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A la marcha por las Autonomías Indígenas

Discurso por la tierra y el territorio

Fuentes: Rebelión

La discusión acerca de la tierra es propuesta por quienes, precisamente, no tienen acceso a ella. Es decir, la carencia y privación de tierra es el locus desde el cual tiene sentido hablar por la tierra. La no tenencia tiene aquí otro modo de entender el «tener». No se trata de la propiedad de la […]

La discusión acerca de la tierra es propuesta por quienes, precisamente, no tienen acceso a ella. Es decir, la carencia y privación de tierra es el locus desde el cual tiene sentido hablar por la tierra. La no tenencia tiene aquí otro modo de entender el «tener». No se trata de la propiedad de la tierra sino del sentido que consideramos cuando nos referimos a la tierra como nuestra. Al conjunto de derivaciones que se desprende de la lógica de la propiedad se opone, de este modo, la lógica de la pertenencia. Consideramos algo nuestro cuando el grado de relación se establece en términos de pertenencia. O sea, ¿qué se quiere decir cuando se dice mi predio o mi mujer? La pertenencia se entiende como aquella gratuidad pasiva (la paciencia de la caricia que espera la respuesta siempre libre) del merecedor; como diciendo: «yo pertenezco a mi predio porque nací en él», «yo pertenezco a esa mujer y no a otra, porque ella me tomó un día para siempre». La pertenencia es una relación de responsabilidad. Soy (es decir, estoy constituido, soy lo que soy) alguien desde que ella me hizo descubrir (la novedad que hace a quien descubre lo que es) mi singularidad (la dialéctica del descubrimiento precisa de la otredad; se trata de un movimiento trascendental sólo posible por la presencia de ella); del mismo modo, soy lo que soy desde que nací en un lugar, porque ese lugar me dio la vida, le dio a mis ojos el regalo de verle, a mis manos el suelo donde se cultivan y la cultiva, el aire para que la boca pueda cantarle…

La lógica de la propiedad diluye esta pertenencia y esta relación de responsabilidad y estima más bien la condición de la posesión, de modo que la pertenencia se transforma en posesión. Yo no pertenezco a ella, ella me pertenece, la relación ya no es de merecimiento sino de imposición de uno sobre otro. Algo es propiedad cuando es reducido a cosa: alguna cosa como cualquier otra. La cosa no puede reclamar pertenencia, su ubicuidad sólo se determina cuando sirve a los fines que se propone el posesor, es decir, cuando se subsume como medio de un fin que le es impuesto. En tal situación, la libertad se devalúa a una relación de oposición, donde la lógica de la propiedad determina la libertad como incremento del ser en el tener. De modo que se devalúa toda otredad en mediación: todo aparecer en el horizonte de la propiedad queda determinado como objeto a disposición; esto hace posible una relación de dominio eficaz con los utensilios (la tecnología moderna), pero hace imposible construir relaciones humanas sobre ello: toda relación humana acaba siendo inhumana cuando los seres humanos se degradan a mera condición de objetos a disposición.

Degradar todo a condición de objeto es necesaria en una lógica de la propiedad. Porque dentro de esa lógica el sujeto se sustantiviza y hace del resto una indiferencia predicativa; pues el sujeto es el único actor que, en el uso del verbo, garantiza para sí toda acción en y sobre el resto (que está a disposición de sus apetitos). La violencia se garantiza por la gramática y, de ese modo, se reproduce en la naturalidad del lenguaje cotidiano. Por eso se hace necesaria la resemantización de lo mío y lo tuyo, es decir, pasar lógicamente de la propiedad a la pertenencia. Esto es necesario cuando se trata de desmontar una estructura que se reproduce inconscientemente en el momento racional por excelencia: la palabra. En términos de la propiedad, las fronteras y las delimitaciones garantizan la separación y la desigualdad; en la pertenencia nos remitimos a lo que nos une (el pacto presupone esta lógica, pues se pacta desde una situación originaria que nos remite siempre a una pertenencia común).

Dentro de la lógica de la pertenencia, la tierra no es entonces un algo sino un alguien, cuyo artículo la determina también sexualmente, es decir, es Ella, la Tierra. Por eso se le dice Madre: Pachamama. La relación que se establece es filial, es de Madre a hijos. Los hijos hablan por la Madre cuando esta se les es arrebatada. Los despojados de Tierra son como huérfanos que lloran por la Madre cautiva. De tal modo que también la Madre llora. Por eso se habla por Ella no en términos de propiedad sino de pertenencia. Nosotros pertenecemos a la Tierra como los hijos pertenecen a la Madre. Las naciones indígenas y originarias hablan por la Tierra porque Ella se encuentra cautiva. El rescate es necesario cuando ya no se trata sólo de la sobrevivencia de los hijos sino de la vida misma de la Madre. La condición de propiedad socava la existencia misma de la Madre. Los que la reclaman son los merecedores de llamarse hijos porque Ella misma no puede liberarse de una condición que la condena a mera proveedora de riqueza para el disfrute de unos cuantos y la miseria de los muchos. Una situación de miseria se traduce en la Tierra cuando esta pierde su capacidad reproductiva; lo cual señala un irracional (y literal) aprovechamiento de sus generosos favores. Como Madre, la Tierra, no puede negarse a dar a los hijos lo que piden, hasta el extremo de privarse del propio alimento y condenarse a una situación anémica (crisis ecológica que se traduce en la destrucción de su capacidad reproductiva). Condición que produce una economía que se sostiene sobre el principio de propiedad (que no es propiedad a secas sino privada: donde lo que se priva es lo común). El capitalismo es una economía que piensa en cómo incrementar infinitamente la riqueza, pero descuida lo fundamental: ¿cómo preservar las fuentes de toda riqueza posible: el ser humano y la Tierra? Estas fuentes no son como el afán de riqueza: infinito. Son finitas, es decir, son fuentes que se pueden secar. Sin seres humanos no hay reproducción del capital. Sin Tierra no hay reproducción de la vida. Pero si todo tiene condición de objeto entonces no valen por lo que son sino por lo que se les puede sacar; el afán de riqueza justifica la explotación sin advertir las consecuencias de tal lógica: la vida es finita y no se le puede sacar infinitamente todo lo que tiene.

Hablar por la Tierra es hablar, en definitiva, por la vida. Hablar por Ella significa pensar una economía del merecimiento, es decir, una economía para la vida. Se trata de una economía que no se fundamente en optimizar la tasa de ganancias sino en asegurar la vida de la comunidad toda y, en especial, la vida de la Madre. Las naciones indígenas son los ahora portavoces de la Madre, porque el horizonte civilizatorio que les sostiene presupone a la Tierra no como objeto sino como Sujeto, cuya jerarquía obliga a la responsabilidad y la obediencia. Lo cual se determina política y económicamente en lógicas más racionales y universales que la racionalidad moderna-occidental. Las contradicciones que arrastra esta racionalidad no es sólo asunto de una séptima parte de la humanidad, sino que arrastran a todo el conjunto de la humanidad cuando lo que se encuentra en peligro no es una civilización, ni siquiera una cultura, sino la vida misma del planeta. Reestructurar y recomponer otras formas de vida, en esta coyuntura mundial, demanda no sólo su posibilidad sino su necesidad; sobre todo cuando hablamos de reestablecer una dignidad humana que supone el merecimiento de un ser para la vida.

Este hablar por la Tierra aparece en una situación crítica. Es un grito que clama y que se desata en lamentos (porque nos jugamos la vida en ello); lo cual deriva en movilizaciones, levantamientos, violencia; porque se trata del dolor de la Madre que desata la indignación de los hijos, pues son también hijos quienes lastiman de muerte a la Madre por sus deseos de poder y riqueza. Eso produce injusticia, como el privar de agua al prójimo cuando se cerca una laguna (como la laguna Corazón, de propiedad, además ilegal, de la familia Marincovic) o la detentación de extensas hectáreas como ostentación del patrimonio familiar. A la Tierra le afecta la condición ética de quienes la habitan, de otro modo no se podría entender la siguiente afirmación: «¿Qué haz hecho? La voz de las sangres de tu hermano está clamándome desde la tierra» (Génesis 4:10). Es la Tierra la que clama la perdida del hermano, porque es la Tierra la que recibe la sangre derramada, como testigo impotente de lo que se comete contra el hermano. Como otras tradiciones anteriores a la modernidad occidental, la tradición semita-hebrea tampoco responde a una relación sujeto-objeto. Es más, se podría decir que la modernidad es la única cultura que se sostiene sobre esta relación; por eso su impacto sobre el resto del mundo es contundente, pues esa relación hace posible una producción y concentración de la riqueza nunca antes vivida, ni siquiera imaginada. El desarrollo de la tecnología moderna responde a una desmesura: la satisfacción de todos los deseos, habidos e inventados. Las necesidades se dejan de lado y las preferencias aparecen como criterio único de satisfacción; pero las necesidades se cumplen en su satisfacción, las preferencias no; de modo que estas se transforman en deseo, en el afán desmedido de perseguir lo inalcanzable.

El afán de riqueza es infinito y este afán es un deseo siempre en constante incremento, de modo que desea siempre más, en una constante de insatisfacción crónica, pues no se pone límites sino que todo límite resiente su libertad, de modo que el despliegue de su libertad se mueve en una infinitud devastadora. Las libertades se enfrentan inevitablemente y aparece, de este modo, la competencia; que necesariamente debe normarse, mostrando así una imposibilidad de principio, pero manifestando ya la última posibilidad inherente de realización absoluta de la libertad: el monopolio. La lógica de la propiedad manifiesta así su imposibilidad: no puede haber propiedad para todos; y manifiesta también su única posibilidad: la propiedad es de uno solo, el monopolio como libertad absoluta de la propiedad absoluta. Consecuencia inevitable de la ontología del sujeto moderno, expresado por Kant, Hegel, y la filosofía moderna: sujeto es quien se pone sus propias determinaciones (secularización conceptual del dios medieval). De ahí que la libertad es irresponsable, porque no responde de sus actos a nadie, salvo, claro, a sí mismo, porque hasta su dios ha sido devaluado, pues sus condiciones formales aparecen como condiciones del mismo sujeto. Cuando se suplanta a Dios es cuando se levantan a los ídolos.

La lógica de la pertenencia, expresada culturalmente de modo diverso, establece la religación obediente y responsable con lo que nos sobrepasa y trasciende. De modo que la trascendencia es posible para una finitud (la humana) que contiene lo infinito como reconocimiento propio de su necesidad de absoluto. La modernidad amputa toda posibilidad de trascendencia, pues se pone a sí misma como lo último, único y absoluto, de modo que todo movimiento es un perpetuo, eterno y trágico devenir de lo mismo sobre sí mismo. «La tierra no puede venderse a perpetuidad, pues Mía es la tierra, ustedes son sólo forasteros y residentes respecto de Mí», dice en Levítico 25. Y cuando el legendario cacique Seattle recibe la propuesta de Isaac Stevens: vender las tierras de los Duwamish, este le responde: «¿Cómo puedes comprar o vender el cielo y el calor de la Tierra? Tal idea nos es extraña. Si no somos dueños de la pureza del aire o del resplandor del agua, ¿cómo puedes entonces comprarlos?». Lo que no tiene carácter de propiedad no tienen carácter de compra o venta. Lo que tiene carácter de pertenencia tiene carácter de merecimiento, de este modo se entiende la exhortación como mandamiento: «Si tu hermano empobrece y pierde su habilidad para la auto-manutención, deberás sostenerlo, sea prosélito o residente, para que pueda vivir junto a ti», (Levítico 25:35). La Tierra es una bendición para el ser humano, de modo que esa bendición debe ser reproducida para con su prójimo. El prójimo es aquel que debe ser sostenido, el hermano que empobrece y no puede reproducir su vida. El despojo es el testimonio viviente que la Tierra sufre impotente, una injusticia monumental que no re-liga sino des-liga al ser humano de su Creador; porque el rico no se redime si no hay redención para el pobre. La injusticia genera maldición y la maldición genera muerte, porque acaba también con el que la origina. Una violencia sin misericordia sólo termina cuando ha dado fin con todo, hasta consigo misma, a esto se llama suicidio colectivo.

Un discurso por la Tierra se hace, de este modo, necesario. Cuando la vida demanda su atención es porque la vida se encuentra en peligro. La defensa por la Tierra es defensa, en última instancia, por la vida. Esa defensa se determina también como lucha por el territorio. Porque no se nace ni se vive en toda la Tierra sino en un lugar de Ella: en un territorio. Esto es lo que llamamos: mi predio. El lugar como la casa, al que retornamos siempre, en realidad y en sueños, como lugar que nos es dado y al cual nos debemos. La autodeterminación es lo constitutivo de un pueblo libre que reclama su pertenencia a la Tierra determinada como territorio. En la lógica de la pertenencia la libertad es responsabilidad, por todo y por todos. El ser humano es el más alto eslabón que ha creado la vida, de modo que es el que tiene a su cargo toda la creación ante su Creador. Cuando se dice ser humano se dice ser capaz de autodeterminación, es decir, de autonomía, de capacidad de juicio moral, por tanto, de vida moral, esto es, un ser capaz de responder de y por sus actos ante todo y ante todos, eminentemente autoreflexivo, autoconsciente; en definitiva, un ser libre.

Por eso autonomía quiere decir autodeterminación: el desarrollo que la conciencia produce como autoconciencia, como producción de su propio conocimiento, en un proceso de liberación. Pero si se asume inconcientemente el saber del dominador entonces no hay autodeterminación sino subordinación disfrazada: el siervo es siervo porque no produce conocimiento propio (su liberación) y se somete voluntariamente. Por eso el estatuto «autonomista» (el disfraz que ahora presenta el colonialismo interno) camba no argumenta, porque no hay autoconciencia, no hay conocimiento propio, sólo asunción ciega del patrón moderno de dominación. Por eso pretenden la conservación de una delimitación colonial, como la departamental (desde donde se administra políticamente la desigualdad económica). Desconociendo a la víctima su territorio se le niega su autodeterminación, es decir, su dignidad absoluta de sujeto de derechos humanos y políticos. Por eso el estatuto «autonomista» quiere asegurar para sí la potestad sobre la tierra y negársela a los demás. Así piensa el subordinado: que toda libertad radica en el atropello de la libertad ajena; por eso se somete, porque, en definitiva, persigue el modelo del amo: dominar. Por eso se afana en agradar al amo (como los medios ahora defienden al embajador gringo: ¿qué pueden hacer unas cuantas balitas?), porque busca el reconocimiento del amo, lo cual es ridículo, ya que el siervo no sabe ni siquiera reconocerse a sí mismo, como lo que es. Sólo la autoconciencia produce la autodeterminación, es decir, la liberación. Pero el siervo que busca dominar no libera ni se libera. La verdadera autonomía proviene de las verdaderas víctimas, las naciones indígenas y originarias, y ellas son las que le enseñan al siervo que otra forma de vida es posible, porque ellas están produciendo este proceso de transformación que vivimos; es decir, ellas nos están enseñando en qué consiste la libertad, la propiedad, la pertenencia, la Tierra y la vida.

Rafael Bautista S. es autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA». Ed. «Tercera Piel», La Paz, Bolivia.

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