Recomiendo:
0

Novedad editorial

«Contra los poetas» de Witold Gombrowicz

Fuentes: Rebelión

Contra los poetas Witold Gombrowicz © Ediciones sequitur, 2006 Formato: 115×170 Páginas: 96 Más información: [email protected]       Descripción: La filosofía de este polaco, afincado veinticuatro años en la Argentina, se antoja cargada de sentido, transparente, certera, ajustada a nuestro momento histórico. Su ataque a la poesía está muy alejado del de aquel ateniense […]

Contra los poetas Witold Gombrowicz © Ediciones sequitur, 2006 Formato: 115×170

Páginas: 96

Más información: [email protected]

 

 

 

Descripción: La filosofía de este polaco, afincado veinticuatro años en la Argentina, se antoja cargada de sentido, transparente, certera, ajustada a nuestro momento histórico. Su ataque a la poesía está muy alejado del de aquel ateniense que tenía a los poetas por inmorales y subversivos: «El problema de la Forma, el hombre como productor de Forma, como esclavo de las formas, la idea de la Forma Interhumana como soberana fuerza creadora, el hombre no auténtico, son cuestiones que vengo tratando y sobre las que he procurado siempre llamar la atención.»

 

Índice del libro:

Contra la Poesía (1947)

Contra los poetas (1951)

Carta a Gombrowicz de Czeslaw Milosz 1951)

El maldito empequeñecimiento (1952)

A propósito de Dante (1966)

A propósito de Ferdydurke (1957)

 

A propósito de Dante (1966)

 

 

Inferno. Canto terzo

Per me si va nella città dolente,

Per me si va nell’eterno dolore,

Per me si va tra la perduta gente.

Giustizia mosse il mio fattore:

fecemi la divina potestate,

la somma sapienza

e’l primo amore.

Dinanzi a me non fuor cose create

se non eterne, e io eterna duro.

Lasciate ogni speranza, voi che entrate

 

Por mi se va a la ciudad doliente, por mi se ingresa en el eterno dolor, por mi se va con la perdida gente.

 

«La ciudad doliente» escribe… ¿para referirse al infierno? ¡¿No se le ocurrió nada mejor?!

Torpe y banal definición, sin duda… demasiado «cerca de la vida». Hoy, yo lo habría dicho mejor. ¡Meta! El infierno es ante todo metafísico.

Al hablar del infierno hay que recurrir a palabras que estén en contradicción interna, y den así cabida al elemento de lo indecible.

 

En lugar de » Per me si va nella città dolente» podríamos escribir,

 

Por mí, se va a la ciudad sin fondo

Eternidad que persigue su propio abismo.

 

¡Mucho mejor! Mucho más profundo resulta este infierno que se precipita en su propio abismo.

 

Pasemos ahora al segundo verso de la inscripción dantesca grabada sobre el dintel de la puerta del infierno (se trata del principio del tercer canto de La Divina comedia: Dante y Virgilio se acercan al infernal umbral donde se leen estas palabras):

 

Per me si va nell’eterno dolore

 

Aquí lo único que puede molestar es lo de «eterno». ¡¿No dio con mejor adjetivo?! Veamos. Pensemos y escribamos… tampoco hace falta empeñarse mucho, se me ocurren no pocas, sino muchas, ideas más brillantes ya listas en mi cabeza. Por ejemplo:

 

Por mí, se va ahí donde el mal

se infecta a sí mismo y supura para la eternidad

 

En cuanto a la exégesis de mis versos: si mi primera (y metafísica) definición del infierno subraya su absoluta inhumanidad, esta segunda expresa el único elemento capaz de humanizarlo, por poco que sea: de hacerlo comprensible al hombre. Claro está: estamos ante una chapuza. Este infierno es una empresa remendada.

 

Se trata de una idea moderna (y no poco fascinante, a mi entender).

 

En efecto, el mal absoluto debe estar «mal hecho» hasta en su propia existencia. El Mal que sólo quiere el mal y nada más que el mal no puede realizarse «bien», es decir, cabalmente. El «hombre malo» comete una «mala acción» -matar a su vecino, por ejemplo-, pero para él ese mal es un bien. No lo comete porque esté mal sino porque, para él, es un bien, que se ajusta a sus intereses… de ahí que lo quiera hacer «bien» y no mal. Este hombre no se distingue de los demás: busca el bien; la única diferencia radica en que encuentra el bien en el crimen. ¿Y Satanás? Satanás quiere el mal y sólo el mal, y no podría desear el bien, de suerte que «hará mal» su función. Así el infierno es algo mal hecho; está torcido en su propia esencia; es una baratija.

 

Interesante idea. Moderna. Acaso se pasa de dialéctica, pero amplía nuestra imaginación…

 

Sólo con esta idea de la chapuza puede la Humanidad aprehender el infernal abismo. Una visión del Mal que se roe a sí mismo, que se tortura… no está mal… interesante.

 

Pero el peregrino de Florencia desconocía esta idea y nunca podría haberla concebido. De haberla atisbado, la habría acogido arrodillado y, con él, Virgilio. ¡Qué salto habría dado el infierno con semejante acicate!

 

El tercer verso,

 

Per me si va tra la perduta gente

 

Puede quedarse así, nada que objetar por mi parte: la «perdición» sabemos bien lo que significa… sin embargo, completaría el verso con un calificativo acaso sorprendente:

 

por mi se va con la perdida gente

e Incansable…

 

Sí «incansable», un adjetivo sencillo, tosco, como cuando decimos «un bailarín incansable», «un trabajador incansable», pero que nos remite a la idea de «indestructible». La humanidad del condenado es en efecto irreductible, eterna: el Diablo y el Hombre son las dos columnas indestructibles del infierno.

 

Recompongamos el todo:

 

Por mí, se va a la ciudad sin fondo

Eternidad que persigue su propio abismo,

Por mí, se va ahí donde el mal

se infecta a sí mismo y supura para la eternidad,

Por mi se va con la perdida gente

e Incansable…

 

Y comparen mi versión con el terceto original, tan superficial y torpe. Con estas tres ideas nuevas, ¡sí que estamos ante un infierno dantesco! Insisto: podría haber echado mano de otras diez ideas, igualmente vertiginosas y desconocidas por Dante (podría concebirlo como «continuidad», o como algo «granulado», o usar categorías como las de «transfert», «fondo», «trascendencia», «alienación», «función», «psiquismo», «existencia en sí y para sí», etc., etc., etc. ah!, ah!, ah!).

 

Heme aquí, comunicando por entre el tupido torbellino de seis siglos colmados de existencia; heme zambulléndome en el Tiempo concluido para alcanzarlo a él, el muerto, el Alighieri que ya fue. En nuestra convivencia con los muertos lo único anormal es que nos resulte tan normal. Decimos: vivió, murió, escribió la Divina comedia y yo ahora me la leo…

 

Y sin embargo, de seguro, el pasado es lo que ya no existe. No digamos un pasado de seis siglos: algo tan lejano que ni yo mismo -aún en mi propio pasado- jamás pude encontrarlo. Desde que vivo, ese pasado ya fue. Entonces, ¿qué quiere decir «vivió en el pasado»? En mi presente encuentro restos del pasado -un poema- con los que puedo deducir esa existencia que ya fue, pero debo recrearla. Sin embargo, para poder decir de alguien que ya «fue» (término ininteligible: parece un «es», pero debilitado), ese «fue» debe aparecerse en el horizonte de mi presente, como un punto en el que se entrecruzan dos rayos: uno que viene de mí, de mi empeño recreador, y el segundo que procede del exterior, en ese cruce entre el pasado y el futuro, ahí donde transcurre el tiempo y que me permite comprender que lo que «fue» «es», en tanto que cosa que «fue».

 

Convivir con el pasado significa aprehenderlo sin pausa, convocarlo sin fin a la existencia… pero como lo leemos a través de los restos que nos dejó y éstos dependen del azar, de los materiales -más o menos frágiles y accidentados- que nos han llegado, ese pasado es caótico, fragmentario, casual. Nada sé de una de mis tatarabuelas: su aspecto, su carácter, su vida, nada salvo este hecho: el 16 de junio de 1669, el día de la elección del rey Miguel Korybut mandó comprar dos medidas de fustán y jengibre. Tan solo ha quedado de ella un apolillado papel lleno de sumas y en el margen una anotación, (no recuerdo exactamente) algo así como: «Sr. Szolt, a su regreso de Remigola, tendrá a bien traerme dos anas de fustán y jengibre». Jengibre y fustán, nada más.

 

El pasado es pues un gigantesco escenario hecho de minucias… así es… Y, sin embargo, sorprende ese deseo de tener un pasado lleno, vivo, colmado de personajes, concreto… y sorprende que ese deseo sea tan pertinaz.

 

Son las diez de la mañana… niebla en la montaña… de pronto dispersada por la luz.

 

Una vez, en Argentina, navegando el Paraná superior, cruzando sus tortuosos meandros, iba recibiendo con gran tensión la visión del nuevo paisaje que surgía tras cada recodo del río; como si esos paisajes hubieran de debilitarme o fortalecerme; de la misma manera que, a lo largo de mis muchos años de trabajo literario, escruté con mi mirada el mundo, intentando saber si mi época me confirmaba o negaba. Durante años lo avistado fue positivo y nada reconforta más que constatar que la evolución del gusto, de las ideas, de los usos, de las técnicas se alía con uno y le va abriendo caminos. Hoy en día, sin embargo, las cosas son más complicadas. Veo multiplicarse en torno a mí fenómenos sin duda familiares pero que parecen estar envenenados por intenciones que me resultan molestas.

 

El problema de la Forma, el hombre como productor de Forma, como esclavo de las formas, la idea de la Forma Interhumana como soberana fuerza creadora, el hombre no auténtico, son cuestiones de las que vengo hablando y sobre las que he procurado siempre llamar la atención: pues bien, intenten cambiar el concepto de «Forma» por el de «Estructuralismo» y me verán en el centro mismo de la actual problemática intelectual francesa.

 

¿Cómo se explica entonces esa antipatía, entre yo y ellos… parece como que, dándome la espalda, se dirigieran en otra dirección? Sus obras, ya sea el Nouveau roman français, su sociología, su lingüística o su crítica literaria denotan una propensión de espíritu que me resulta desagradable, detestable, fuera de lugar, poco práctica, ineficaz… Sin duda, lo que nos separa de entrada es que ellos proceden de la ciencia y yo, del arte. Rezuman universidad: esa pedantería, consciente y obstinada; ¡esos aires magistrales! Esa acritud, su insistencia en el tedio, su asocialidad, su soberbia de intelectuales, su rigidez… cuanto me molestan, cuan altivo es su lenguaje… pero hay más: una razón más profunda de desacuerdo. Así como yo pretendo ser distendido, ellos resultan crispados, tensos, estirados, obstinados… y mientras yo me «aproximo a mí mismo», ellos sólo saben de una pasión: la autodestrucción; quieren huir de sí mismos, renunciarse. El objeto. El objetivismo. Una ascesis casi medieval: esa «pureza» que, en su deshumanización, les atrae. Pero cuidado, ese objetivismo lejos de ser frío (ellos lo quisieran gélido) esconde una trampa: el dardo de una intención agresiva, provocadora; sí, es provocación. Y con estupor recibo su nomenclatura (que creía para siempre enterrada); ese vocabulario que recuerda a la astrología, la cábala, la magia y, además, es belicoso y rebosa de una especie de desafío: es como la muerte renaciendo…

 

Para mí, cada intento del hombre de salir de sí mismo -ya sea la estética pura, el estructuralismo puro, la religión o el marxismo- es una ingenuidad condenada al fracaso. Un misticismo propio de mártires. La propensión a deshumanizarse (que yo mismo practico) debe necesariamente complementarse con su opuesta: la propensión a humanizarse, de lo contrario lo real se derrumba como un castillo de naipes y nace el peligro de ahogarse en el verbalismo de lo irreal. ¡No! Sus fórmulas no saciarán a nadie. Vuestras construcciones, todos esos edificios que levantan permanecerán vacíos mientras no venga alguien a habitarlos. Cuanto más os parezca que el hombre es inaprensible, inalcanzable, abismal, inmerso en otros elementos, prisionero de las formas, como articulado por unas palabras que no le pertenecen, tanto más necesaria e imperiosa se hará la presencia del hombre normal, el que experimentamos y sentimos en nuestra cotidianeidad: el hombre de la calle, del bar, el hombre concreto. El alcanzar las fronteras de lo humano debe contrarrestarse de inmediato con un repliegue en lo más humano, en lo normalmente humano. Se puede sondear lo más abisal de lo humano pero siempre que se vuelva a la superficie.

 

Y si me preguntan que dé una definición, profunda y compleja, de ese alguien que debería, a mi entender, habitar esa ristra de construcciones diría, sencillamente, que es el Dolor. La realidad, en efecto, es aquello que se nos resiste, que nos hace daño. El hombre real es el que siente dolor.

 

Más allá de todo lo que nos cuentan, en todo el universo, en toda la extensión del Ser, solo existe un único elemento atroz, imposible, inaceptable, una sola cosa verdadera y completamente opuesta a nosotros, que nos aplasta: el dolor. Sobre él, y sólo sobre él, se basa toda la dinámica de la existencia. Supriman el dolor y el universo se tornará indiferente…

 

¡Bueno! Todo esto resulta demasiado serio como para andar filosofeando. Pero la cosa resulta, sin duda, angustiosa. Y, sin embargo, para todos esos pensadores (y para otros muchos), el universo sigue siendo el terreno de tranquilas, cuando no olímpicas, especulaciones cerebrales. Sus análisis rebosan salud siendo como son obra de unos profesores con muy buena salud y bien acomodados en sus cátedras. Su desconsideración, perfectamente infantil, hacia el Dolor está en la base de sus incasables puzzles intelectuales. Si ya la libertad sartriana no sentía ni temía el dolor, los objetivismos de hoy parecen surgir directamente de la anestesia.

 

Inútil subrayar la contradicción de mi razonamiento. Abogo por un hombre distendido y «normal» pero, al mismo tiempo, transido por el Dolor. La contradicción es sólo aparente.

 

¿Debo pues luchar contra su ascetismo guerrero o, por el contrario, sumirme en mí mismo, darme a mí mismo, instalarme en mí como en una fortaleza?

 

Les deseo un buen dolor de muelas.

 

Este libro, la Divina comedia, abierto sobre mi mesa, se escribió hace seis siglos.

 

¿Qué debería significar para mí el pasado del género humano? Estoy sobre una inmensa montaña de cadáveres: todos los que ya fueron. ¿Estoy encima de qué? ¿Qué sentido tiene el magma bajo mis pies, ese hormigueo de existencias terminadas lejos de mí?

 

¿He de buscar en el pasado seres humanos o, más bien, una suerte de abstracta dialéctica sobre la evolución?

 

Lo que de inmediato se percibe es que de los hombres del pasado sólo llegan a mí los más importantes. En la Historia para permanecer se debe devenir… todos los cementerios de la antigua Grecia se reducen a unos pocos centenares de personas: Alejandro, Solón, Pericles… y de la Florencia medieval, ¿cuántos otros hombres destacan aparte de Dante?

 

En el gran desfile de todos los muertos del mundo sólo podría reconocer a los Grandes. Me gusta la aritmética, me permite abordar no pocos problemas. ¿Cuánta gente muere cada día? ¿Doscientos, trescientos mil? Cada día, un ejército entero -unas veinte divisiones- se va para la tumba. Y no sé nada, no oigo nada, no estoy al tanto… nada, absolutamente nada… todo ocurre fuera de mí. La discreción de la muerte (¡y la de la enfermedad!). Quien no supiere que en este bajo mundo se muere podría atravesar durante años nuestras calles, nuestras plazas, nuestros parques o nuestros campos antes de descubrir que tal cosa como la muerte existe de verdad. ¿Y los animales? ¡Qué asombrosa discreción! ¿Cómo consiguen los pájaros que nadie sepa que han muerto? Sus despojos deberían estar por doquier, pero podremos caminar hasta el infinito sin encontrar (apenas) el más mínimo esqueleto. ¿Dónde desaparecen? No son tantas las hormigas o los roedores.

 

La muerte es universal, imprecisa, no deja rastro. Pero yo en estas condiciones? Yo con mis necesidades, con las necesidades de mi yo? Cuanto menos consigo discernir de entre esas masas de cementerio más me aferro a los Grandes. Les conozco en persona. Son la Historia. Ningún escenario de almoneda podría sustituirlos.

 

Pero mi actitud hacia ellos, ¿es lo suficientemente personal? Se trata de una pregunta muy importante para mí.

 

¿La Divina comedia? No me basta. Lo que busco es Dante, pero sin encontrarlo porque el Dante que me ha trasmitido la historia es justamente el autor de la Divina comedia. Esos grandes hombres dejaron de ser hombres para ser obras.

 

Pero aún irrita más el hecho de que nuestra actitud hacia las obras resulta inadecuada. En el colegio y en casa nos enseñan tan sólo a respetar y venerar a los Grandes pero nuestra actitud para con ellos no deja de ser ambigua: admiro y me postro ante los Grandes pero al mismo tiempo los trato altivamente, con conmiseración y suficiencia. Valgo menos, puesto que ellos son los Grandes. Pero también valgo más al haber nacido después de ellos y estar en un estadio más alto de la evolución.

 

Esta segunda actitud que definiría «brutal» o «inmediata» no suele darse. Nos limitamos a concebir al autor y su obra conforme a su dimensión y relevancia históricas. Veamos que da de sí esa visión más directa. ¿Puedo, honestamente, con mi imaginación de hoy, entusiasmarme con los productos de una imaginación naciente, casi campesina como la de Dante? Los tormentos de todos sus condenados, ¡qué zafios y simplones!. ¡Tan míseros y tan parlanchines! Esos sermones declamados entre dos torturas… esas situaciones idénticas que se repiten con cansina monotonía (sin embargo, desde una perspectiva histórica habría que decir que como obra del siglo XIV esas situaciones rebosan recursos e imaginación), mientras XXX lo temporal penetra in crudo en lo Eterno, con sus XXX

¿Y el pecado? Él no parece sentirlo: sus pecados carecen de fuerza, parecen más bien infracciones, ni nos atraen ni nos repelen.

 

 

En esta misma línea podrían decirse muchas más cosas y demostrar que se trata de un poema simplón, pobre, aburrido, cansino. Y acabar concluyendo melancólicamente: nunca alcanzaré este hombre a través de su obra. Atrapado por la Historia no es para mí sino una gran obra histórica. Y cuando intento alcanzarlo a mi manera, brutal e inmediata, prescindiendo de la Historia, ¡su Divina comedia no vale un duro!

 

Entonces, ¿qué es el pasado para mí? ¿Un agujero? Y los hombres de verdad, ¿dónde los ponemos?.

 

 

Retomo el terceto

Per me si va nella città dolente,

Per me si va nell’eterno dolore,

Per me si va tra la perduta gente.

 

Y prosigamos

 

Giustizia mosse il mio fattore:

fecemi la divina potestate,

la somma sapienza

e’l primo amore.

 

¡¿Qué ocurre?!

¿Cómo?

¿Cómo pudo hacerlo?

¿Qué horror?

¿qué bajeza?

 

Ahora sí que lo veo: es el poema más monstruoso de la literatura mundial; un poema que página tras página va despachando letanías de tormentos, listados de torturas. El primer Amor, justamente este su primer Amor desvela de pronto toda la monstruosidad de la empresa. Y su bajeza. Pase aún el Purgatorio, si concedemos que tales pecados exijan realmente castigos tan satánicos… mas se avista la barlume de la salvación. `Pero ¿el Infierno?

 

El infierno no es castigo, ya que el castigo lleva a la purificación, tiene un fin. El infierno es tortura eterna, y ese condenado dentro de diez millones de años gritará de dolor del mismo modo que está gritando ahora: nada, jamás, cambiará para él. Algo intolerable, que nuestro sentido de la justicia rechaza.

 

Él, sin embargo, escribe sobre la puerta del Infierno:

 

Fecemi il primo amore

 

Sólo por miedo y por vileza puede escribirse tal cosa… por la más ruin de las adulaciones. Aterrorizado y temblado, acaba rindiendo los mayores honores al mayor de los terrores, llamado Supremo Amor al colmo de la crueldad. Jamás se usó la palabra Amor de una manera tan descaradamente paradójica. Ninguna palabra dicha por los hombres se habrá jamás usando con tanta perversión. Justamente la palabra más sagrada, la más querida de todas. Se nos cae de las manos, este libro de la vergüenza, y nuestros labios ofendidos murmuran: no hay derecho…

 

Recojo el libro de la vergüenza, ojeo el poema en su conjunto… no hay duda, todo este baño infernal desprende el perfume del Amor supremo. Dante acepta el Infierno, lo aprueba, es más, lo venera! ¿Cómo puede ser? ¿Que pasó para que una obra tan viciada por el miedo enloquecido, tan servil y tan contraria al más esencial sentido de la justicia humana acabara convirtiéndose con los siglos en un Libro Edificante, en el poema más solemne?

 

¡Católicos! Esta Divina comedia no deja de ser vuestra… ¿cómo habéis podido encajarla en vuestras conciencias?

 

Según la Iglesia y su doctrina el hombre se creó a imagen y semejanza de Dios.

 

De suerte que todo lo que se oponga al más profundo sentido de la justicia no puede ser justo, ni acá ni allá.

 

Un artista católico no tiene derecho a escribir contra sí. Toda la Divina Comedia está en pecado mortal.

Pero el mundo católico la adora.

 

 

Bien, Bien… pero ya lo agarré, lo alcancé y no lo suelto: acaba de ofenderme, de indignarme y esto me indica que está ahí abajo… detrás del muro del tiempo… se convirtió en persona…

 

El supremo Dolor, lo convirtió en alguien.

 

¡Bien! Curioso, sí: el Dolor nos hace reales. Sólo el Dolor nos une a través del tiempo y del espacio; el Dolor reduce las generaciones a un mismo denominador común.

 

 

¡Pero bueno! ¿Qué profuso coro es este, esta especie de coral de sapos que se me acerca, me envuelve como la niebla y se disuelve como la humedad? Acabo de ver al hombre que encarna este libro, pero escuchando con más atención, entiendo que no es él quien canta. Canta toda la Edad Media.

 

¿Cómo pudo indignarme antes? No sólo Dante aprueba el Infierno, es todo el Medioevo. Él se limita a reiterar fórmulas, a repetir lo que una conciencia colectiva codificó. Palabras… palabras vanas… así se hablaba entonces, poco más…

 

Y hete aquí que la Divina Comedia vuelve a ser para mi un monumento, una forma, una codificación, un ritual, un gesto, un oficio, un ceremonial… Curioso: cuando entendí antes que este poeta escribía contra sí mismo, conseguí entablar un contacto personal con él. Pero al descubrir que escribe contra sí mismo, entiendo que escribe al dictado de su época y esta contradicción interna pierde así su fuerza de realización. Todo palidece.

 

Además. ¿Cómo pude tomar en serio la solemnidad del poema, todo ese prestigio del que goza? Palabras… nada más que vanas palabras! No es más que un ritual de inter-humana veneración; ajustado a ese otro rito de los cantos interhumanos. Ahí abajo, él celebra su función y, en consonancia, aquí, otros se arrodillan. La veneración es la mejor prueba del descreimiento.

¿El Infierno? ¡Cuentos! ¡Es un mito!

 

Bien! Bien! Todo adquiere otra dimensión. ¿Cómo pudo escribir tan impunemente «el primer amor»? Muy sencillo: ese Infierno no es verdadero. Las torturas son retóricas, los condenados declaman. La eternidad es la indolente eternidad de los monumentos. Sólo retórica: los jirones que se sumergen y vuelven a la superficie; las majestuosas jerarquías de pecados, de tormentos; las iniciaciones, las profecías, la creciente luminosidad, las virtudes y los coros, la teología y la ciencia; los misterios, los malditos y los sagrados; todo, todo. Dante recitaba su época. Pero también la época recitaba, de suerte que el poema viene a ser una doble fraseología: el poeta se ha molestado en recitar lo que ya todos había recitado. Algo parecido a ese ambiente de domingo en los bares, cuando la gente hable de los partidos del día: ¿realmente les apasiona el fútbol? No lo creo. Tan sólo han aprendido a hacer uso de ese vocabulario, a expresarse de esa manera, a falta de un lenguaje ya listo con el que hablar de otras cosas. La humanidad se mueve por el camino trillado de los modos de expresión.

¡Un poema vacío, que existe oponiéndose a la realidad, casi contradiciéndola!

 

¡Cuidado! Todo este discurrir se antoja, ¡demasiado ligero! ¡No se escapa al Infierno tan fácilmente, listillo! El Infierno existe, cómo no. Existe, existe…

 

Acaso olvidas que según el código recogido en la Divina comedia los herejes eran verdadera, realmente quemados vivos. El fuego abrasa, por tanto…

 

Y, así, el diabólico poema vuelve a gritar como un alma condenada; y a vomitar tormentos.

 

Resulta muy instructivo (y recomiendo esta experiencia a todos los teóricos de la cultura) acercarse de vez en cuando al centro del Dolor. Os atrae y os atrapa siempre más. La verdad se torna entonces grito y desgarro.

 

No obstante,…

 

Vuelvo a recordar que esta Realización del Infierno se hizo posible sólo en una atmósfera de Irrealidad perfectamente irresponsable.

 

¡Claro! La deslumbrante austeridad de Santo Domingo debió descender entre los magnates del «brazo secular», y caer presa de la política, de la ambición, de tantos apetitos más que terrestres; llegó hasta los escritorios de los burócratas; se escondió tras las funciones, las tareas, los oficios y, llegando más abajo, filtró hasta las toscas manos de los verdugos, insensibles, ellos, al Dolor. Sin esta progresiva degradación, ¿qué hombre sería capaz de quemar a otro vivo? La idea, la radical idea del pecado, del infierno, de la tortura debió desperdigarse por muchas mentes oscuras, por muchas obtusas sensibilidades, antes de llegar a estallar en una llama dura, implacable, que abrasa de verdad.

 

¿Qué eres, pues, Divina Comedia?

¿Torpe obra del pequeño Dante?

¿Poderosa obra del gran Dante?

¿Monstruosa obra del vil Dante?

¿Retórica declamación del hipócrita Dante

¿Un fuego de artificio? ¿Un fuego real?

¿Una irrealidad?

¿Un nudo difícil y complejo de real e irreal?

 

Dinos, peregrino, ¿cómo alcanzarte?