridad a las policías para hacer cumplir las leyes de inmigración; disponer de recursos (públicos o privados) para construir «centros de detención de inmigrantes»; elaborar un informe que cuantifique y detalle la ayuda económica, militar y humanitaria que Estados Unidos le ha dado a México, de forma directa o indirecta, en los últimos cinco años.
En relación con las segundas, las medidas de seguridad pública interior de Estados Unidos, figuran:
Exigir la plena aplicación de las leyes migratorias contra todos los inmigrantes considerados «deportables» y utilizar todos los sistemas y los recursos disponibles para hacer cumplir las leyes de inmigración; cancelar los fondos destinados a las ciudades y condados denominados «santuario», garantizar la «deportación de las personas con órdenes de expulsión» y elaborar «listas de personas deportables» que incluyan a todas aquéllas consideradas por las autoridades como un «riesgo» para la seguridad pública o nacional, como los condenados o acusados de haber cometido delitos, los inmigrantes que estuvieren implicados en fraudes y personas que han «abusado» de beneficios públicos o que tengan órdenes de deportación; imponer multas y sanciones a inmigrantes indocumentados y a los responsables de su internación ilegal en el territorio nacional. Adicionalmente se contempla contratar 10 mil agentes para la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE). El Estado se reserva el derecho de exigir que los países reciban a sus inmigrantes una vez que sean deportados de Estados Unidos.
Por último, el magnate-presidente firmó un decreto, u orden ejecutiva, que prohíbe, o retrasa, el ingreso a Estados Unidos de ciudadanos provenientes de países como Siria, Irán, Irak, Libia, Somalia, Sudán y Yemen, y establece que los ciudadanos predominantemente musulmanes no recibirán visas para ingresar a Estados Unidos hasta que no se determine su situación.
A nuestro juicio, todo este conjunto de medidas configuran un punto de inflexión histórica en las relaciones internacionales, en las que Estados Unidos mantiene con México y, por supuesto, con América Latina. Se trata de un impulso a la aplicación de un nacionalismo a ultranza que recuerda los mejores momentos experimentados durante la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado donde, al lado de la expansión del imperialismo norteamericano, figuraban medidas internas destinadas a «proteger» a Estados Unidos tanto de la crisis económica como de los embates provenientes del exterior. Es el famoso período del New Deal (o Nuevo Trato) consistente en un conjunto de medidas puestas en marcha por Franklin D. Roosevelt entre 1933 a 1937 con el fin de actuar sobre las causas de la crisis económica estallada en 1929, cimentado en una política proteccionista encaminada a garantizar la recuperación de la tasa de crecimiento de Estados Unidos mediante programas para combatir el desempleo y auspiciar un futuro desarrollo que finalmente no se consiguió, sino más adelante a costa del desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial, de donde finalmente salió airoso Estados Unidos como potencia incontrastable en el espacio internacional y sólo contenida por la otra superpotencia encabezada por la extinta Unión Soviética y su bloque de naciones, tanto en Europa como en otros puntos del planeta, incluida África y América Latina. Desde la perspectiva política y de la ideología el trumpismo ultranacionalista recuerda los mejores momentos del macartismo furiosamente anticomunista impulsado por el senador Joseph McCarthy durante el período de la guerra fría en Estados Unidos.
Por otro lado el proteccionismo redivivo trasnochado emergente en Estados Unidos representa un fracaso y la crisis del neoliberalismo fondomonetarista y del gran capital internacional que, a sangre y fuego, impusieron en los últimos treinta años con mayor o menor intensidad de acuerdo con las condiciones particulares de regiones y países. De alguna manera el fondo del iceberg se develó con la derrota de la candidata del partido demócrata, Hillary Clinton, que representaba los intereses del capital financiero tanto en Estados Unidos como fuera de él y con el triunfo del republicano que al caracterizar la situación global de Estados Unidos como desastrosa -según el Departamento de Comercio en 2016 el PIB estadunidense creció 1,6% en 2016, el ritmo más débil desde 2011- prometió reconstruir el capital industrial y productivo mediante la imposición de políticas proteccionistas como las ya anunciadas por decreto por el magnate triunfador en las elecciones presidenciales.
La buena noticia de este acontecimiento histórico, que ocurre en el seno mismo del país más poderoso del planeta, es que puso al desnudo las profundas relaciones de desigualdad y de dependencia de un país subdesarrollado como México cuyo comercio exterior depende en más de 80% de la dinámica económica de la potencia del norte.
A pesar de los buenos oficios y señales que el gobierno mexicano le envió al de Estados Unidos en el sentido de «negociar» nuevas condiciones en que se habrá de reestructurarse la relación México-Estados Unidos en este nuevo escenario antimexicano de proteccionismo, cerrazón, xenofobia, racismo y misoginia del Presidente Trump y su gabinete blanco, la respuesta contundente y envalentonada que de éste recibió el gobierno mexicano y su presidente, Peña Nieto, fue la contundente ratificación de la construcción del muro de la ignominia (mur de la ignominie) que, además, tendrá que ser pagado por México so pena de imponerle impuestos compensatorios de hasta 20% a nuestras exportaciones que se envían a ese país en el caso de negativa de cumplir con los designios del presidente norteamericano.
La actitud lacrimosa, timorata y tibia del gobierno mexicano, a través de su aprendiz de ministro de Relaciones Exteriores, Videgaray, frente a las contundentes decisiones de Washington, además de tardía y carente de contenido, simplemente consistió en decir que «no se iba pagar el muro», pero sin plantear, ni agenda, ni mecanismos concretos para no hacerlo frente a una decisión tomada de antemano. Obviamente el gobierno tampoco ofreció explicaciones, ni mucho menos, alternativas viables y concretas a los millones de indocumentados que trabajan en Estados Unidos y cuya deportación pende de un hilo, como tampoco al pueblo mexicano que ya padece los efectos lacerantes de la crisis estructural del país exacerbada por los infames gasolinazos decretados por el gobierno en turno y que han incendiado la inflación, el desempleo, la carestía de la vida y todo tipo de calamidades sociales y humanas.
Brilla por su ausencia un proyecto alternativo de nación por parte de la actual administración gubernamental, de las clases dominantes, de los partidos políticos oficiales y del lumpen-empresariado mexicanos debido no solamente a la fuerte dependencia que mantienen no solamente del ciclo económico de Estados Unidos, de sus procesos de concentración y centralización de capital y de las grandes trasnacionales sino, además de la estrategia geopolítica de Estados Unidos consistente en mantener el status de México como su «patio trasero» que, afortunadamente en otras experiencias como las ocurridas en Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador, ha sido superado a pesar de desenvolverse todavía en los carcomidos rieles del capitalismo dependiente.
Frente al neoproteccionismo que está impulsando el nuevo gobierno estadounidense, el mexicano se aferra al viejo y desgastado ultraneoliberalismo conservador en crisis, lacerado por las profundas contradicciones abiertas en su economía, en la sociedad y en el régimen político, y que han conducido a deteriorar inusitadamente lo que los medios de comunicación llaman la «popularidad» o «índice de aprobación» del presidente, de su gabinete y de su partido que han sumergido a nuestro país en la mayor crisis de su historia, sólo solventada en determinadas coyunturas por las luchas populares y de los trabajadores en la defensa de sus intereses, de la nación y de sus condiciones de vida y de trabajo.
Otro ángulo de la aguda problemática que va enfrentar el actual régimen de gobierno es la agudización y aceleración de la crisis del patrón de acumulación dependiente exportador fundado en la producción-exportación de manufacturas cuyo eje es la actividad maquiladora, la cual tiene como núcleo duro justamente la industria automotriz transnacional y que, justamente por órdenes del magnate, va a agudizar dicha crisis al paralizar las nuevas inversiones en México y retornar sus plantas a los propios Estados Unidos como ya está ocurriendo con la Ford, la General Motors y otras empresas como Carrier productora de equipos de aire acondicionado.
El gobierno mexicano ha centrado toda su estrategia de crecimiento -que no desarrollo- en la apertura externa de inversiones extranjeras y de los mercados, en el subsidio al gran capital privado nacionales y extranjero, en la privatización de las empresas públicas propiedad de la nación, en la política de bajos salarios, estancados prácticamente desde la década de los setenta del siglo pasado en relación con la inflación inducida por el Estado y los empresarios, en la crisis de la agricultura de temporal y campesina en beneficio del agronegocio de exportación, en las llamadas reformas estructurales energética, laboral, de las telecomunicaciones, educativa y fiscal en entero beneficio del empresariado nacional y extranjero, entre otras medidas neoliberales impulsadas desde el poder federal por los gobiernos del PRI y del PAN en los últimos 35 años.
La «apertura» de México comenzó con su ingreso al GATT en julio de 1986, continuó con la firma y entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y Canadá en enero de 1994, unos meses después, en mayo de este año, con el ingreso a la OCDE y culminó con la entrada en el TTP en febrero de 2016 que acaba de abandonar su principal impulsor, Estados Unidos. Durante todo este período la tasa de crecimiento del país ha sido estacionaria al arrojar un promedio no mayor a 2%, contra el 6,5% del llamado «desarrollo estabilizador» medido a partir de mediados de la década de los cincuenta del siglo pasado hasta la entrada formal -y como régimen- del neoliberalismo en 1982.
Los supuestos beneficios de la integración conservadora de México bajo los lineamientos de Estados Unidos y de los organismos monetarios y financieros internacionales, han sido completamente nulos para la mayoría de los trabajadores mexicanos en ambos lados de la frontera. En el espacio nacional, porque éstos siempre han sido marginados de los presuntos beneficios de dicha integración y de los tratados firmados entre las élites de los gobiernos al amparo de los intereses de las grandes empresas trasnacionales y del capital internacional, quienes efectivamente han salido completamente beneficiados mediante la obtención de enormes y jugosas ganancias extraídas de la superexplotación de la fuerza de trabajo, de la poca o nula organización sindical y de la imposición de estatutos laborales discriminatorios y excluyentes de sus derechos y demandas. Del otro lado de la frontera, los trabajadores, que han emigrado hacia ese país debido a las pocas o nulas oportunidades de empleo existentes en el suyo, además de percibir salarios muy por debajo del promedio de los que reciben los trabajadores norteamericanos en el campo y en el servicio doméstico, son humillados y discriminados por la patronal que los contrata, víctimas de los traficantes de personas (los llamados «polleros»), de las arbitrariedades constantes que cometen contra ellos incluso ciudadanos que los discriminan, y bajo la constante amenaza, por parte de las autoridades norteamericanas -y, en algunos casos, de sus propios «empleadores» que los denuncian- de ser expulsados en cualquier momento debido a su estatus de ser trabajadores indocumentados.
Con la entrada en vigor del proteccionismo a ultranza sustentado en un nacionalismo burgués profundamente conservador y racista, todos los neoliberales de izquierda y derecha han puesto el grito en el cielo y no saben cómo ajustar sus evangelios ultra neoliberales pendientes de la dinámica de las mal llamadas «fuerzas del mercado» al carecer de un proyecto alternativo fuera de los cánones del neoliberalismo y del proteccionismo. Aquí hay que aclarar, y subrayar con fuerza, que lo que no está en crisis hoy en día en el mundo capitalista son estas formas que históricamente han asumido las políticas del Estado y el capital, sino en profundidad ¡el capitalismo!, lo que ya coloca la problemática contemporánea de la crisis en una perspectiva distinta a la planteada mayoritariamente por dichos enfoques.
Ante el humillante espaldarazo que le propinó el magnate al gobierno mexicano en relación con su decisión de construir el muro de la ignominia -que dígase de paso para el capital no existen muros ni obstáculos, para eso existen las transacciones financieras por medios electrónicos- de abandonar el TTP y ordenar la revisión o, en su caso, anulación del llamado TLC, el canciller Videgaray y Peña Nieto no sólo no tienen propuestas frente a estas decisiones imperiales, sino que han permanecido completamente a expensas de los dictámenes presentes y futuros del Congreso y presidente norteamericanos. En este escenario, que como dice el slogan «a río revuelto ganancia de pescadores» no han faltado los agoreros que se erigen como portadores de soluciones mágicas, por supuesto, encuadradas en los marcos del capitalismo dependiente y del sistema político de dominación vigente en el país. Los espectros del pasado hacen nuevamente su aparición: desde un Ernesto Zedillo, priista, ex-presidente de México y privatizador de los ferrocarriles nacionales que vendió a Estados Unidos, pasando por «nacionalistas revolucionarios» como Cuauhtémoc Cárdenas, ex-priista, fundador y » líder moral» del PRD , ex- Jefe de Gobierno del Distrito Federal , ahora ex-perredista y «políticamente independiente», hasta uno de los más consentidos empresarios del régimen de todos los tiempos, el señor Carlos Slim quien, con su acaudalada y millonaria riqueza, se convirtió en uno de los individuos más ricos del mundo, ha salido a la palestra mediática para proponer supuestas «salidas» a la tensión entre México y Estados Unidos. A pesar de tener una gran parte de sus inversiones en este último país, el «neodesarrollista» Carlos Slim -previa cena que tuvo con el magnate y uno de los beneficiarios de la privatización energética dispuesta por las reformas estructurales del gobierno y, por supuesto, del gasolinazo- ha intentado rebajar la problemática de la crisis económica de México, exacerbada por los efectos reales y mediáticos de la toma de decisiones del magnate norteamericano, para presentar supuestas alternativas cimentadas en la búsqueda de nuevas bajo el paraguas de una -inexistente- «unidad nacional» que solamente existe en sus bolsillos y en su mente de empresario.
En una Conferencia de Prensa (27 de enero de 2017), después de afirmar con sapiencia y profundidad, que el mismo Marx envidiaría, que Trump «No es Terminator, es Negotiator», propuso «…la necesidad de volcarnos de nuevo y por completo al desarrollo del mercado interno y a consumir lo producido en el país, porque la mejor barda son las inversiones, la actividad económica y el empleo en México. La gente se va porque no encuentra oportunidades aquí, no se va a turistear».
El magnate mexicano descubre el anillo de la espiral en una vuelta también al pasado para sustentar el desarrollo de México en el impulso del otrora caduco y superado «neodesarrollismo» capitalista, pero en el capitalismo al fin. No dice que el mercado interno se dinamiza con ingresos que obtienen los distintos sectores de la sociedad, es decir, las distintas clases sociales antagónicas que la constituyen, a partir de su peculiar lugar que desempeñan tanto en dicha estructura como en el sistema productivo y, por ende, en el espacio del mercado en la esfera de la circulación y en la distribución de los ingresos. Éstos se obtienen de tres fuentes que son el salario -el que produce el mismo trabajador como un equivalente del valor de su fuerza de trabajo- y que percibe la mayoría de los trabajadores asalariados explotados por el capital; la ganancia derivada de la plusvalía que producen millones de trabajadores y, por último, la renta de la tierra que es una parte alícuota que se deriva de la ganancia de empresario con destino al bolsillo de la oligarquía terrateniente propietaria de las grandes extensiones y fortunas territoriales tan abundantes en nuestro país. En esta estructura del capitalismo en general no existe otra «fuente» de ingresos distinta a estas tres y que, además, se derive de otra categoría que no sea la plusvalía producida mediante la explotación del trabajo por el capital. Por lo tanto, recordando a tres clásicos del estructuralismo de la Cepal: Raúl Prebich, Celso Furtado, Aníbal Pinto, para reactivar y hacer crecer el mercado interno se requiere aumentar los ingresos de la población, empezando por los salarios que, en México, prácticamente vienen en picada desde mediados de la década de los setenta del siglo pasado, cuestión sobre la cual el señor Slim no dice, por supuesto, una sola palabra.
En relación con la otra propuesta del magnate mexicano respecto a «consumir lo producido en el país», ignora completamente que lo que se produce y se consume en el país tiene un alto contenido de valor importado, particularmente de Estados Unidos y que es justamente lo que explica el constante déficit en la cuenta corriente de la balanza comercial y, por ende, de pagos, la cual es deficitaria desde mediados de la década de los treinta del siglo pasado, registrando sólo cinco superávits durante la década de los ochenta del siglo anterior.
Las inversiones provienen del capital privado nacional y extranjero que desde hace 30 años se destinan a enriquecer más a los más ricos y empobrecer más a los más pobres, la actividad económica ha entrado en un cuasiestancamiento productivo derivado de las políticas capitalistas del Estado mexicano impulsadas e impuestas en las últimas tres décadas, mientras que el empleo ha sido completamente insuficiente para satisfacer las necesidades de la mayoría de la población y los empleos creados en su mayoría son altamente precarios, de baja productividad y bajos ingresos frente a un crecimiento inusitado de la tasa de desempleo abierto, del subempleo (léase informalidad que cubre casi el 60% de la población económicamente activa), de la pobreza «normal» y de la pobreza extrema prácticamente en todo el país, cuestiones sobre las que, por supuesto, el sapiente magnate mexicano, al igual que la mayoría de los personeros del gabinete del gobierno en turno, no dicen una sola palabra.
Al pontificar los problemas de las «alternativas del desarrollo» frente a la actual situación de tensión entre México y Estados Unidos, el homólogo de Trump lo ponderó:
«Trump es un gran negociador. Hay que conocer su libro para no espantarnos. Me parece que está tocando para saber si tenemos alguna debilidad. Lo peor para tratar con él es enojarse. A lo mejor está provocando para negociar…El presidente estadunidense, quien tiene una gran estimación por México, representa un gran cambio en la forma de hacer política y de gobernar». (La jornada, 28 de enero de 2017, en http://www.jornada.unam.mx/2017/01/28/politica/004n1pol ).
El señor Slim ignora la sentencia de John Foster Dulles, secretario de Estado de Dwight Eisenhower, cuando afirmó que «Estados Unidos no tiene amigos, sino intereses» que deberían además de recordar todos aquéllos que todavía confían en la «buena voluntad» de Estados Unidos para resolver nuestros problemas.
Cuando el magnate mexicano sugiere que alguien que cataloga a los inmigrantes mexicanos como «criminales y violadores» «tiene una gran estimación por México», sería bueno interrogarse qué pasaría si el xenófobo presidente norteamericano no nos estimara: ¡seguramente tendríamos a los marins listos para recibir la orden para invadir al país para recordarnos su «buena amistad».
Estas notas permiten confirmar que el gobierno mexicano, cómplice de la construcción del muro de la ignominia ya en su primera etapa y de las políticas agresivas contra los trabajadores indocumentados en Estados Unidos, está atrapado entre su neoliberalismo a ultranza, sin proyecto y agotado y el (neo) proteccionismo imperialista que actualmente comanda el presidente Trump.
Lo que hay que entender esencialmente es que ambos «proyectos» agotados, a largo plazo son inviables para «salvar al capitalismo» en ambos lados de la frontera y en el entorno internacional, por más publicidad que en estos días le están dando los medios dominantes de comunicación al segundo que, para cuajar, por lo menos requiere mucho más de los cuatro años que dura la primera administración del presidente republicano. ¡Habrá que ver si logra incubar el huevo industrial-productivista en el vientre del desgastado sistema capitalista norteamericano antes de que reviente en el rostro del magnate!
La política y estrategia de Donald Trump consiste en impulsar hacia adentro de Estados Unidos un proteccionismo que tentativamente le permita recuperar su deteriorado sistema industrial y educativo con miras a recuperar el llamado «excepcionalismo norteamericano» y, por este conducto, intentar contrarrestar su visible pérdida de hegemonía en el sistema internacional. Al mismo tiempo que, no nos hagamos ilusiones, va a imponer y pregonar el libre mercado, la apertura comercial, la privatización económica y la imposición de las clásicas políticas restrictivas y monetaristas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial hacia afuera, es decir, en Europa y América Latina, manteniendo e intensificando sus políticas desestabilizadoras en estas regiones y en otras como en el medio oriente, especialmente en Siria, cuando así convenga a sus intereses expansionistas y militaristas. En este contexto, la guerra sería sólo un pretexto para admitir sus fracasos.
Un proyecto de esta naturaleza requiere tiempo e inversión además de contrarrestar las profundas contradicciones de un capitalismo en crisis sistémica que cada vez más se sumerge en un profundo foso sin salida de estancamiento económico, desempleo expansivo, precarización del trabajo y agudizamiento de las luchas de clases y de todo tipo de conflictos y calamidades sociales.
Habrá que ver qué ocurre primero: si el renacimiento de esa economía industrial prototípica del fordismo-keynesianismo que floreció en las primeras décadas del siglo XX pero sin «Walfare State» o el término de una administración fracasada que tenga que replantear su proyecto imperialista de redespliegue capitalista sobre otras bases.
Los síntomas del malestar social ya comenzaron a expresarse a unos cuantos días de la toma de posesión del mandato por Trump. No solamente por la lluvia de amparos ante las Cortes contra las órdenes ejecutivas que lesionan gravemente los derechos de miles de trabajadores indocumentados y de inmigrantes muchos de los cuáles, teniendo en regla sus papeles, tendrán que salir de Estados Unidos simplemente por ser musulmanes si a juicio de las autoridades así lo requieren. Además, del conflicto derivado de otra Orden Ejecutiva para retomar la construcción de los oleoductos Keystone XL y Dakota Access suspendida por el mandatario anterior, Barak Obama. Los dos proyectos enfrentan una sólida resistencia por parte de grupos ecologistas que denuncian el poder de contaminación del petróleo que procede de las arenas bituminosas cuya producción emite un 17% más de gases de «efecto invernadero». Por su parte el oleoducto de Dakota ya había causado las protestas y resistencia de la tribu indígena Standing Rock que afirma que dicho oleoducto en el caso de concretarse hará inservibles sus tierras sagradas y contaminará las aguas del río Misuri, de las que depende su sistema de vida. Se pueden agregar a estas resistencias que ya han causado las órdenes ejecutivas de Trump el relativo triunfo de la movilización social que llevó a que la jueza Ann M. Donnelly, del Tribunal del Distrito Federal de Brooklyn (Nueva York), dictaminara que los refugiados u otras personas afectados por la medida contenida en la orden ejecutiva no pueden ser deportados a sus países.
El «efecto Trump» se ha utilizado como un distractor por parte de autoridades, empresarios y políticos mexicanos para intentar frenar y desmovilizar el enorme descontento de la población que antes y después de la designación del magnate, se viene expresando mediante marchas, mítines, toma de instalaciones y de recintos gubernamentales, bloques carreteros contra la política antipopular y antiobrera del gobierno de Peña Nieto que ha agudizado la crisis económica mediante los gasolinazos y las amenazas de liberar los precios de los energéticos para cumplir con sus compromisos con las empresas trasnacionales que son los nuevos dueños de los energéticos mexicanos gracias a las «reformas estructurales». En el fondo lo anterior obedece a las demandas que estas empresas, entre ellas las norteamericanas, reclaman como condición previa para invertir: la liberalización -léase aumento- de los precios que les reditúen altos beneficios que incrementen sus procesos de acumulación y centralización de capital.
Ante esto el gobierno de Peña y el empresariado dependiente de Estados Unidos tendrán que resignarse a esperar dócilmente recibir las instrucciones de la Presidencia Imperial mientras se agudiza la crisis económica en el país y sus efectos lacerantes se echan sobre las espaldas de la sociedad y de los trabajadores, como viene ocurriendo sistemáticamente hace ya más de tres décadas y ahora a golpe de gasolinazos contra la población.
Mientras tanto, los de siempre: empresarios, políticos de todos los colores partidarios y gobierno, impulsan un risible simulacro de «unidad nacional» -que recuerda la proclamada por Ávila Camacho al estallido de la segunda guerra mundial- que en el fondo tiene el objetivo de sembrar la ilusión mediática en la sociedad de que se está enfrentando con «patriotismo» y «nacionalismo» a un «enemigo» que ha autorizado la edificación del muro de la ignominia, ordenado revisar o, en su caso, cancelar el pro-empresarial y trasnacional TLC y deportar a millones de trabajadores indocumentados que en México no tendrían otro destino más que el hambre, la miseria, el desempleo, el abandono gubernamental y la desilusión.
Solamente la movilización popular podrá frenar esta nueva embestida del imperialismo.
Adrián Sotelo Valencia. Sociólogo e investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la FCPyS-UNAM.
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