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Nuevo fallo de la Justicia

Sentencia implacable a los genocidas de «El Vesubio»

Fuentes: SurAmericaPress

La Justicia argentina condenó a cadena perpetua a Héctor Gamen, de 84 años, y Hugo Pascarelli, de 81, por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detención «El Vesubio», ocurridos durante la última dictadura cívico militar en la Argentina (1976-83). La trascendencia del veredicto judicial a siete acusados por crímenes cometidos en el centro […]

La Justicia argentina condenó a cadena perpetua a Héctor Gamen, de 84 años, y Hugo Pascarelli, de 81, por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detención «El Vesubio», ocurridos durante la última dictadura cívico militar en la Argentina (1976-83).

La trascendencia del veredicto judicial a siete acusados por crímenes cometidos en el centro clandestino de detención «El Vesubio», se relaciona a los procesos llevados a cabo por las violaciones a los derechos humanos realizadas en el marco de un genocidio ocurridos durante la última dictadura cívico militar en la Argentina (1976-83). Las violaciones y los abusos sexuales a las detenidas por parte de torturadores y guardias eran una práctica corriente y otros detenidos fueron asesinados en enfrentamientos fraguados, trasladados desde el centro clandestino para ser fusilados y luego sus cuerpos aparecían en escenarios de supuestos tiroteos.

La justicia tarda pero llega

El Tribunal Oral Nro. 4 de la Capital Federal dictó sentencia el jueves 14 a siete acusados por crímenes cometidos durante la última dictadura militar en el centro clandestino de detención «El Vesubio». Los jueces Leopoldo Oscar Bruglia, Jorge Luciano Gorini y Pablo Bertuzzi condenaron a prisión perpetua al ex general Héctor Gamen y al ex coronel Hugo Pascarelli por los delitos de homicidio agravado, privación ilegítima de la libertad y aplicación de tormentos a disidentes políticos en este centro situado en el municipio bonaerense de La Matanza.

En tanto que las penas para los ex agentes del servicio penitenciario fueron: Roberto Zeolitti (18 años de cárcel), Ricardo Martínez (20 años), Ramón Erlán (20 años y seis meses), Diego Chemes (21 años y seis meses) y José Maidana (22 años y seis meses) por imposición de tormentos agravados por condición de perseguidos políticos de la víctima y privación ilegítima de la libertad.

«El Vesubio» funcionó entre 1975 y 1978 en un predio del Servicio Penitenciario Federal. Se dice que inició sus actividades incluso un año antes del golpe de Estado, cuando la guerrilla y distintas agrupaciones peronistas eran reprimidas. Este centro dependía del Primer Cuerpo del Ejército y según informes y testimonios reunidos, pasaron por allí unos 2.500 detenidos, de los cuales «sobrevivieron muy pocos».

El juicio comenzó en febrero del 2010 a ocho represores que actuaron en ese centro de detención bonaerense, uno de los más cruentos durante la última dictadura militar.

El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), parte querellante en el juicio por delitos de lesa humanidad, exigía, prisión perpetua para los militares: ex general Héctor Gamen y al ex coronel Hugo Pascarelli y el ex coronel Pedro Durán Sáenz, que murió el 6 de junio reciente sin conocer la sentencia. Por esos mismos delitos (menos el de homicidio) fueron castigados Diego Chemes, José Néstor Maidana, Ramón Erlan, Ricardo Néstor Martínez y Roberto Zeoliti.

La Causa

En 1983, un grupo de sobrevivientes denunció la existencia de este campo de concentración. Ese mismo año se realizaron varias inspecciones oculares. La causa posteriormente quedó paralizada desde que sancionaron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Tras los años de lucha que posibilitaron su anulación en 2003, la investigación se reactivó.

En julio de 2008, se instaura el juicio a sólo ocho de los tantos genocidas que operaron en El Vesubio por sólo 156 casos de los miles de detenidos que pasaron por ese campo de tortura y muerte.

En febrero del año pasado, el Tribunal Oral Federal en lo Criminal (TOF) comenzó a juzgar a estos represores. Entre los 150 testigos que declararon en la causa, más de cincuenta fueron sobrevivientes del centro y dieron testimonio de su cautiverio y del de otras víctimas que permanecen desaparecidas.

El Vesubio

Este centro clandestino estaba ubicado en el Gran Buenos Aires, en la localidad de La Tablada (Partido de La Matanza), en un predio del Servicio Penitenciario Federal. Se componía de tres construcciones, una de ellas con sótano, y una pileta de natación aledaña. Su nombre clave para las fuerzas que operaban allí fue «Empresa El Vesubio»; el «grupo de tareas» estaba provisto de credenciales que certificaban su pertenencia a dicha «empresa». Su existencia como centro de detención ilegal podría remontarse al año 1975, aunque entonces era denominado «La Ponderosa».

Según un trabajo elaborado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) sobre «El Vesubio», se trataba de un «chupadero», término que los represores utilizaban para denominar a los lugares de detención en donde se alojaba a las víctimas inmediatamente después del secuestro. A partir de allí, se decidían sus traslados a otros centros clandestinos, su liberación o su asesinato.

Tetimonios

El sobreviviente Jorge Watts coincide en esta descripción. Desaparecido entre el 22 de julio y el 12 de septiembre de 1978. Continuó en esa condición hasta fines de ese año en distintas comisarías y luego como preso político en La Plata. Tras su liberación realizó numerosas denuncias relativas a su experiencia. Es uno de los fundadores de la Asociación Ex Detenidos- Desaparecidos. Otro detenido le relató que los represores le habían explicado que existían dos tipos de centro clandestino de detención: los «chupaderos tácticos» y los «chupaderos de alojamiento», y que «El Vesubio» era un «chupadero táctico», es decir, un lugar de primer destino luego del secuestro, en donde se producían las primeras torturas e interrogatorios y en base a eso se tomaba la decisión del siguiente destino de los prisioneros: la liberación, el traslado a un «chupadero de alojamiento» o la muerte. «El Vesubio» era un lugar de alojamiento transitorio, un centro de tortura, un «depósito» de detenidos.

Según Jorge Watts, «El Vesubio» tenía normalmente entre 30 y 40 detenidos, que se renovaban constantemente. Éste número aproximado varió en la última etapa de funcionamiento del centro clandestino, a partir de la segunda mitad de 1978, cuando comenzó la etapa de desmantelamiento. Cuando se tomó la decisión de «levantar» el centro clandestino, se detuvieron los traslados a otros campos de concentración, y los detenidos comenzaron a acumularse, habiendo hasta dos y tres detenidos en cada «cucha». De los testimonios de sobrevivientes que estuvieron allí en esta etapa, se desprende que hubo momentos en que se alojó allí hasta 75 personas aproximadamente.

De acuerdo a datos de investigación unas 451 personas pasaron por el «El Vesubio». De ese total, 381 personas se encuentran identificadas con nombre y apellido, y de 70 se tienen datos filiatorios parciales y descripciones físicas. A su vez, de ese total de 451 prisioneros clandestinos, 104 fueron liberados, 255 fueron asesinados o permanecen desaparecidos, y respecto de los 92 restantes se ignora el destino posterior al paso por el campo de concentración.

Varios sobrevivientes coinciden en afirmar que los represores llevaban listas y fichas en las que se registraba a los detenidos ilegales que pasaban por «El Vesubio». De hecho, era frecuente que la tarea de completar las fichas, mecanografiar las listas y registrar las altas» y «bajas» fuera asignada a un grupo de prisioneras mujeres, que eran llevadas a la «Jefatura» para realizar estas tareas.

Este dato sobre el registro que los represores llevaban respecto de los detenidos, es confirmado por el agente penitenciario e integrante del Centro Clandestino de Detención (CCD), Néstor Cendón.

El represor presentó ante la justicia una ficha biográfica «tipo», de las utilizadas en «El Vesubio». Esas fichas contenían, entre otros, los campos «nombre y apellido», «lugar y fecha de nacimiento», «prontuario», «estudios» y «profesión».

Los centros clandestinos de detención existentes en el país, compartían distintas características comunes, entre ellas, el funcionamiento en lugares secretos, bajo el directo contralor de la autoridad militar responsable de dicha zona; y el sometimiento de las personas allí alojadas a prácticas degradantes, tales como la tortura física y psicológica en forma sistemática, el tabicamiento (estar vendado día y noche y aislado del resto de la población concentracionaria), la prohibición absoluta del uso de la palabra o de la escritura, en fin, de cualquier tipo de comunicación humana; la asignación de una letra y un número en reemplazo del nombre, el alojamiento en pequeñas celdas llamadas «tubos», la escasa comida y bebida, y la total pérdida de identidad, entre otras.

Al declarar en el juicio oral por los delitos de lesa humanidad cometidos en el Vesubio, María de las Mercedes Joloidovsky, otra de las sobreviviente de ese centro clandestino de detención, pidió conocer el destino de los restos de su marido, Luis María Vidal, muerto durante el procedimiento en que ambos fueron secuestrados.

«Sólo quiero saber dónde está Luis, el padre de mi hijo, para reunirme con mi gente querida, porque no entiendo que después de tanto tiempo no tengan los huevos de decir qué hicieron con ellos», lamentó la mujer, al testificar por teleconferencia desde el Consulado argentino en Madrid.

En su testimonio en la causa «Primer Cuerpo», Mercedes Joloidovsky declara: «Los recién eran ingresados en el centro clandestino, a los detenidos se les decía que se olvidaran de sus nombres, y se les asignaba una denominación compuesta por una combinación de una letra y un número (por ejemplo, M17, M11, V19). Esta clasificación correspondería a la organización en la que militara el prisionero.

Otro relato

Arturo Chillida en su testimonio documentada relató también que había «saña» con las secuestradas, sufrían abusos y violaciones.

Chillida había hecho el servicio militar en la enfermería del Regimiento 6 de Mercedes. Empezó su relato -para el juicio- recordando que en la madrugada del 28 al 29 de diciembre de 1977, fue secuestrado de la casa en donde también vivían sus padres. Arturo sabía que había una patota en el Regimiento que estaba a cargo del mayor Durán. Cuando llegó al Vesubio, el centro clandestino se había ampliado, había una casa dos para la enfermería y las torturas y la casa tres para el alojamiento de los secuestrados. Uno de esos cuartos era la sala Q, el lugar donde dormían los llamados «quebrados». Aunque no estaba en ese grupo, en ese cuarto también habían puesto a Héctor Oesterheld. «Ya era un señor conocido -explicó Arturo-, no sabían qué iban a hacer con él.»

Apenas llegó conoció a un chico, contó, y volvió a llorar. Era José Vega, un maestro, secuestrado, que les decía cómo sobrevivir. No tenían que sacarse las vendas, no ver las caras de los represores porque si no los iban a matar. Dijo que él ya estaba muerto, porque podía andar sin capucha por el centro. Recibió un cartel con la identificación de una «V» y un número. Y José le explicó que era un buen síntoma: el resto de los carteles decían «M» de Montoneros o «E» de ERP, el suyo quería decir «Varios», le dijo José, por lo tanto «no me habían declarado ni Montonero ni del ERP».

La comida, ropa y baño

Los prisioneros eran alimentados, en el mejor de los casos, una vez al día. Se les daban guisos de arroz, fideos, porotos, lentejas o a veces locro, que a menudo se encontraban en mal estado, con gusanos o gorgojos.

En contadas ocasiones, durante las etapas más permisivas, se les daba por la mañana mate cocido, y a veces algún pedazo de pan.

Una vez ingresados en el centro clandestino, los prisioneros eran despojados de su ropa, y se les daban otras prendas, raídas y rotas, que eran extraídas del depósito de ropa ubicado en «la Jefatura».

Los servicios higiénicos sencillamente no existían. Los detenidos eran llevados al baño una vez por día. En algunos casos, eran llevados de manera individual. Otras veces, se los ha llevado en tandas, vendados y en fila, tomados de los hombros de la persona de adelante. Aunque hubo períodos de mayor rigor, en los que los detenidos directamente no tenían acceso a instalaciones sanitarias, y debían hacer sus necesidades en latas, que permanecían dentro de las celdas durante varios días, hasta que los represores decidían sacarlas.

Abusos sexuales y sesiones de tortura

Las violaciones y los abusos sexuales a las detenidas por parte de torturadores y guardias eran una práctica corriente en «El Vesubio». Varias sobrevivientes describen esta práctica como «sistemática», de la cual tampoco estaban exentas las prisioneras embarazadas. En algunos casos, este tipo de sometimiento fue llevado al extremo de que el jefe del centro clandestino, que se alojaba en el lugar durante la semana, elegía a una prisionera a la cual mantenía «a su disposición» en su dormitorio. Esto sucedió tanto durante el período de mando de Alberto Neuendorf como en el de Pedro Alberto Durán Sáenz.

Como se explicó antes, la «Jefatura» era el lugar en donde permanecían los represores. No obstante, en ocasiones también eran llevados allí algunos detenidos, sobre todo mujeres. Muchas de ellas sufrían allí los abusos sexuales de Durán Sáenz, cuando éste comandaba el centro clandestino. Además, había grupos de detenidas que eran obligadas a realizar allí tareas «domésticas» y «administrativas», ya sea cocinar, lavar ropa, limpiar, registrar datos de «las altas y las bajas» de los detenidos mediante el uso de máquinas de escribir, o incluso escribir «informes» sobre el funcionamiento del centro clandestino, «diagnósticos situacionales» y «perfiles psicológicos» sobre los detenidos. En algunos casos, a las detenidas que eran utilizadas para «trabajar» en la «Jefatura» se les daba de comer allí. Generalmente, eran llevadas allí por la mañana, y a la noche eran regresadas a la casa en donde estaban las «cuchas».

En «El Vesubio» se efectuaban sesiones de tormentos mediante distintos procedimientos: aplicación de corriente eléctrica, golpes de puño y con otros elementos, latigazos, quemaduras de cigarrillos, submarino y submarino seco, y simulacros de fusilamiento, entre otros.

A menudo, los prisioneros no sólo eran torturados sino que eran forzados a presenciar la tortura de familiares, amigos o compañeros que también estaban detenidos allí.

Las sesiones de torturas se producían periódicamente, cada dos o tres días, como forma de «ablandamiento» y amedrentamiento constante, además de como método de extracción de información.

Asesinatos

Numerosas víctimas de «El Vesubio» fueron asesinadas en enfrentamientos fraguados: eran trasladados desde el centro clandestino para ser fusilados y luego sus cuerpos aparecían en escenarios de supuestos tiroteos. Los dos casos más paradigmáticos son los de los enfrentamientos fraguados de Monte Grande (Se encuentra a 28 km de la ciudad de Buenos Aires) y de Del Viso (una ciudad argentina situada en el partido del Pilar, provincia de Buenos Aires). En el primer caso, un grupo de al menos 14 detenidos de «El Vesubio» fue trasladado el 23 de mayo de 1977, para aparecer acribillado en la localidad de Monte Grande al día siguiente. Los cuerpos fueron inhumados en el cementerio local, y la prensa publicó una lista con los nombres de los «abatidos», que provenía de un comunicado oficial del Comando de la Zona I del Ejército.

En el segundo caso, dos prisioneros de «El Vesubio» -Gabriel Eduardo Dunayevich y Federico Julio Martul- fueron trasladados, fusilados y luego «colocados» en el escenario de un supuesto asesinato, en lo que en la prensa del momento se conoció como el «triple homicidio de Del Viso», el 3 de julio de 1976. Los cadáveres aparecieron con un cartel que decía «Yo fui Montonero».

También existen numerosos testimonios de sobrevivientes, familiares y hasta represores del CCD «El Vesubio», que indican que otras prácticas comunes en el centro clandestino eran la de «trasladar» a prisioneros en «vuelos de la muerte» similares a los de la Escuela de Mecánica de la Armada, y la de incinerar los cuerpos de los asesinados.

El represor Néstor Cendón declaró también que «en cuanto al destino de los cadáveres y la forma de hacerlos desaparecer, (…) una forma era incinerarlos en los lugares adecuados, por ejemplo, el Cementerio de la Chacarita, que se lo hacía en horas no habituales de acceso al público; o se los sepultaba en fosas comunes bajo la denominación «NN»; también la Fuerza Aérea proporcionaba aeronaves con el objeto de arrojarlos al mar».

Por otra parte, se sabe de al menos dos casos de asesinatos en el mismo predio del centro clandestino. El de Darío Emérito Pérez, que según uno de sus compañeros de cautiverio fue asesinado a patadas por uno de los represores, y el del prisionero Luis Pérez, quien murió el 1 de agosto de 1978 a raíz de las sesiones de tortura a las que fue sometido, que le provocaron múltiples lesiones internas y gangrena en una pierna. Según su compañero de cautiverio Jorge Watts, el cadáver de Pérez habría sido quemado en el mismo predio de «El Vesubio» en un tambor de 200 litros.

«Blanqueo de los prisioneros»

Hacia el final del período de funcionamiento del CCD, cuando los represores decidieron desmantelarlo, el procedimiento tuvo características muy puntuales, aunque hubo también una sistematicidad en cuanto al método de «blanqueo» de los prisioneros que todavía estaban alojados allí.

Entre agosto y septiembre de 1978 los represores dividieron a los prisioneros en dos grupos, de acuerdo a su destino: los que serían liberados y los que serían trasladados. A los que serían liberados se les obligó, bajo amenaza de muerte, a firmar declaraciones escritas de antemano, en las que admitían pertenecer a alguna organización armada. «A las 35 personas que van a liberar -declaró Jorge Watts en el Juicio por la Verdad de La Plata- las dividen en cinco grupos de entre seis y ocho personas que en cinco noches sucesivas son llevadas en el mismo vehículo a cinco unidades militares diferentes. En mi caso esto sucedió el 12 de septiembre de 1978″. En varios de estos casos, se utilizaba para el traslado una camioneta con caja cerrada que, una vez ingresados los detenidos, se cerraba con un candado.

En las unidades militares los soldados tenían llaves para abrir los candados que habían cerrado los represores en «El Vesubio», y sabían de antemano en dónde tenían los detenidos las declaraciones que se les obligó a firmar en el centro clandestino. Al recibir a los prisioneros, los militares del correspondiente regimiento les tomaban una nueva declaración sobre la base de la anterior. En caso de querer rectificar la declaración firmada en «El Vesubio», los detenidos eran amenazados con volver al lugar de detención clandestina. Luego de estos traslados, se los sometía a Consejos de Guerra. En el caso de las últimas 35 personas que fueron trasladadas de «El Vesubio» en esta última etapa, todas fueron llevadas ante el Consejo Permanente de Guerra o Consejo de Guerra Especial dependiente del Primer Cuerpo de Ejército y presidido por el coronel Juan Carlos Bazilis.

Los represores

El centro clandestino «El Vesubio» reunió a represores de todo tipo de fuerzas militares y de seguridad. Se sabe que, al menos, participaron allí como guardias, torturadores y secuestradores miembros de: Servicio Penitenciario Federal, Policía Federal, Policía de la provincia de Buenos Aires, Ejército, Aeronáutica, Prefectura y Gendarmería Nacional. También actuaron civiles que colaboraron con las fuerzas represivas.

Era común que cada represor tuviera, simultáneamente, un nombre de cobertura (un apellido falso) y un apodo. Tal era el caso de Diego Salvador Chemes (nombre de cobertura «Chávez», apodado «El Polaco»), Jorge Raúl Crespi (nombre de cobertura «Moreno», apodado «Teco»), José Néstor Maidana (nombre de cobertura «Matos», apodado «Paraguayo») o José Alfredo Autilio (nombre de cobertura «Asís», apodado «El Francés»). De esta manera, se dificultaba aún más la identificación de los represores por parte de los prisioneros ilegales.

De acuerdo a los relatos de los sobrevivientes, las guardias las llevaban a cabo agentes del Servicio Penitenciario Federal, y los interrogadores y torturadores eran en general oficiales del Ejército o policías.

Los interrogadores y torturadores generalmente eran personal jerárquico de los servicios de Inteligencia de las diferentes fuerzas. Recibían a los prisioneros de mano de las «patotas», y se encargaban del primer «ablandamiento» de los detenidos, consistentes en las sesiones de tortura e interrogatorio. También participaban de la decisión sobre el posterior destino de las víctimas.

Las cifras oficiales señalan que fueron 13.000 los desaparecido bajo la dictadura (1976-1983), pero organismos de derechos humanos estiman que fueron unas 30.000 personas.

Las Leyes de Punto Final y de Obediencia Debida

La Ley 23.492, llamada «de Punto Final» y La Ley 23.521, «de Obediencia Debida», fueron aprobadas, en 1986 y 1987, respectivamente, bajo el gobierno democrático de Raúl Alfonsín para «proteger» a la mayoría de militares, policías y civiles que cumplían órdenes de superiores bajo la dictadura entre 1976 y 1983. De ese modo, tuvo lugar el desprocesamiento de la mayoría de los imputados en causas penales por terrorismo de Estado.

En consecuencia la «Ley de Punto Final» y la «Ley de Obediencia Debida», fueron una concesión al «Partido Militar» que intentó detener la cadena de juicios, fundamentando la necesidad de un acercamiento a las Fuerzas Armadas sustentado en la teoría de la «Pacificación Nacional».

Durante la presidencia de Alfonsín se produjeron levantamientos militares cuyo objetivo era cambiar la conducción del ejército y reivindicar la acción de las Fuerzas Armadas en la lucha antisubversiva. Si bien se manifestaron como constitucionalistas, la sociedad civil los identificó claramente como intentos golpistas y les respondió saliendo a la calle en defensa de la democracia.

El 20 de abril de 1987, en Campo de Mayo, estalló en plena Semana Santa el levantamiento «carapintada» (en referencia a que los sublevados tenían sus rostros pintados con camuflaje de guerra), liderado por Aldo Rico.

En enero de 1988, nuevamente, se levantaron en Monte Caseros.

El 4 de diciembre de 1988 Mohamed Alí Seineldín encabezó el alzamiento de Villa Martelli.

Con el gobierno de Carlos Menem (1990-1999) esta política de impunidad se profundizó con la aprobación de las leyes del Indulto, que permitía la libertad de los generales condenados.

Ambas leyes fueron declaradas nulas por congreso durante el gobierno de Néstor Kirchner en el año 2003.

El 14 de junio de 2005 la Corte Suprema de Justicia de la Nación confirmó las decisiones judiciales anteriores y declaró la invalidez e inconstitucionalidad de la ley de punto final y de la ley de obediencia debida leyes que junto con los decretos presidenciales de indulto habían beneficiado con la impunidad a los responsables de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar (1976-1983).

Referencias

Apuntes y documentos consultados: Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Un caso judicial revelador. Colección «Memoria y Juicio». Publicado en www.cels.org.ar. /Testimonios de Jorge Watts, María de las Mercedes Joloidovsky y Arturo Chillida en el Juicio. Juicio a las Juntas Militares julio de 1985 Artículos del diario Página 12 y otros medios de prensa/Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas CONADEP (Mayo de 1995). Datos e informaciones de Nunca Más.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.