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La nueva versión de 'El mensajero del miedo' se estrena el próximo viernes

Jonathan Demme reformula la teoría de la conspiración

Fuentes: El Períodico

En 1962, cuando John Fitzgerald Kennedy era presidente de Estados Unidos y la guerra era fría, el director John Frankenheimer urdió una sátira salvaje acerca de la paranoia yanqui frente al comunismo. Estrenada durante la crisis de los misiles, la película El mensajero del miedo fue pura subversión, porque disparaba a todos los extremos políticos […]

En 1962, cuando John Fitzgerald Kennedy era presidente de Estados Unidos y la guerra era fría, el director John Frankenheimer urdió una sátira salvaje acerca de la paranoia yanqui frente al comunismo. Estrenada durante la crisis de los misiles, la película El mensajero del miedo fue pura subversión, porque disparaba a todos los extremos políticos y porque poseía algunas de las escenas más desconcertantes jamás aparecidas en una película comercial. Parecía garantizado que Hollywood nunca se atrevería a volver a llevarla a la pantalla.
Sin embargo, «la idea de un enemigo oculto en el centro de la agenda social y política estadounidense es ferozmente actual. Este es un momento idóneo para reflexionar acerca del proceso político y de las fuerzas que tratan de minarlo», asegura Jonathan Demme. El director estuvo en la pasada Mostra de Venecia presentando El mensajero del miedo, un nuevo remake en su carrera –La verdad sobre Charlie (2002) fue la fallida revisión de Charada (1963)–, y su mejor trabajo desde El silencio de los corderos (1989). La película se estrenará en España el próximo viernes.

El CAPITAL, ENEMIGO
La nueva versión posee el mismo cinismo que su modelo original, aunque carece del humor negro y grotesco de aquél. Y, puesto que la Guerra Fría es ya sólo un recuerdo pop, los malos ahora no son los rojos comunistas, sino quien salió de ella victorioso: el gran capital. «Las corrientes financieras subrepticias que esponsorizan los dos grandes partidos en Estados Unidos y los grandes partidos en Europa ponen en un compromiso a la economía mundial y sus dinámicas y al funcionamiento de los gobiernos», explica Demme. En ese sentido, su película está cerca de El último testigo (1974), quizá el filme con más dosis de paranoia de la conspiración de todos los producidos por Hollywood.
«Los ciudadanos solemos creer que tenemos poder porque podemos votar, pero el poder se ejerce en los despachos, en la compraventa de influencias», dice Meryl Streep, cuyo trabajo en la piel de una despiadada fiera de la política –papel similar al que Angela Lansbury encarnó en el original de Frankenheimer– es la mejor interpretación en una película llena de ellas. Como, también, la de Denzel Washington, convertido en un oficial del ejército cuyo cerebro fue manipulado durante la guerra del Golfo. Y lo mismo le sucedió al soldado Raymond Shaw (Liev Schreiber), héroe nacional hoy colocado en la carrera hacia la presidencia.
Según Demme, «la película es tan cínica como el juego político moderno. Vivimos una realidad en la que el candidato con más dinero para emplear en propaganda es quien gana. El voto ciudadano está sujeto al control de la mente y la manipulación mediática». Streep va más lejos: «Como ya advirtió Marshall McLuhan hace más de 30 años, la tarea básica de los medios de comunicación es el lavado de cerebro».
Y hablando de memorias reformateadas, los freudianos jugueteos del filme de Frankenheimer tienen en el de Demme un equivalente más sofisticado. Moviendo los hilos se halla Manchurian Global, una multinacional de defensa que recuerda a empresas como Carlyle Group y Halliburton. «A través de Halliburton, el vicepresidente Dick Chaney obtuvo miles de millones de dólares gracias a la guerra de Irak, y así se entiende mejor por qué Bush necesita crearse enemigos y legitimar la invasión de otros países- -observa Demme–. Yo no pretendo denunciar, eso ya lo hace Michael Moore. Pero es interesante crear ficciones a partir de ello».
Interesante, desde luego, pero no sorprendente: sabemos hace tiempo que la conspiración y la corrupción son el esperanto del diálogo político. «¿Es la paranoia la única actitud posible ante el mundo actual? Quizá. Aun así, de momento yo prefiero la cautela. La idea de una úlcera no me seduce».