«En el siglo XX la democracia pasó, en un acto de prestidigitación asombrosa, de las banderas de lucha de la izquierda a las de la derecha. Desde entonces viene siendo utilizada, en un maniqueo ejercicio de manipulación ideológica, para denostar, atacar y falsear los intentos de los pueblos y estados de ir más allá […]
«En el siglo XX la democracia pasó, en un acto de prestidigitación asombrosa, de las banderas de lucha de la izquierda a las de la derecha. Desde entonces viene siendo utilizada, en un maniqueo ejercicio de manipulación ideológica, para denostar, atacar y falsear los intentos de los pueblos y estados de ir más allá de las estrechas y limitadas fronteras de la democracia formal, occidental, burguesa». Ese es el punto de partida de Ricardo Alarcón para explicar y defender en este libro el modelo democrático cubano.
El que fuera embajador de Cuba en la ONU y ministro de Relaciones Exteriores expresa su indignación por «esa perversa inversión de los términos que hace que los gobiernos que respetan el democracímetro, aunque su población carezca de los más elementales derechos, y ni siquiera tenga la oportunidad de participar realmente en la gestión de los asuntos públicos, sea considerado democrático, mientras que otro, que con todos esos derechos garantizados, y con cuotas de participación que ya quisieran aquellos, es, a los ojos del mundo, una dictadura».
Se trata del «enfrentamiento entre dos formas de entender la democracia: la manera de Charles de Montesquieu y la manera de Jean Jacques Rousseau. La primera, rinde culto a lo formas, a la separación de poderes, a la garantía de los derechos civiles, al sufragio ritualista y formalista y a la representación como la forma de controlar a la muchedumbre; la segunda, a la participación, a la soberanía popular, a la ley como expresión de la voluntad general y el ejercicio de los derechos ciudadanos como el mejor modo de garantizar la felicidad de los hombres». Para Rousseau «era imposible la democracia en una sociedad donde unos pocos tuvieran demasiado y muchos carecieran de todo»
La obra «Cuba y la lucha por la democracia» nos ofrece un valioso estudio del sistema cubano y pulveriza los tópicos y maniqueos planteamientos en los que se sustenta el régimen de democracia representativa que se intenta presentar como modelo a clonar en todas las sociedades. Un modelo fundado «en un sistema representativo, que la gente elige a alguien que actúa en su nombre, que lo representa». Y, como decía Rousseau, «¿cómo es posible que si unos tienen demasiado y otros carecen de todo, encuentren entre ellos personas que los representen a todos?»
Porque la Real Academia de la Lengua dice que democracia «es el sistema político en el cual el pueblo participa en el gobierno. No dice que sea el sistema político en el cual se eligen las autoridades periódicamente, cada cierto tiempo entre varios partidos».
«Si la esencia de la democracia según este concepto de los representativos es la elección periódica y ahí se agota la definición, porque la restringen a eso, habría que preocuparse seriamente de la tendencia de la gente a abstenerse de participar cada vez más en esas elecciones»; afirma Alarcón.
Derrumbado el «socialismo real» en Europa es hora de que nos sacudamos el prurito que impedía denunciar el hipócrita ritual electoral que en occidente gustan llamar democracia. Desde la visualización de las evidentes injusticias y abandono de los derechos sociales hasta la mirada a los clásicos como Rouseau o Kelsen se encuentran todo un torrente de argumentos que nos llevan a poder afirmar que las llamadas democracias representativas son una farsa que es necesario desmontar.
La obra de Ricardo Alarcón recoge textos e intervenciones del actual presidente del Parlamento cubano donde repasa desde la historia de Cuba y su lucha constante por la defensa de la justicia e igualdad desde sus primeras movilizaciones por la independencia hasta la detallada explicación de las formas y métodos de democracia participativa instaurados progresivamente por el socialismo cubano.
Cómo, desde 1992, son los cubanos, a través de sus asambleas municipales, quienes deciden quiénes serán los candidatos para sus instituciones. Representantes que son postulados por los propios electores, que no reciben remuneración alguna, que deben rendir cuentas de su labor periódicamente ante sus electores y que pueden ser revocados de sus mandatos en cualquier momento. Es lo que Hans Kelsen, el padre de la Constitución austríaca, denomina «parlamentarización de la sociedad». Porque ya Jean Jacques Rousseau había demostrado que la desigualdad social hacía irrealizables la democracia y que en tales condiciones las leyes beneficiarían sólo a los poseedores de la riqueza material. Por eso la revolución cubana, desde el primer día dirigió su esfuerzo a erradicar la miseria, la incultura y el abandono.
Para Ricardo Alarcón, una de las más elocuentes contradicciones de la democracia representativa es «reducir la responsabilidad estatal, de achicar el área de responsabilidades del Estado, de pretender que los problemas de los hombres en la sociedad sean resueltos o queden reducidos al llamado libre juego de las fuerzas del mercado, e ir haciendo una definición de Estado que cada vez se desentiende más de los problemas de la gente, un Estado que, en pocas palabras, es cada vez menos un gobierno para el pueblo». Por ello, a la gente cada vez le importa menos «elegir entre los que van a integrar un gobierno que proclama que su principal misión en la vida es desentenderse de los problemas de la gente, desregular, desfiscalizar, dejar al libre juego de las llamadas fuerzas de mercado la solución o el agravamiento de los problemas de la gente».
Ricardo Alarcón responde claramente en una entrevista incluida en este libro: «no vas a convencer a la gente de que está ejerciendo la plenitud del gobierno popular porque tiene la oportunidad de marcar una boleta cada cuatro años o cada el tiempo que sea, si al mismo tiempo no tiene empleo, educación ni salud, si está privado de las cosas más elementales». Cuando se debate el sistema de salud en el congreso de Estados Unidos, ninguno de los que allí está tiene problemas de cobertura sanitaria, «piensa como sería ese debate si se hace con los 40 millones que no tienen acceso a la salud en Estados Unidos».
El presidente del Parlamento Cubano nos explica la democracia en Cuba: la revocación del mandato incluso durante el tiempo de la elección, los parlamentos obreros que debaten las decisiones frente a otros países latinoamericanos donde los diputados se enteran por televisión de las políticas de ajuste económico o de la dolarización de su moneda. «Se trata de principios que debemos mantener como las cosas más preciadas: nominación, elección, rendición de cuenta, vínculo con las masas y revocación». Frente a ello, tenemos el sistema de la democracia representativa occidental: designación por la cúpula de los partidos, financiación bancaria para la campaña, pegada de carteles con foto, papel en la urna y hasta dentro de cuatro años.
Pero, sobretodo, Alarcón manda un mensaje clave para los pueblos. Los problemas no se los va a resolver ningún político con promesas, los resuelve un pueblo: «Desgraciadamente algunos compañeros, algunos patriotas, algunos revolucionarios tendrán quizás todavía ilusiones de que algunas cosas se pueden hacer desde arriba, que van a hacerse milagros. No, aquí los milagros los hacemos todos o no hay milagros».
«En el mundo sobran toneladas y toneladas de promesas que nadie ha pensado en cumplir ni en el momento de hacerlas», afirma Alarcón. «En el caso nuestro (…) nadie le ha prometido nada a nadie, ni sería correcto hacerlo, en términos de cosas que beneficien materialmente a nadie (…), la búsqueda de las soluciones a nuestros problemas no está en la oferta demagógica de nadie, sino que será el resultado del esfuerzo, del sacrificio de todos».
Alarcón no sólo desborda conocimiento y capacidad de argumentación. Posee algo, si no más valioso, sí más cautivador, pasión: «estamos luchando por aquellos sueños que convertimos en realidad y también por preservar nuestro derecho a seguir soñando y a seguir realizando sueños en el futuro».
Pues ha de saber Alarcón que los cubanos no son los únicos propietarios de ese sueño, también es el de muchos de los que estamos fuera de Cuba. Y por ello, también estamos obligados y dispuestos a defenderlo.
«Cuba y la lucha por la democracia». Ricardo Alarcón de Quesada. Editorial Hiru. www.hiru-ed.com