Una mañana encontré un libro en el cesto de la basura de mi casa. El libro tenía escrito en bolígrafo el nombre de mi hija y la identificación de su instituto. Mi hija me dijo que el profesor de castellano le había entregado un ejemplar de ese libro a cada uno de los alumnos; ella […]
Una mañana encontré un libro en el cesto de la basura de mi casa. El libro tenía escrito en bolígrafo el nombre de mi hija y la identificación de su instituto. Mi hija me dijo que el profesor de castellano le había entregado un ejemplar de ese libro a cada uno de los alumnos; ella lo había tirado porque se trataba de «una novela demasiado aburrida para su gusto». No podía negarle la evidencia a mi hija; era un libro formal, quizá perfecto, pero exageradamente aburrido. El autor era uno de esos escritores institucionales con los que el sistema empapela las paredes de los centros de educación. Eso pensé y eso le dije a mi hija. Enseguida le presenté mi colección de libros de Georges Perec: La vida instrucciones de uso; ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio?; Especies de espacios; Un hombre que duerme; Lo infraordinario; Nací, textos de la memoria y el olvido; El gabinete de un aficionado; Las cosas; Me acuerdo; El secuestro; W o recuerdo de infancia; Pensar-clasificar; El aumento y El arte de abordar a su jefe de servicio para pedirle un aumento; Tentativa de agotamiento de un lugar parisino y La cámara oscura.
Los títulos le llevaron a abrir, cerrar y abrir los libros como si se tratara de un espacio de juegos. En esa dinámica ella sólo leía alguna línea o curva (según la lógica, o la no lógica, de su descubrimiento): «El objeto de este libro no es exactamente el vacío, sino más bien lo que hay alrededor, o dentro» (Especies de espacios); «Me acuerdo de que uno de los tres cerditos se llamaba Naf-Naf, pero ¿y los otros?» (Me acuerdo); «Darían a este equilibrio el nombre de dicha y, con su libertad, su prudencia, su cultura, sabrían preservarla, descubrirla en cada instante de su vida común» (Las cosas); «Nací el 7-3-36. ¿Cuántas decenas o centenares de veces he escrito esta frase?… Algún día tendré que comenzar a servirme de las palabras para desenmascarar lo real, para desenmascarar mi realidad» (Nací); «Parece que una japonesa me ha hecho una fotografía desde un autocar de turistas» (Tentativa de agotamiento de un lugar parisino); «El puzzle… a pesar de las apariencias, no se trata de un juego solitario: cada gesto que hace el jugador de puzzle ha sido hecho antes por el creador del mismo; cada pieza que coge y vuelve a coger, que examina, que acaricia, cada combinación que prueba y vuelve a probar de nuevo, cada tanteo, cada intuición, cada esperanza, cada desilusión han sido decididos, calculados, estudiados por el otro» (La vida instrucciones de uso).
Mi hija me preguntó «¿de qué tratan estos libros?» De la observación de los detalles, de la pretensión de darle sentido a la inutilidad de las cosas, eso le dije. Georges Perec es un creador de laberintos, un buscador de las pistas que pasan desapercibidas a la ceguera colectiva del ir y venir. Su obra es la articulación del universo de lo minúsculo: una colección de historias sobre los residentes de un edificio parisino; un libro donde no aparece ni una sola vez la letra E; un estudiante que renuncia a sus obligaciones para vagar en una fuga hacia sí mismo; un decálogo de muchos «me acuerdo»; un paseo por las distintas clases de espacios («Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse»). Georges Perec permaneció durante tres días en la plaza Saint-Sulpice de París para intentar atrapar, en observación y escritura, los hechos más insignificantes del día a día («Lo que ocurre cuando no ocurre nada, solo el paso del tiempo, de la gente, de los coches y de las nubes»). Perec convierte las palabras en las piezas de un juego multiplicador de posibilidades. Creador de crucigramas; diseñador de la otra literatura (la literatura); quebrantador del orden del bostezo; francotirador del realismo; hacedor de espacios invisibles; jugador de la gramática. Su curiosidad le llevó a preguntarse: «Con franqueza, ¿qué es lo que se me pregunta?, ¿si pienso antes de clasificar?, ¿si clasifico antes de pensar?, ¿cómo clasifico aquello que pienso?, ¿cómo pienso cuando quiero clasificar?». La obra de Perec no deja de moverse, dependerá de cada lector ubicar las piezas en el lugar de su preferencia. La puedes llamar literatura o matemáticas, yo la llamo juego. Georges Perec es el escritor más divertido de la historia. Quizá por ello a la academia le cuesta tanto reírse con él. Dicen que Perec murió en 1982, en Ivry-sur-Seine, Francia; yo lo conocí una tarde de 2010, en un café de Asturias. Quise conocerlo y lo conocí. En la pizarra del café jugamos a contar la historia secreta de las mesas (lo que hicieron las mesas mientras las personas ignoraban su rol de sostén de situaciones ajenas). Más de uno me llamó loco por estar hablándole supuestamente a la nada. Pero esa tarde Georges Perec me invitó a jugar con su inventario de los microacontecimientos.
Mi hija tomó varios de los libros y salió a trote en dirección a la puerta de la calle. En el camino iba liberando bromas contra la literatura del aburrimiento. Tenía cara de traviesa, su sonrisa se parecía a la de Georges Perec. Su objetivo era subvertir el orden de la educación que niega la existencia del espacio juego.
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