El pasado Miércoles 20 de Octubre la Argentina se re-encontró una vez más con sus peores pesadillas: en las inmediaciones de la estación Constitución de la ciudad de Buenos Aires una «patota» (grupo de choque) del sindicalismo peronista asesinó a sangre fría a Mariano Ferreyra, un joven militante del Partido Obrero, quien había concurrido al […]
El pasado Miércoles 20 de Octubre la Argentina se re-encontró una vez más con sus peores pesadillas: en las inmediaciones de la estación Constitución de la ciudad de Buenos Aires una «patota» (grupo de choque) del sindicalismo peronista asesinó a sangre fría a Mariano Ferreyra, un joven militante del Partido Obrero, quien había concurrido al lugar para apoyar la protesta de los trabajadores ferroviarios «tercerizados» que reclamaban la regularización de su precaria situación laboral ¡en contra del propio sindicato, la Unión Ferroviaria que, coludida con la patronal, lanzó a sus matones a reprimir a los demandantes!
Uno de los más lúcidos observadores de la escena política argentina, Mario Wainfeld, publicaba al día siguiente en Página/12 una extensa nota en la que sostenía con absoluta razón que el de Ferreyra no era un crimen común y corriente, con toda su carga de dolor, sino un asesinato político y que, como tal, no bastaba con la fría aplicación de la legislación penal que había prometido la Presidenta Cristina Fernández sino que había que ir mucho más allá. Decía además que «el homicidio del joven Ferreyra debe, necesariamente, reavivar el debate sobre el sistema sindical argentino, la dudosa legitimidad de algunos de sus emergentes, la imperiosidad de reconocer nuevas formas de representación o agremiación, centrales alternativas.» Ojalá que así sea, pero para ello habría que introducir algunas consideraciones previas para que ese debate, si efectivamente se enciende, no termine siendo un ejercicio retórico castrado de toda capacidad transformadora. El gobierno ya ha prometido procesar no sólo al homicida sino también a los autores intelectuales del crimen. Sin embargo, pese a que son muchos los que en Argentina saben muy bien donde encontrar a estos últimos a cuarenta y ocho horas del asesinato la Casa Rosada todavía tiene las manos vacías y no hay un solo detenido.
La clave de esta incapacidad seguramente emergería luminosamente en cualquier debate a fondo sobre la tenebrosa realidad del sindicalismo peronista. Un tal debate requeriría, como primer paso, señalar la responsabilidad política de los sucesivos gobiernos de la «democracia» argentina, y muy especialmente de los de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, al haber convalidado -o al menos tolerado, o confesado su impotencia ante- las prácticas patoteriles del gremialismo nucleado en la CGT. La impunidad de que hacen gala sus jefes y su irresistible afición por los «aprietes», las extorsiones y las metodologías violentas no es ajena a la decisión del kirchnerismo de haber consagrado a tan desprestigiado grupo de la sociedad argentina como uno de sus «aliados estratégicos» para encarar sus batallas electorales e, inclusive, para «ganarle la calle a la derecha», objetivo loable si los hay. Pero uno de los inconvenientes es que esa dirigencia gremial -al igual que el otro aliado estratégico elegido por el kirchnerismo, el Partido Justicialista- sirve para bien poco: ni aquella ni éste evitaron que en Junio del 2009 Néstor Kirchner fuese derrotado por un advenedizo en la crucial provincia de Buenos Aires; y tampoco demostraron la CGT y el PJ ser capaces de convocar y movilizar más gente que la derecha en la crisis detonada por el debate en torno a las «retenciones» de las exportaciones agropecuarias, durante el 2008. Con aliados como esos no se puede ir muy lejos y, mucho menos, conquistar al estratégico electorado de izquierda y centro-izquierda que el oficialismo necesita imperiosamente atraer a su lado para tener alguna chance de triunfar en las próximas elecciones presidenciales. Claro está que difícilmente podrá lograr ese objetivo si sus siniestros aliados se dedican a asesinar militantes de izquierda, engrosando así una luctuosa lista de víctimas del terror derechista en la que sobresalen los nombres de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, fusilados en Avellaneda, y el maestro Carlos Fuentealba, vilmente asesinado en Neuquén.
En su artículo Wainfeld establece una sugerente equiparación entre el asesinato en un cuartel del ejército argentino del soldado Omar Carrasco -crimen que produjo una ola de indignación colectiva de tal magnitud que puso abrupto fin al servicio militar obligatorio- y el perpetrado en contra de Mariano Ferreyra. Pero es difícil que el desenlace de este último pueda conducir a la refundación del sindicalismo argentino: Menem pudo acabar con la conscripción porque, en los noventas, las fuerzas armadas se habían debilitado y desprestigiado a un grado extremo y eran un rival muy fácil de derrotar. Carecían de prestigio y poder, y el dinero que antes obtenían de numerosas empresas públicas, privatizadas en los noventas, se había esfumado. El sindicalismo cegetista, en cambio, está más desprestigiado que nunca pero, paradojalmente, se ha fortalecido al ser ungido como la «columna vertebral» del kirchnerismo. Su reputación no podría ser peor, pero su poderío es tan inmenso como la fortuna mal habida de sus principales dirigentes -convertido en ostentosos millonarios- y sería una suprema ingenuidad de la Presidenta y del jefe del PJ, Néstor Kirchner, suponer que las presiones y chantajes de esta mafia habrán de detenerse respetuosamente ante el sacrosanto umbral de la Casa Rosada.
Es sin dudas necesario abrir un debate sobre el modelo sindical argentino, entre otras cosas para denunciar su necesaria complicidad con el fenomenal proceso de concentración de riquezas y rentas que caracterizó al capitalismo argentino en los últimos años. Otro sindicalismo jamás hubiera tolerado tal degradación, algo que más allá de ocasionales controversias saben muy bien, y aprovechan, los grandes empresarios y la burocracia sindical. De todos modos habría que decir que el debate sobre la necesidad de reformar al decadente sindicalismo ya comenzó hace rato: la OIT envió varias admoniciones al gobierno argentino instándolo a conceder la personería gremial a la díscola Central de Trabajadores Argentinos (y, según algunas fuentes, a unos dos mil sindicatos de base que llevan años reclamando infructuosamente el reconocimiento de su personería) y la misma Corte Suprema emitió un fallo estableciendo que la pertinaz denegatoria de la personería gremial para la CTA es inconstitucional. Pese a ello el gobierno no se ha inmutado y la respuesta oficial ha sido el silencio, a partir de la errónea convicción de que con el apoyo de la CGT y el PJ el gobierno podrá sortear exitosamente el desafío de la elección presidencial del 2011. Es por eso que hace poco más de una semana, cuando la CGT organizó un gran acto en el estadio de fútbol de Ríver Plate para conmemorar el 17 de Octubre (el «Día de la Lealtad» en el santoral peronista) la Presidenta selló simbólicamente la alianza con la burocracia sindical calzándose una camiseta de la Juventud Sindical Peronista, que en los turbulentos setentas representaba a los sectores más virulentamente macarthistas dentro del movimiento obrero y hoy es el portavoz de la corrupta burocracia sindical, esa que mandó a escarmentar a los revoltosos cegando la vida del joven Ferreira. La alianza del kirchnerismo con la CGT y el PJ es una apuesta temeraria -suicida según algunos- y que desconoce que la única alternativa «ganadora» en la coyuntura electoral que se avecina es avanzar por el camino de profundas reformas económicas, sociales y políticas, algo que hasta ahora el gobierno se ha tercamente resistido a hacer. Un sendero que, ciertamente, no se puede transitar de la mano de tan impresentables aliados, «piantavotos», como les diría Juan D. Perón.