Hace algunos años, de cañas con los compañeros de trabajo, nos pusimos a charlar de la II República y de la Guerra Civil que acabó ilícitamente con ella. La mayoría de nosotros estaba con los valores del progresismo social que representó la República. Éramos jóvenes y, aunque muy tecnificados, obreros al fin y al cabo, […]
Hace algunos años, de cañas con los compañeros de trabajo, nos pusimos a charlar de la II República y de la Guerra Civil que acabó ilícitamente con ella. La mayoría de nosotros estaba con los valores del progresismo social que representó la República. Éramos jóvenes y, aunque muy tecnificados, obreros al fin y al cabo, así que apoyar a los que se sublevaron y defender el retroceso que impusieron a este país terratenientes, poder financiero, militares e iglesia no estaba en los esquemas de ninguno. Sin embargo uno de mis compañeros se mostró violento y nos dijo: «No me habléis de ideales, lo único que sé es que mi abuelo se fue a luchar por ellos y lo que consiguió es dejar una viuda con ocho hijos y sin ninguna paga». Todos nos quedamos cayados ante la cruda realidad que nos había expuesto, sin saber que decir después de aquello. En realidad mi compañero estaba utilizando el mismo discurso que aquellos que defienden la opción asumida de vivir de rodillas ante el poderoso aún por injusto que éste se muestre, los que dicen que el camino correcto es la sumisión y lo irremediable de la situación que tocó en suerte, los que se niegan a intentar soluciones por si los que mandan injustamente toman represalias contra su entorno. Las decisiones que tomamos afectan a los demás, a los que más queremos primero, y no solo cambian nuestra vida. Es así. Mi compañero nos decía que nadie tiene derecho a defender lo que piensa si eso pone en riesgo la vida y que cada quien carga con la responsabilidad de mantener a su familia por encima de todo lo demás. Aquella frase me dolió y no supe muy bien discutirla. Lo que sabía entonces es que quien así pensaba estaba totalmente equivocado, que habrá que pelear siempre por defender las ideas de progreso si es que una vez queremos vivir en un mundo más justo y humano.
Es difícil rebatir experiencias personales que a otro le afectan de lleno y ha estado rumiando toda su vida. Hoy tengo argumentos para responder, los he encontrado leyendo Morir bajo dos banderas , la novela de Alejandro Gallo. En ella un puñado de hombres, vencidos por el franquismo, siguieron luchando por la libertad y para acabar con cualquier fascismo. Salieron de España hacia un exilio miserable y eligieron volver a tomar las armas regresando a las trincheras. Incansables les llegó la gloria en su pelea cuando derrotaron al Mariscal Rommel, liberaron París, Estrasburgo… y hasta entraron los primeros al mismísimo Nido del Águila en el que se refugiaba Hitler. Franceses, ingleses y norteamericanos les colmaron de medallas y ellos soñaron entonces que los mismos tanques, con el apoyo de los aliados, seguirían hasta Madrid para acabar con Franco y derrotar por completo el fascismo. Pero no fue así, cada uno de los países con los que, en las mismas filas, habían combatido les fueron dando la espalda y el camino de la liberación para España se truncó. De la gloria ya solo pudieron emprender rumbo hacia la tumba que les sirviera de descanso.
No soy aficionado a la literatura bélica, y sin embargo reconozco que he leído Morir bajo dos banderas con gusto, pues circula en ella una marea subterránea de principios básicos y humanos que nos adentra en el libro y con los que se establece un fuerte vínculo. Quizá sea la forma sencilla de su autor la que nos va transmitiendo una emoción que hace latir más fuerte el corazón. Gallo nos cuenta a través de la familia Ardura la historia épica de los soldados republicanos en la Segunda Guerra Mundial. Lo hace con una novela extensa en la que abundan batallas y triunfos, pero también comportamientos silenciosos de héroes callados y en cierta forma anónimos; las mismas actitudes que surgen en las situaciones límites, las que son difícilmente soportables fuera de ese marco, las que marcan que no hay vida sin dignidad. El dolor es el motor que agita a los personajes y el sueño de que un día cese para todos, la esperanza que les hace invulnerables.
A Nico y Fran, los hermanos Ardura, les toca estar en todas las batallas importantes de la Segunda Guerra Mundial. Su madre y su hermana viven el exilio tras las alambradas de un campo de prisioneros en Orán. Su padre está prisionero en un campo de trabajo en las minas de wolframio del Bierzo, del que le permiten salir para alistarse en la División Azul y que él acepta tomándolo como una posibilidad de desertar y poder unirse a las tropas antifascistas de la Unión Soviética para seguir peleando. La novia de Fran nos adentra en la resistencia francesa y nos une con el maquis español. No queda un escenario sin visitar en sus duras vidas de soldados por la libertad, las de aquellos que cerraron la puerta al fascismo en Europa.
Francia reconstruyó su historia y difuminó a los soldados españoles que fueron los primeros en entrar a liberar París. Lo mismo hicieron norteamericanos e ingleses. En cierta manera, nuestros soldados republicanos, por su nacionalidad, han pasado al olvido de esa Historia vivida en Europa. Morir bajo dos banderas es un homenaje a esos luchadores que combatieron al fascismo en todos sus frentes y una manera de contribuir a que se pueda escuchar también nuestra Historia, recuperar sus gestas, su memoria, su honor y su dignidad y hacer que perdure. En España batallaron durante tres años enfrentándose a los ejércitos fascistas de Franco, Hitler y Mussolini. Perdieron, pero ningún otro ejército les resistió tanto. Luego, en los frentes africanos y europeos, con lo que aquí aprendieron, se volvieron colosos, soldados invencibles que se mandaban solos, con una ética infranqueable y por encima de cualquier orden.
Se convirtieron en los mejores soldados del siglo y Alejandro Gallo se ha preocupado de señalar al lector una otra vez por qué lo fueron. Nuestros compatriotas exigieron mandos valientes, que no pidieran a sus tropas lo que ellos mismos no se ofrecían a hacer, y a cambio se dejaron la piel en el campo de batalla, más allá de cualquier fatiga, venciendo cada obstáculo. Luchaban y mientras se fueron haciendo camaradas por encima de todo. Combatían y a la vez fueron forjando un deber honesto de borrar a Franco y su régimen del presente para que volviera la República que nunca debieron arrebatarnos. Les dividieron en diferentes unidades para que no pudieran estar juntos, pero así, cada vez que les cambiaban de destino volvían a coincidir con otros compatriotas que atesoraban las mismas ilusiones como una necesidad. Eligieron nunca más derramar la sangre de un hermano, de ningún otro español.
Su compromiso ante el fascismo fue firme y nunca vacilaron en ese camino hacia la libertad, anteponiéndola a todo, incluso a su vida. Un convencimiento que en Morir bajo dos banderas pone la emoción a flor de piel, especialmente con la leyenda que los niños crean en un campo de exterminio judío sobre el soldado de las chocolatinas. No hay demasiado pasajes de nuestra literatura que puedan resultar tan sentidos y llegar tanto al corazón.
Pero a aquellos soldados un tanto anárquicos, a aquel ejército de ratas como les llamaba Pétain, no les entendieron, ni quisieron hacerlo, y cuando cumplieron la última misión les apartaron. Morir bajo dos banderas también es una historia de traiciones, las de una Europa sorda que tras la guerra admitió y reconoció la dictadura de Franco como gobierno legítimo, la que dio la espalda a los españoles que quisieron entrar por el Valle de Arán y la que desarmó un pequeño ejército que tras terminar la guerra tomó el camino directo hacia la frontera de España.
Aquellos soldados españoles defendieron dos banderas con el mismo orgullo, la tricolor de la república y la francesa con la cruz de Lorena. A veces la dignidad está por encima y la vida es un precio aceptable para que los que queden puedan seguir manteniéndola.
A modo de pequeño anecdotario: En la Semana Negra del 2009, Evelyn Mesquida presentaba su libro La nueve, un trabajo de investigación de muchos años apoyado en los testimonios de aquellos republicanos españoles que liberaron París. Alejandro Gallo compartía mesa con la autora en aquella ocasión y se mostraba impresionado por el libro. Fruto de aquella pasión es el trabajo que comenzó entonces para novelar aquel momento histórico y que hoy culmina con la presentación de su novela Morir bajo dos banderas.
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