Me he resistido durante años a ejercer mi derecho a la crítica musical, cuando el afectado es un creador de inmensa calidad, con amplio trabajo y un comportamiento social sin tacha. Mis mejores amigos me pedían que no lo hiciera porque «podría causar algún daño». Vale, chic@s. Pero si ese artista resbala un mal día […]
Me he resistido durante años a ejercer mi derecho a la crítica musical, cuando el afectado es un creador de inmensa calidad, con amplio trabajo y un comportamiento social sin tacha. Mis mejores amigos me pedían que no lo hiciera porque «podría causar algún daño». Vale, chic@s. Pero si ese artista resbala un mal día en el pantano de la inanidad y se da el batacazo, intentando justificar la caída con todo tipo de argumentos, excepto el del reconocimiento de un bache profundo, cuando no de una debacle anunciada, la deontología periodística tiene que hacerse cargo del asunto y, aunque tiemblen tirios y troyanos, habremos de llamar a las cosas por su nombre.
En mi casa no caben tapujos, no hay lugar para el adorno o la continua disculpa, por lo que prefiero enfrentarle, a mí, y a él, con esa espantosa visión de la inutilidad presente, algo pasajera (hago votos porque así fuera), sólo atemperada por un maravilloso e incontestable pasado. Y digo él, porque su nombre es Pablo. Y su apellido, Milanés.
Como en el caso de su colega y amigo Joan Manuel Serrat, ambos nadan en una más que merecida estabilidad económica (los derechos de autor y los recitales, en la mayor parte de los casos les proporcionan una cómoda existencia), que para sí quisieran millones de norteamericanos. Pero ese no es el tema. Ojalá percibieran mucho más, si es que eso les hace felices. Pero a quien escribe estas líneas le entra el pánico cuando a una bonanza en la bolsa de un artista, le sigue un estancamiento poético y musical aparentemente inexplicables. ¿O tendré que dar la razón a aquellos que me aseguraban que un poeta comienza a morir cuando el dinero, y no las musas, entra a raudales por la ventana?. ¿O acaso será cierto que esas intangibles damas huyen del dinero como de la peste?.
Cuando nombro a Pablo Milanés, al que admiro desde hace décadas no sólo por sus canciones imperecederas, mis amig@s tiemblan como las amapolas con la brisa matutina. E inevitablemente surge el debate, la discusión, que son la fuente de donde acostumbra a nacer eso tan hermoso que llamamos «una conclusión con cierta apariencia de verosimilitud». Cristalina y depurada, esa opinión consensuada tiene más visos de realidad que otra no contrastada.
En el caso de Pablo he hablado con decenas de allegad@s; personas de sensibilidades diferentes, de distintas culturas, de ambientes muy diversos, pero todos hemos coincidido en algo rotundo: Milanés parece hoy componer de encargo, sin alma, no escribe como antes (la edad, como en el vino debiera significar mayor solera), repite una y cien veces las mismas armonías, los mismos fraseos, vaga indolente y sus ojos miran al futuro con miedo y recelo, resignado a vivir del ayer, del antes de ayer, dejando para el mañana una incógnita clavada en el cielo, como una espada de Damocles dispuesta a caer para derribar al creador de «Yolanda».
Exactamente lo mismo ocurre con Joan Manuel, que editara hace unos años el infumable «Serrat/Tarrés» (hasta el juego de palabras era infantil), cuyo lanzamiento no fue saludado con parabienes, sino más bien todo lo contrario, provocando que en un diario como «El País» (donde cada día la censura es más brutal), un periodista estuviera a punto de ser defenestrado por haber ejercido su inalienable derecho a la crítica honesta. Mi colega fue salvado en última instancia por la presión de cientos de llamadas y cartas de protesta, ante el atropello que se quería ejercer sobre la libertad de expresión. Serrat se había cabreado y se supo que uno de sus esbirros exigió a un esclavo de Polanco (El Gran Jefe de Prisa) «la cabeza del Bautista», como pago a la blasfemia que suponía afirmar que ese disco del «Nano» (y otros más, añado yo), era malo desde la primera canción a la última. Y digo yo: malo es eufemístico. Era sencillamente peor.
¿En nombre de qué o de quién los creadores de pasado brillante, deben ser excluidos de la crítica aunque ésta sea dura?. ¿Quién organiza y decide aplicar los pactos de silencio?. Yo creía, ingenuo de mí, que ese tipo de artimañas se aplicaban entre las figuras de la «derecha», como Julio Iglesias o Alejandro Sanz, que vienen a ser lo mismo, musical e ideológicamente. Es más grave aún: como Joan Manuel atraviesa un momento de salud algo delicado, unos avispados productores discográficos se van a Cuba para grabarle un homenaje, de una más que dudosa calidad, aunque con algunos pocos destellos de genialidad, contando con grandes artistas de esa isla, cuyo sistema, mira por dónde, Serrat había condenado porque en él se ejecutó a dos terroristas enviados por mister Bush. De las ejecuciones habituales en EEUU, ni una protesta. De los atentados que los gobiernos yanquis han lanzado sobre Cuba, ni una palabra. De las miles de vidas segadas en Cuba por el embargo, ni un comentario. De las miles víctimas por el terrorismo protegido desde EEUU hacia Cuba, ni una frase condenatoria. Penoso. O sea, él sí puede criticar aquello que un día defendió, pero sufre una pataleta de niño mimado si alguien que supone cercano le dice, a la cara y de frente, lo que llamamos popularmente las verdades del barquero. Y esa actitud no demuestra otra cosa que haber sido atrapado por la doble moral, el doble rasero, la hipocresía y un sospechoso complejo de megalomanía. Vuelvo a Milanés.
La última producción del artista de Bayamo es mejor olvidarla. No existe. No figura en su discografía, Es, sencillamente, un compromiso derivado de un jugoso contrato. Una retahíla de canciones en las que brilla una enorme buena voluntad pero sin el menor atisbo de sensibilidad, de aquella exquisita forma de creación que siempre le distinguió. Y eso, señores, me preocupa, me entristece.
Pablo ha caído en las más simples de las tentaciones: la repetición y claudicación. Se ha apoltronado en la desilusión, en el escepticismo de los desencantados, de los que dudan de sí mismos, de quienes han olvidado el criterio, de los tuertos que no quieren ver que algo grande, hermoso, comienza a brotar en Latinoamérica, de los sordos que no atienden el clamor alegre con el que aún se sigue el ejemplo cubano, de los que ignoran el brillo de Bolívar, los chispazos brasileños, bolivianos, uruguayos, argentinos. Pablo está en manos de esos ciegos voluntarios que odian a quienes no abandonan la lucha y la denuncia, de aquellos a los que duele el poso de conciencia que aún reservan; mi admirado autor entró en barrena, en una cuesta abajo imparable, mientras a su lado alguien grita que los culpables somos los demás, o sea, quienes sabemos con certeza que «un mundo mejor es posible».
Levanta del butacón, ponte a caminar, Pablo querido, mira de frente de nuevo, alza los ojos, lee dentro de ti y podrás recuperar no sólo al maravilloso artista que llevas dentro, sino al hombre que un día cayó del caballo, como Pablo de Tarso, y al topar con el suelo no se hallaba de cara al sol, como Martí.