El neoliberalismo creyó que la significación de la marcha indígena de 1990 era sólo episódica. Fue la primera «Marcha Indígena por la Dignidad y el Territorio». Hasta el 2000 van creando, estas marchas, una nueva disponibilidad común; un nuevo sentido de nación, cuya necesidad ya se hace proyecto en Octubre del 2003: una nueva constitución, […]
El neoliberalismo creyó que la significación de la marcha indígena de 1990 era sólo episódica. Fue la primera «Marcha Indígena por la Dignidad y el Territorio». Hasta el 2000 van creando, estas marchas, una nueva disponibilidad común; un nuevo sentido de nación, cuya necesidad ya se hace proyecto en Octubre del 2003: una nueva constitución, es decir, una transformación estructural del Estado, o sea, su descolonización. Si no hay constitución sin hecho constitucional y no hay hecho constitucional si no es acontecimiento nacional, se puede decir: la actual constitución es la primera constitución boliviana. Pero lo que importa histórica y políticamente no es la constitución en sí, sino el acontecimiento constitucional. Cuando el todo de la nación comparece (incluso la anti-nación), lo que comparece es la historia: el pasado, el presente y el futuro. Este comparecer es intersubjetivo y vale porque el todo de la nación se interpela a sí misma; se interpela para todos los tiempos. Por eso el acontecimiento es trascendental; allí se condensa el nuevo sentido que, en tanto proceso, va recomponiendo el sentido mismo de nación. Ese sentido aparece en las marchas que inauguran los pueblos de tierras bajas. Quienes ahora inician una nueva marcha que, en definitiva, manifiesta la aporía en que cae el Estado actual: ¿Cómo puede haber Estado plurinacional sin contenido plurinacional?
Mientras se promulgan las leyes estructurales del nuevo Estado, lo que se descubre es una reedición de (lo que llamaba Zavaleta) la paradoja señorial; el síndrome cambia de lugar y se anida en los nuevos «delfines» del sistema estatal: si antes la casta señorial era incapaz de «reunir en su seno ninguna de las condiciones subjetivas ni materiales para auto-transformarse en una burguesía moderna», ahora parece que la incapacidad consiste en no saber reunir ni las condiciones subjetivas ni las institucionales para transformar el Estado colonial. Por eso la insistencia tenía sentido: un proceso de descolonización del Estado no pasa por una reforma social, sino por una recomposición nacional; esto quiere decir: transformación del sentido de nación como condición de trasformación del contenido político del Estado (la nación, como proyecto político tiene, al Estado, como su mediación política).
Transformación que requiere del proceso, como lugar de emanación de los sentidos que vaya adquiriendo el Estado. Entonces, profundizar el proceso no significa adecuar sus cosechas a las necesidades funcionales de la inercia estatal. Lo que requiere el nuevo Estado es un nuevo sentido político; es decir, un nuevo sentido de vida, y esto significa: vivir la vida del proceso. El nuevo contenido no emerge como efecto de su propia inercia institucional, sino del propio proceso de recomposición nacional, como base real de la nueva legitimación: el potenciamiento de las naciones indígena-originarias. Ese es el suelo (lo histórico-material) plurinacional de legitimación del nuevo Estado; sin él, lo que acontece es una pura recomposición del carácter señorial del Estado. Porque acudir a sus propias necesidades institucionales como el marco de su nuevo despliegue político, es tanto como hacer de su performatividad el contenido único del cambio. Se cambia para no cambiar nada; el cambio habría devenido en pura cosmetología (cuyo «cambio trascendental» consiste en cambiar de pechos pero no de forma de vida).
Por eso hay aporía, porque el proceso mismo manifiesta esa contradicción que enfrentan quienes se suman al proceso sin involucrarse en éste. Sin conciencia de qué es aquello que hace al carácter colonial del Estado, descolonizarlo no tiene sentido; todo se reduce a optimizar sus funciones, dejando sus fundamentos intocados, produciendo su reconstitución obligada. De ese modo, la aporía se produce, no por diverger en el proceso de cambio iniciado, sino por renunciar al propio cambio. Por eso en el proceso aparece un sector conservador: la nueva derecha nace de una izquierda que «ve» el cambio, pero no lo escucha, quiere dirigirlo pero no seguirlo. Por eso adjetiva apresurado lo nuevo que acontece; si el proceso no guarda semejanza con su parecer (su óptica eurocéntrica), lo que «ve» no es sino distorsión de éste (lo que antes eran distorsiones de mercado ahora son distorsiones del proceso). La paradoja señorial vuelve a rearticularse a partir de sus más hondos prejuicios. Zavaleta tiene razón: «Dígase a la vez que la única creencia ingénita e irrenunciable de esta casta fue siempre el juramento de su superioridad sobre los indios, creencia en sí no negociable, con el liberalismo o sin él y aun con el marxismo o sin él».
Lo grave de aquello es que ese prejuicio es precisamente el prejuicio congénito del Estado colonial. De allí su carácter antinacional. Por eso no puede producir soberanía ni proyectar desarrollo propio; porque es incapaz de congregar y reunir al todo de la nación como su propia referencia, y hacer de ésta su carne y su contenido. En ese sentido, lo menos indicado es lo que se realiza por inercia institucional; se cree que una institución se transforma a sí misma, a partir de sus propias necesidades. Pero si sus necesidades nunca han sido las necesidades nacionales, entonces, ¿cómo sacar de aquellas una transformación de los propios contenidos que hacen a la institución? La magia no es gimnasia política y un Estado plurinacional no se deduce de la institucionalidad colonial. Ésta no puede producir aquél, y pretender aquello es, no sólo ingenuidad, sino -lo que es peor- ceguera histórica.
Lo que manifiesta la marcha (encabezada por la CIDOB) es precisamente esa contradicción. Si la reducción a 7 escaños indígenas eran una concesión a la derecha, cuando no se tenía la mayoría (negociación realizada por, entre otros, el ministro de autonomías, a espaldas de los actores, cuando de los 18 propuestos se baja a 12 y se negocia 5 más), ¿por qué ahora, cuando se logra los dos tercios en el Congreso plurinacional, se ratifica aquella depreciación en la representación indígena del nuevo Estado? Si ahora se esgrimen las leyes estructurales del nuevo Estado, ¿por qué ratificar en éstas los agravios anteriores? El modelo estatal parece no sufrir modificaciones.
La agenda que asume el gobierno ni siquiera es agenda propia sino respuesta a la propuesta de la derecha; los apresuramientos le obligan no a una más detenida transformación estructural sino a una reorganización cosmética. Porque el cambio ya no consiste en una transformación de los contenidos del nuevo Estado sino de una adecuación subordinada de lo plurinacional a las necesidades funcionales de la institucionalidad estatal. ¿Cuál es la respuesta de ciertos personeros de gobierno ante los reclamos de, sobre todo, la CIDOB? Se dice que los números (la cantidad de votos que hacen a una diputación) deben homologar una «igualdad ciudadana». Pero esto es básicamente renunciar a lo plurinacional. Porque lo plurinacional no consiste sólo en la suma numérica de partes que componen un todo. Leer de modo cuantitativo el contenido de lo plurinacional es no haber entendido el carácter cualitativo del nuevo contenido de nación que, como plurinacional, está produciendo esta nueva recomposición de lo nacional-popular; que tiene en las naciones indígena-originarias el núcleo de emanación de la nueva disponibilidad común. De eso carece el Estado colonial, por eso siempre acaba en la legitimidad nula, porque al privarse de contenido nacional, lo que en realidad se priva es de legitimidad real.
La cuantificación reducida de muchos pueblos indígenas es la consecuencia histórica de un proceso de genocidio sistemático que inicia la colonia y continúa la república. Ahora bien, si de números hablamos pero, sobre todo, de reparación histórica que debe realizar el nuevo Estado, ¿contamos sólo lo que queda del genocidio y la descomposición como número natural?
¿En qué consiste la representación? Si la «adecuación» es el criterio de la representación, entonces lo cualitativo se subordina a lo cuantitativo, el ser humano a la cifra; porque la adecuación consistiría en adecuar lo plural de la nación a la igualación abstracta de la ciudadanía moderna. Marx tienen razón: «magnitudes de cosas diferentes no llegan a ser comparables cuantitativamente sino después de su reducción a la misma unidad». La racionalidad del mercado es lo que organiza a la sociedad: la homogeneización del individuo es la condición de la ciudadanía. Para colmo, en esa abstracción, lo que sí se excluye son las naciones originarias; porque el Estado colonial, si pretende legitimación alguna es, precisamente, asegurando un país de ciudadanos sin indios. La clasificación social moderna es producto de una previa clasificación racial mundial, que naturaliza relaciones de dominación en estructuras jurídico-normativas; el carácter colonial del Estado prescribe entonces el modo de representación por igualación formal, renunciando a toda reparación histórica de su original clasificación perversa. Una representación de carácter cualitativo debiera entonces proponerse la reparación histórica como modo de reconstitución del contenido plurinacional del Estado. Pero si los criterios no cambian, la representación queda reducida a las estipulaciones hasta burocráticas de otro ciclo estatal.
La primera muestra de desmontaje del carácter colonial del Estado, debía ser la resignificación de la representación. Porque lo plurinacional no se reduce a la cuantificación de las naciones que lo componen, tampoco al reconocimiento (hasta tardío) de nuestra diversidad. Lo plurinacional es la constatación de que la unidad, es decir, el sentido de nación, o es común, o no lo es en absoluto; la unidad no es algo dado o algo que se impone, sino el hecho intersubjetivo del reconocimiento de todos los sujetos en tanto sujetos. Este reconocimiento no es un plus sino la condición ineludible del reconocimiento mutuo; la dignidad empieza por reconocer la dignidad absoluta del Otro, del negado y excluido: el indio. Reconocer sus derechos como sujeto significa reconocerle como persona con derechos anteriores a todo Estado de derecho. El Estado colonial nunca invitó siquiera (para ser parte del país) a quien fue hasta tributario, pero nunca perteneciente al país de los patrones; ahora, que es posible remediar aquello, resultan invitados de piedra en un Estado que pretende recomponerse sin estos.
El carácter cualitativo de la representación indígena, tenía que ver con el carácter nuevo que debía ir adquiriendo el nuevo Estado; es decir, no es el Estado el que otorga un nuevo sentido al todo de la nación sino al revés: el todo de la nación, su carácter plurinacional, es el que otorga sentido y contenido al nuevo Estado. Por eso, el cometido del Estado, el hincapié de sus empeños consiste en producir las mediaciones necesarias para que esa donación de sentido se haga efectiva. El paternalismo del Estado consiste en no saber recibir; el que no sabe recibir tampoco sabe dar, por eso sólo manda, de modo unilateral: manda mandando, no manda obedeciendo.
Para que el nuevo Estado se llene de contenido, debe recomponer económica y políticamente a las naciones que lo componen (debe dotarles recursos propios del Estado y no esperar que las autonomías indígenas dependan de otras fuentes; si no se quiere más injerencia externa, se debe cortar de inicio una situación de dependencia); no puede darse ahora el lujo miserable que se daba el Estado colonial: prescindir de la nación hasta su desaparición. Recomponer las naciones significa, en última instancia, recomponerse a sí mismo. Por eso lo plurinacional no es un agregado culturalista sino la respuesta crítica al concepto devaluado de política que desarrolla la política moderna. Lo plurinacional demanda la ampliación democrática del ámbito de las decisiones. Insistimos, lo plurinacional no quiere decir la suma cuantitativa de los actores, sino el modo cualitativo de ejercer la decisión: somos efectivamente plurales cuando ampliamos el ámbito de las decisiones. Lo excluyente del Estado colonial proviene de la reducción que hace de lo político; por eso hace del Estado de excepción su Estado de derecho; su dominación es dominación pura porque su expresión normativa, en cuanto ley, es la naturalización (racialización) de las relaciones de dominación. La privatización de lo público, como empeño neoliberal, no es más que la persistencia obstinada en reducir lo político a su mínima expresión; por eso la nación deja de existir cuando las decisiones se usurpan.
Entonces, el carácter cualitativo de los escaños indígenas no puede homologarse por abstracciones que producen falsas equivalencias que no igualan sino discriminan. Si las ciudades acopian casi todo el universo electoral, esto no quiere decir que las ciudades congreguen todo el universo nacional; es más, si una recomposición nacional tiene como núcleo de nueva disponibilidad común al campo, entonces lo coherente es potenciar ese ámbito de disponibilidad. Lo cual no significa negar a la ciudad sino garantizarle también, en lo sucesivo, su propio potenciamiento; porque la ciudad misma no es nada sin el campo. El ámbito colonial por excelencia ha sido la ciudad, en desmedro del campo. Si ahora el campo, otra vez, debe de adecuarse a las necesidades de la ciudad, a su lógica, entonces la ciudad misma renuncia a su propia transformación. Por eso, el verdadero centralismo no lo ejerce La Paz, sino la lógica de la ciudad como apropiación de toda decisión. Por eso los «autonomistas» cambas no toleran otra autonomía que no sea la ejercida desde los centros de poder; en este caso, autonomía no es descentralización sino privatización de los ámbitos de poder. El proceso de acumulación hace de la ciudad ya no sólo el centro administrativo sino adonde la producción subordina sus propósitos. Por eso, desconcentrar el poder no era (como hace la ley de autonomías) repartirlo entre gobernaciones y alcaldías, sino suprimir la lógica de privilegios que eso siempre supuso, es decir, democratizar el modo de la representación; por eso las llamadas autonomías indígenas hacían siempre énfasis en la autodeterminación, porque el carácter colonial del Estado se manifestaba en esa secuela de instancias locales que garantizaban la exclusión sistemática, haciendo de los poderes locales el monopolio de los grupos de poder (por eso hay la insistencia en circunscribir los referéndums por autonomías indígenas entre las comunidades, porque la presencia de latifundistas o ganaderos generarían siempre, si no es la manipulación de estos, el empantanamiento paulatino de los mismos).
Ahora bien, si fuera la marcha (como aducen personeros de gobierno) financiada por otros intereses, ello no debiera ser razón para aplazar demandas que no son de ahora sino hasta constituyeron bandera en la Asamblea Constituyente. La condena apresurada sólo encubre la ausente voluntad política por remediar concesiones anteriores; los 7 escaños indígenas fue otra de las tantas renuncias que significó el manoseo de la derecha a la constitución. No salió la constitución deseada, ni siquiera se pudo realizar un juicio al Estado colonial; es decir, fruto de todos los remiendos, lo que salió no podía tener un carácter acabado sino transitorio. Y esa no diferenciación es la que lleva a la confusión actual: defender a rajatabla lo redactado es renunciar a los propósitos originales, es desistir y resignar la significación del proceso a la negligente displicencia de lo ya establecido. ¿Dónde queda entonces el ímpetu revolucionario, el proceso de transformación?
La situación colonial se vuelve a reproducir; el único diálogo posible es un diálogo entre sordos y mudos. Si he desacreditado al otro, todo lo que diga no tiene sentido (política señorial ahora actualizada; antes la consigna era: «no dialogamos bajo presión», ahora el ministro de autonomías señala: «no hay diálogo con la marcha», es decir, el Estado nunca baja, el pueblo es el que debe subir). Esta lógica expresa al Estado colonial: el pueblo está como mudo y el Estado está como sordo; no hay simetría en el diálogo porque, además, los menos (los conformados en minorías aun por este Estado) son los vencidos, los triunfantes no tienen necesidad de escuchar, la soberbia produce discapacidades: tienen ojos y no ven, tienen oídos y no escuchan. Si los derechos (como establece la ONU) de los pueblos indígenas es ley de la nación, ¿por qué ahora el derecho a la consulta queda depreciado a su nulidad jurídico-política? Si las naciones ya no son sujetos de decisión, ¿en qué consiste su autonomía? Si uno de los pretextos es el de la alteración territorial, recordemos que la primera alteración consistió en la delimitación colonial y luego republicana del espacio territorial; lo peor, la delimitación republicana fue producto de la lectura gamonal del espacio: «éste es el origen profundo o arcaico de lo que se llama regionalismo en Bolivia, es decir, la incapacidad de vivir el espacio como un hecho nacional». Si Zavaleta tiene razón, entonces los pueblos del oriente también la tienen.
La lectura nacional del espacio como un hecho nacional es lo que siempre han destacado en la categoría de «tierra y territorio» (el espacio como hecho vivido, de carácter transpersonal y vinculado a un todo siempre asumido); denegarles la jurisprudencia sobre el/su territorio, es negarles ser parte constitutiva de la nación misma. En el caso especifico territorial, lo que se pide no es algo aberrante sino la reversión de las concesiones forestales (en territorio indígena) dadas por gobiernos neoliberales a privados; algo que debía producir este Estado y no esperar su demanda. Si no hay pretensiones de supuesta alteración limítrofe departamental, la negativa del ministro de autonomías y del vicepresidente, parece consistir en concentrar las competencias autonómicas en las gobernaciones departamentales a costa, otra vez, de los pueblos indígenas (por eso se les otorga algo sin recursos propios). Lo que se debiera potenciar no se potencia, el nivel de los pueblos; y sí se potencia los niveles donde se rearticula la derecha. La falta de visión produce falta de perspectiva: el Estado plurinacional mismo acaba despotenciándose, pues abandona a su suerte a su propia base de legitimación (y si va negociando por separado, lo que fractura no es una resistencia, sino su propio cuerpo).
Si incluso algunas demandas fueran contraproducentes, pues el pueblo no es infalible; ello no da derecho a la desacreditación. Hemos ingresado de modo formal al Estado plurinacional pero, de hecho, no vivimos todavía en él. Nos encontramos en tránsito hacia su realización. Por eso no se puede pretender su defensa intransigente, como si se tratara del Estado plurinacional ya logrado. Desgraciadamente esa es la actitud del fetichista, cuya relación con la institución es idolátrica, creyendo que la esperanza en un mundo mejor consiste en la celebración ciega de las condiciones presentes. Por eso deviene en conservador y afirma un Estado jacobino (como ya pretende el sector intelectual del gobierno) que condena toda alternativa que no signifique la afirmación de la suya. La historia no es inocente: Robespierre mata a Danton, o sea, la razón de Estado mata al pueblo.
La institución misma es preservada a costa del propio pueblo; por ejemplo, el ministro de gobierno señala sanción ejemplar para los ejecutores del linchamiento a policías en Huanuni, pero no hay el mismo interés en investigar a la propia policía que, en aquellos hechos luctuosos, tiene mucho que ver. El proceso de autonomización del Estado es ahora lo que produce una reposición de su carácter autista; por eso se cierra y cuando sale es de modo defensivo: «USAID financia la marcha contra el gobierno». Si bien es cierto ese tipo de intromisiones y lo más procedente es la expulsión de entidades que realizan injerencia (por eso la propia CIDOB ya le dio plazo al gobierno: que expulse a USAID en 48 horas); lo propio de un Estado soberano, ante esa injerencia, es el despliegue de operadores políticos que detecten ese tipo de intromisiones y reconduzcan posibles conflictos a una resolución anticipada (para eso existe un Viceministerio de Coordinación con Movimientos Sociales que, en los hechos de Caranavi, hizo de mirón). Pero no puede desacreditar a los actores, sobre todo si son del mismo lado de la lucha; incluso si sus peticiones no fueran legítimas. Con eso, el mismo Estado se vacía de legitimidad.
Si se descarta una demanda porque supuestamente está financiada por la plata americana, deberíamos ser más autocríticos y reconocer que muchos ministerios y ministros son financiados por la plata de la cooperación internacional (no es necesario hilar fino para llegar a la conclusión de que USAID sabe cómo penetrar esos ámbitos). Critiquemos con el ejemplo. ¿Cuántos ministerios están prácticamente cooptados también por financiación internacional? Esto conduce a la siguiente aporía: se proclama la independencia pero no se renuncia a la dependencia. Porque quienes ponen plata en un Estado no lo hacen de modo inocente, sobre todo si son países del primer mundo. Un Estado que se plantea seriamente la independencia debe de cortar el cordón umbilical que le ata al dinero proveniente de la llamada cooperación internacional; porque quien pone la plata pone también los indicadores y los criterios de en qué y cómo se gasta esa plata. El primer mundo no es inocente; gasta muy bien su dinero en desarrollar el carácter dependiente de los países pobres. Un Estado necesita recursos. Esta necesidad es aprovechada para, mediante la financiación, estructurarlo según las estipulaciones globales (su modernización); de ese modo, acrecentando sus necesidades institucionales (generación de burocracia), se provoca su dependencia crónica. La dependencia se garantiza porque el propio Estado funciona para seguir dependiendo; la misma mentalidad oenegista se transmite al Estado: ya no es la utilidad de nuestros esfuerzos lo que da sentido a nuestra existencia sino el ser útil a los requerimientos de la cooperación, ya no se busca cumplir las necesidades del país sino ofrecerse a las actividades que despierten mayor interés para continuar recibiendo «cooperación».
El carácter soberano del Estado acaba el momento en que le cortan ayuda. Tiene soberanía frágil porque, si sus exigencias se concentran en garantizar su sistema institucional, éstas le obligan a adoptar los indicadores globales, siendo que estos vienen además financiados (por eso el presidente de la Cámara de Diputados, al reconocer en la ley judicial su «modernización», reconoce también nuestra subordinación a los indicadores normativos del primer mundo; pues desconoce que toda normatividad es lo deducido de la eticidad presupuesta en el propio mundo de la vida, entonces, en ese afán de «modernizarnos», lo que copiamos no es sólo leyes sino una eticidad que no es la nuestra). La dependencia es más sutil de lo que se cree. Por eso la descolonización del Estado cae en pura retórica, cuando no se sabe bien en qué consiste su carácter colonial: «el impedir la constitución de la multitud entre los indios es un objetivo no debatible de toda una sociedad edificada sobre sus hombros». Volvemos a Zavaleta.
Si para que haya señor tiene que haber indios, ¿tiene que haber sometidos para que haya Estado? Esta aporía no la puede resolver el colonizado, porque sus anhelos no superan su condición de siervo: él también quiere ser patrón. En los orígenes de la Asamblea Constituyente, el presidente nato del Congreso, en un afán de contentar a todos, hizo posible la rearticulación de la derecha; al parecer no aprendió la lección, pues en la ley del régimen electoral no hay transformación del sistema político. Renunciar a una transformación del Estado y proponerse sólo su mejor performance, retrata la actualización de la paradoja señorial. Por eso la marcha molesta. Porque ella muestra que la paradoja está vivita y coleando, y anida en el sector conservador del gobierno. Pero el proceso no se diluye en el gobierno (o el gobierno en ciertos personajes; siendo justos, tampoco el instrumento político se reduce a la cooptación advenediza que soporta, como denuncian las bases), del mismo modo que el todo no se reduce a la parte. Este proceso empezó con una marcha de los pueblos de tierras bajas. Ahora que se inició otra marcha, ¿será que el proceso mismo toma la palabra, marchando, como reiniciando todo?
Dice una leyenda del pueblo guaraní: el pueblo no puede renunciar a la búsqueda de la-tierra-sin-mal, y si cree haberla encontrado, es el momento cuando el pueblo debe marchar de nuevo, buscando aquello que se consigue buscando: la-tierra-sin-mal. Lo que nos manifiesta la marcha es que el proceso no es algo dado sino algo que se va haciendo, a la marcha, en un país que empieza a recomponerse mirándose como lo que es, sacando de sí su proyecto propio: mirando atrás para mirar adelante. Apostar por el cambio fue un acto de fe, como dijeron las bartolinas: «Nunca más un país sin nosotras». Ser fiel al proceso significa volver al acontecimiento, para eso volteamos la mirada: si ya no sabemos a dónde ir, hay que darse la vuelta, y ver de dónde se ha venido. Por eso nuestra historia vuelve a congregarnos, otra vez, como marcha.
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