Reconozco que nunca fui partidario de escribir reseñas sobre libros que pudieran tener un gran éxito de ventas. Mi idea era poder difundir e informar sobre la existencia de obras ignoradas por el mercado y vetadas en los grandes medios. Confieso también que pensaba que la obra «Estúpidos hombres blancos» de Michael Moore, aunque apropiada […]
Reconozco que nunca fui partidario de escribir reseñas sobre libros que pudieran tener un gran éxito de ventas. Mi idea era poder difundir e informar sobre la existencia de obras ignoradas por el mercado y vetadas en los grandes medios. Confieso también que pensaba que la obra «Estúpidos hombres blancos» de Michael Moore, aunque apropiada y oportuna, sería frívola y poco profunda, apenas un panfleto divertido sobre el gobierno Bush. Tras haberla leído tengo que reconocer que es un trabajo, si no sesudo ni académico, sí documentado como para considerarlo serio. No he podido, por tanto, resistirme a celebrarlo escribiendo estas líneas, a pesar de que se trata de un libro que está arrasando en el mercado, lo que no deja de ser una luz en las esperanzas que algunos no terminábamos de tener en la ciudadanía occidental.
Ya en su introducción, Moore, quien como se recordará se llevó el oscar por su documental «Bowling for Colombine» sobre el uso de las armas en EEUU, nos avanza todos los problemas que tuvo para sacar a la luz su obra. Impresa al poco de los atentados del 11-S, 50.000 copias estuvieron a punto de ser trituradas para reciclar papel y sólo pudieron salir a la calle por pura casualidad.
El primer capítulo es quizás el más demoledor en cuanto a información y rigor. Titulado «Un golpe a la americana», es el ejemplo más claro de que el único argumento que le quedaba a la sociedad norteamericana para decir que es una democracia, el derecho a voto, es una farsa. ¿Sabía usted, por ejemplo, que el 31 % de los hombres negros de Florida no tienen derecho al voto?. Michael Moore nos aporta los detalles del golpe de mano de los republicanos para robarle la presidencia a los demócratas en las elecciones. Desde el primo de Bush, directivo encargado de la cobertura de la noche electoral para la cadena Fox, informando de la victoria de su pariente antes del recuento, hasta la aceptación de cientos de votos de residentes extranjeros, en su mayoría militares republicanos, considerados como válidos (recordemos que Bush ganó por 537) a pesar de que eran irregulares. Se enviaron después de la fecha de las elecciones, no estaban acreditados o votaban por duplicado. Para redondear el pucherazo, Bush tenía a su lado a los miembros del Tribunal Supremo, cuyo papel fue fundamental para designar al ganador. Varios de esos jueces se jugaban la continuidad en el cargo o tenían a esposas o hijos en la nómina del candidato republicano. Para más inri, se criticó que la papeleta mariposa que creo el caos y permitió que tres mil votos demócratas se perdieran la había diseñado una demócrata. Pero una demócrata muy especial, una republicana que cambió su afiliación en 1996 y que renunció a su filiación demócrata tres meses después de que Bush accediera al cargo. El funcionamiento del sistema electoral norteamericano es sencillo, Bush logró una cifra record de aportaciones para su campaña de 190 millones de dólares, cuyas dos terceras partes procedían de tan sólo setecientos individuos.
El capítulo se cierra con un «Quién es quién en el golpe» que sirve para conocer todas las personas y cargos que participaron del complot. De cada uno de ellos repasa su trayectoria política, personal y… empresarial. Un vicepresidente Dick Cheeney que contaba en su currículum votar contra le enmienda por la igualdad de derechos o contra una resolución que instaba a Sudáfrica a liberar a Nelson Mandela. El fiscal general John Ashcroft, tan rechazado que en el 2000 perdió su reelección como senador por Missouri frente a un difunto, el demócrata Mel Carnahan que murió en accidente de aviación dos semanas antes de las elecciones y cuyo nombre no dio tiempo a retirar de las papeletas. El secretario del Tesoro Paul O´Neill, que fue presidente y director general del Aldecoa, el mayor fabricante de aluminio del mundo que emite 60.000 toneladas de anuales de dióxido de azufre con absoluta impunidad. ¿Cómo lo consigue?. Teniendo como bufete de abogados al tercer mayor contribuyente de la campaña de Bush. La secretaria e Agricultura Ann Veneman, miembro de la junta directiva de Calgene, la primera compañía que ha comercializado alimentos manipulados genéticamente, posteriormente comprada por Monsanto, quien, qué coincidencia, también colaboró en la campaña de Bush. Y en esa línea, Moore repasa la trayectoria de toda la Administración Bush junior.
Y como el oscarizado escritor no se resigna, presenta una batería de acciones individuales para que el norteamericano medio luche contra el triste panorama nacional. Clarividente una de sus propuestas: «A menos que la gente decente y normal se presente a los puestos de gobierno, el cargo siempre acabará en manos de vándalos. ¿De qué sirve que nos quejemos de los políticos choriceros si no estamos dispuestos a hacer su trabajo?». No sé si es ingenuo, pero en los tiempos que corren, llamar a la participación es al menos plausible.
En el capítulo «Querido George», el más ácido y agresivo, Moore descarga contra el presidente norteamericano sin piedad. Tras el correspondiente razonamiento e aportación de datos concluye su carta al presidente: «En resumen: has sido un borracho, un ladrón, posiblemente un delincuente, un desertor impune y un llorica».
Gracias al capítulo «Lo que la bolsa se embolsa»nos enteramos que un piloto de aviación civil, responsable de la vida de cientos de personas, cobra en EEUU sólo 13.000 dólares, una cifra que le hace candidato a la asistencia social para bonos de comida, sino fuera porque la empresa le amenaza con el despido si la solicita. Nos informamos de cómo las grandes empresas norteamericanas se libran del fisco. Así, los paraísos fiscales cuestan a los contribuyentes norteamericanos 10.000 millones de dólares al año. Los impuestos de las grandes empresas supone hoy el 10 % de los ingresos del gobierno federal, frente al 27 % de la década de los cincuenta.
En el capítulo «A matar blancos» denuncia la premeditada imagen de delincuente que los medios propagan de los negros cuando en realidad, afirma Moore, «cada vez que enciendo la tele y aparece otra ensalada de tiros en un escuela, el responsable de la matanza es siempre un chico blanco. Cada vez que atrapan a un asesino en serie, se trata de un blanco. Cada vez que un terrorista vuela un edificio federal o un caldo envenena el agua del vecindario o un cantante de los Beach Boys formula un hechizo que induce a media docena de quinceañeras a asesinar a «todos los cerdos» de Hollywood, ya se sabe que se trata de otro blanco haciendo de las suyas».
Parece como si la situación de esclavitud no hubiera variado para los negros: «los ingresos medios de un negro americano están un 61 % por debajo de los de un blanco. Se trata de la misma diferencia que en 1880. En 120 años no ha cambiado absolutamente nada». El apartheid sigue tan vigente. «Cuando voy de Nueva York a Los Angeles para reunirme con gente del negocio del espectáculo, puedo pasar días sin toparme con un afroamericano a quien no tenga que darle propina». En este capítulo, el autor adjunta unos simpáticos consejos de supervivencia para la América blanca y otra lista para negros.
Otro capítulo se dedica a explicarnos las razones del deplorable nivel cultural del país. «En 1999, una cuarta parte de las escuelas públicas americanas informaron de que al menos uno de sus edificios se hallaba en condiciones precarias. En 1977, todo el sistema escolar de Washington D.C. tuvo que retrasar el inicio de las clases en tres semanas porque casi una tercera parte de los centros escolares resultaban inseguros.
(…) Se imparten clases en los pasillos, al aire libre, en el gimnasio o la cafetería; en una de las escuelas que visité, el cuarto de la limpieza se utilizaba como aula. (…) el 15 % de las 1.100 escuelas públicas no cuenta con personal de mantenimiento, lo que obliga a los docentes a fregar el suelo y a los estudiantes a apañarse con el papel higiénico. En algunos casos, los alumnos se han visto obligados a vender golosinas para que sus escuelas pudieran comprar instrumentos de música».
Pero Michael Moore nos ofrece una información hasta ahora poco difundida, el compromiso de las grandes multinacionales con las escuelas de los niños norteamericanos. Así, «se distribuyen libros escolares con anuncios de Calvin Klein y Nike». Y «Pizza Hut estableció un programa para alentar a los niños a leer. Cuando los estudiantes alcanzan el objetivo de lectura mensual, se les recompensa con artículos de la marca». Del mismo modo, «General Mills y Campbell´s Soup (…) tienen programas que gratifican a las escuelas por incitar a los padres a comprar sus productos. Generalmente Mills da a las escuelas diez centavos por cada tapa de sus productos que envíen». Existe un programa tremendo denominado «Material escolar gratuito para los niños de América». Según él, «las escuelas pueden conseguir un ordenador Apple iMac gratis por sólo 94.950 etiquetas de sopa». Y sigue: «Un total de 240 distritos escolares en 31 estados han vendido derechos de exclusividad a una de las grandes corporaciones del ramo (Coca-Cola, Pepsi, Dr. Pepper) para introducir sus productos en la escuela». Y vaya si lo cumplen, cuando un niño de un instituto de Georgia se presentó con una camiseta de Pepsi en el día de la Coca-Cola del instituto, lo expulsaron por un día. Ese es el sistema educativo de Estados Unidos.
Ácidas y provocadoras críticas contra el reciclaje como lavado de conciencia de una sociedad despilfarradora. Simpáticos análisis sobre las relaciones hombre-mujer en la sociedad moderna norteamericana. Reflexiones sobre los tristes puestos número uno de Estados Unidos en el ranquing mundial. Alguna propuesta realmente ingenua para lograr la paz en Oriente Medio, Irlanda o Yugoslavia. No falta un repaso elocuente al sistema judicial norteamericano. Una «justicia» que condena a doscientos años de cárcel a un negro por robar con una tarjeta de crédito falsificada un televisor, varios equipos de música y un coche de segunda mano. Y para los directivos de una empresa que soltó deliberadamente en el aire y en el agua 91 toneladas de benceno cancerígeno y lo ocultó a las autoridades, retirada de los cargos. Eso sí, previo pago de 800.000 dólares a la campaña presidencial de Bush.
Pero reconozco que el décimo capítulo dedicado a los demócratas me ha resultado el más sugerente. «La verdad es que la elección entre el conservadurismo compasivo de Bush y el clintonismo no tiene mucho más sentido que elegir entre el aceite de ricino y el jarabe para la tos». Moore nos relata un ejemplo muy elocuente. La administración del pimpollo Bush empezó por revocar una serie de órdenes ejecutivas de Clinton. Acto seguido, los demócratas lo pintaron como una especie de bestia negra» por eliminar las limitaciones al nivel de arsénico tóxico en el agua de consumo, recortar los fondos destinados a la planificación familiar o perforar las reserva natural de Alaska. Lo que no se dijo -y Michael Moore nos lo recuerda- es que Clinton pasó ocho años sin tomar medidas en esos asuntos, y «esperó hasta sus últimos días en la presidencia para firmar un montón de decretos y normas, muchos de los cuales prometían mejorar el medio ambiente y crear condiciones de mayor seguridad laboral. Fue la expresión última de su cinismo irrefrenable: esperar a las últimas 48 horas de mandato para hacer lo debido, de modo que todos volviésemos la vista atrás y dijéramos el sí que fue un gran presidente. Pero Bill sabía que estas disposiciones de última hora durarían lo que tardar la nueva administración en asumir el poder. Ninguna de ellas llegaría a hacerla efectiva».
«En realidad -afirma Moore-, George W. Bush ha hecho poco más que proseguir con la política de los ochos años de la administración Clinton/Gore».
La conclusión de Michael Moore entre la diferencia entre republicanos y demócratas nos debería sonar muy familiar a quienes estamos gobernados alternativamente por socialdemócratas o conservadores: «¿Hay diferencia entre republicano y demócratas? Los demócratas dicen una cosa (salvemos el planeta) y hacen otra, estrechan entre bastidores la mano de los sinvergüenzas que han hecho del mundo un lugar más sucio y cruel. Los republicanos se limitan a habilitar un despachito para esos sinvergüenzas en el ala oeste de la Casa Blanca. En eso radica la diferencia.
Prometer tu protección a alguien para luego robarle es peor que atracarlo sin más preámbulos. El mal al descubierto, el que no se esconde bajo una piel de cordero, puede resultar bastante más fácil de combatir y erradicar. ¿Preferimos una cucaracha a la que vemos pasear regularmente por el baño o una casa repleta de termitas ocultas tras las paredes?»
Y a las pruebas se remite el autor: «Los demócratas han recibido con los brazos abiertos, uno tras otro, todos los proyectos de ley presentados en el Congreso por la Casa Blanca ocupada por Bush». Por ejemplo, «el recorte de los impuestos propuesto por Bush fue aprobado con su apoyo abrumador, a pesar de que iba destinado a beneficiar al 10 % más rico del país». Y siempre sin olvidar su buen humor: «Como los demócratas se han convertido en aspirantes republicanos, propongo la fusión de ambos partidos. (…) Para acelerar el proceso, me ofrezco a pagar de mi bolsillo los gastos legales y el papeleo necesario para que la Comisión electoral haga oficial el nuevo engendro: el Partido Demócrata-Republicano. Además, como gesto de buena voluntad, dejaré que los demócratas conserven a su mascota, el asno, que bien podría aparearse con el elefante republicano para engendrar un nuevo animal fetiche».
Estamos ante un ensayo fresco y desenfadado, tan habitual entre los ensayos norteamericanos, siempre más amenos que los europeos. Pero ahora destinado a desvelar la verdad de la Administración Bush desde dentro del país. Visto que, cada vez más, las decisiones de los presidentes norteamericanos nos influyen casi más que las de los nuestros, quizás vaya siendo hora de que sigamos con más interés lo que en aquella Administración sucede.
Probablemente, un libro como éste, demoledor en el contenido y desenfadado y ácido en la forma, con tres millones de copias vendidas y traducido a veinticuatro idiomas, sea la mejor arma de destrucción masiva para poner en jaque al presidente George Bush.
«Estúpidos hombres blancos». Michael Moore. Editorial B.