Nacido en Múnich hace 70 años, en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial, Michael Haneke es actualmente el gran triunfador en el ámbito cinematográfico europeo. El pasado mayo estrenó Amour (2012) en el Festival de Cine de Cannes, llevándose la Palma de Oro a la mejor película por segunda vez consecutiva en su cinematografía; […]
Nacido en Múnich hace 70 años, en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial, Michael Haneke es actualmente el gran triunfador en el ámbito cinematográfico europeo. El pasado mayo estrenó Amour (2012) en el Festival de Cine de Cannes, llevándose la Palma de Oro a la mejor película por segunda vez consecutiva en su cinematografía; había recibido anteriormente el premio especial del jurado de este certamen por La Pianista (2001) y al mejor director por Caché (2005). A pesar de gozar actualmente de un discreto mimo por parte del establishment mediático, la obra de este director supone, entre otras cosas, un ataque frontal contra la esencia de la cultura audiovisual contemporánea, dedicada a empachar los sentidos del público anulando cualquier capacidad crítica del mismo.
Estudió Filosofía, Psicología y Dramaturgia y, después de pasar por la dirección en teatro y televisión, se estrenó a los 47 años en el ámbito cinematográfico. Fue con El Séptimo Continente (1989) película en la que narra el suicidio de una familia de clase media-alta tras la destrucción de todas sus pertenencias materiales. Este film da origen a la conocida como trilogía de «la glaciación de los sentimientos», compuesta además por El vídeo de Benny (1992), donde cuenta el homicidio de una niña llevado a cabo por un adolescente y el posterior encubrimiento por parte de sus padres, y 71 fragmentos de una cronología del azar (1994), cuyo relato se basa en una masacre efectuada en una oficina bancaria por un joven desequilibrado.
Este tríptico estremecedor supuso su presentación internacional como autor cinematográfico y sentó las bases de la esencia de su cine. En ninguno de estos films encontramos una respuesta explícita al comportamiento anómalo de los protagonistas, el cual es narrado con un estilo realista y sobrio que puede llegar a desesperar a cualquier espectador cuyos patrones de percepción del discurso audiovisual estén forjados por la televisión y el cine institucional (que somos la mayoría). En esta trilogía, Haneke se limita a describir el estilo de vida cotidiano de la clase acomodada europea y una serie de comportamientos extraídos de hechos reales provenientes de la sección de sucesos de la agenda informativa austriaca. Deja una infinidad de incógnitas acerca de la conducta y las actitudes de los personajes en un público acostumbrado a recibir respuestas rápidas y constantes en el discurso mediático dominante.
Esto tiene una función de corte metalingüístico, basada en el recurso estilístico creado por el dramaturgo Bertolt Brecht en los años 30 y conocido como «efecto de distanciamiento». Mediante este efecto, el autor busca que el espectador rompa el vínculo emocional que le une a los personajes y sea capaz de reflexionar de manera imparcial sobre la realidad que se le muestra.
La estructura narrativa de estas películas no es perfectamente lineal, su montaje es de corte descriptivo, ya que Haneke se limita a mostrar fragmentos de las vidas de sus protagonistas sin que tengan que llevar necesariamente hacia el clímax de los relatos, como suele pasar en el cine institucional, donde prácticamente cada escena sirve para avanzar en el desarrollo de las tramas hacia el final de las mismas. En el cine de Haneke incluso los clímax de cada relato tienen un tratamiento descriptivo acerca la realidad social deshumanizada que pretenden representar, un asesinato tiene la misma importancia que cualquier diálogo entre personajes. Así resulta difícil para el espectador extraer conclusiones firmes sobre lo que está viendo hasta que dispone del puzle completo en su mente tras finalizar el film.
Sorprende siempre en la filmografía de Michael Haneke el hecho de que sus tramas sean propias de espectaculares thrillers de misterio y suspense. Sin embargo, él los lleva hacia derroteros completamente diferentes a modo de denuncia metalingüística de este género cinematográfico, en el que temas como la muerte, la violencia o los miedos humanos son tratados con frivolidad; y cuyos recursos estéticos y estilísticos han llegado a impregnar multitud de formatos televisivos, algunos claves en la era de la información como los telediarios, tan presentes en las vidas de los personajes creados por este director.
Podemos traducir entonces esa «glaciación de los sentimientos» en una síntesis autoral de las causas y consecuencias de la alienación, el vacío y la incomunicación que predominan en la sociedad de consumo contemporánea.
La cuarta pared
En 1997 llegó el culmen en el desarrollo de la crítica al lenguaje audiovisual institucional realizado por este director con Funny Games, en la que crea un mecanismo casi de juego con la figura del espectador llevando al extremo el recurso dramatúrgico bretchiano antes descrito. El filme narra todo un proceso de tortura física y psicológica realizado por dos jóvenes anónimos a una familia de clase acomodada en un secuestro durante sus vacaciones. En este filme Haneke reproduce el canon clásico del cine de terror en el que un ente asesino persigue y asola a sus víctimas, con la diferencia de que en este caso no se desvela al finalizar el relato ninguna motivación que oriente sus actos.
En los 108 minutos de horror y tensión que dura la película el espectador no encuentra explicación acerca de por qué está viendo lo que está viendo, aspecto que causa en él un sentimiento desestabilizador que inevitablemente le acaba sacando del mundo ficcional del relato. Haneke llega más lejos incluso en esta dinámica de distanciamiento, haciendo que los personajes apelen directamente al público mirando a cámara e incluso buscando su aprobación para continuar con los actos de crueldad que están realizando, convirtiéndole de este modo, literalmente, en cómplice del crimen que están cometiendo.
Así Haneke reproduce con precisión el lenguaje y los mecanismos propios del cine destinado a las grandes salas en un primer plano discursivo del filme, mientras que en un segundo cuestiona la posición pasiva y manipulable que juega espectador en la estructura del mercado audiovisual internacional.
Este recurso de apelación directa al espectador desde la pantalla lo vuelve a utilizar en Caché (2005) y en La cinta blanca (2009). En la primera, el público de la película constituye el elemento que detona y hace avanzar la trama del relato. En la segunda lleva a cabo un intercambio de roles entre éste y los personajes cuando, en la escena final, todos se sientan en los bancos de una iglesia y permanecen durante varios segundos enfrentados a los espectadores de la sala de cine.
El cine de Michael Haneke, por tanto, busca constantemente la desestabilización del espectador con el fin de forzar en él un ejercicio reflexivo acerca de la condición vulnerable en la que se ubica su figura en el sistema mediático contemporáneo, y de las pautas perceptivas que éste le marca. De esta forma, evidencia el hecho de que su conocimiento de la realidad está determinado en múltiples facetas por una cultura audiovisual caracterizada por un montaje vertiginoso de imágenes y sonidos, lleno de respuestas banales a preguntas que a menudo ni si quiera se han formulado, y donde el silencio y la pausa, necesarios para el razonamiento que requiere un aprendizaje óptimo acerca de la realidad que se pretende retratar o de la que se pretende informar, están prácticamente prohibidos.
Dentro de esta estética publicitaria en la que ha derivado la cultura audiovisual contemporánea, fruto de los mecanismos propios del mercado en los que se sustenta, el cine de Michael Haneke supone una alternativa clave en pro de una comunicación audiovisual eficaz para transmitir la complejidad propia de la realidad social humana, así como sus diferentes procesos y dinámicas de desarrollo. Su cine recoge los avances ya realizados en este lenguaje por figuras como Michelangelo Antonioni, Pier Paolo Pasolini, Robert Bresson o Ingmar Bergman y las adapta al retrato de la realidad presente.