La avasalladora campaña propagandística que envuelve al accidentado proceso de la reforma educativa urge a recordar la modesta, aunque crucial, demanda del M-132: el derecho a la información. En otra oportunidad, allá por el amanecer de la insurrección ciudadana, barajeamos una definición del movimiento, que conviene recuperar: conglomerado sin límites precisados; mosaico de posicionamientos políticos […]
La avasalladora campaña propagandística que envuelve al accidentado proceso de la reforma educativa urge a recordar la modesta, aunque crucial, demanda del M-132: el derecho a la información. En otra oportunidad, allá por el amanecer de la insurrección ciudadana, barajeamos una definición del movimiento, que conviene recuperar: conglomerado sin límites precisados; mosaico de posicionamientos políticos e ideológicos que convergen en la defensa de un principio universal: el derecho a la información. Nótese que el movimiento no se enfrasca en la reivindicación de la libertad de expresión, que en esta era de intensiva solicitud de subjetividades resulta una redundancia. El M-132 reclama, más bien, la facultad ciudadana de acceder a la información necesaria para formar una opinión o postular un posicionamiento público-político, reconociendo la categórica influencia de la mainstream, la desnaturalización de la información que con voluntarioso frenesí cultiva la prensa tradicional, acertadamente bautizada como el cuarto poder. La reforma educativa en curso, atrapada en una discusión que no es discusión, en un diálogo que no es diálogo, invita a traducir este reclamo en praxis. ¡Peña el que se raje!
Pero, como bien sugiriera Jack «el destripador»: vamos por partes.
Antecedentes
La reforma constitucional en materia educativa era uno de los puntos programáticos urgentes de aquel caricaturesco pacto por México, suscrito por las distintas fuerzas partidarias, sin el aval de ninguna fuerza social, salvo la fuerza que les prescribe su no tan santa progenitora. Presentada por el exegeta de ciertos pasajes de la biblia, Enrique Peña Nieto (también asiduo lector de Enrique Fuentes o Carlos Krauze o Krauze Águila o Fuentes de la Silla), la reforma por la calidad de la educación (¡sic!) alcanzó rango constitucional el pasado 7 de febrero de 2013, tras la ratificación en los congresos locales, y la aprobación en la cámara de diputados y el senado de la república. Fue promulgada por el presidente el 25 de febrero, en compañía de sus cuates pactistas. Al día siguiente se consumaría el levantón de su otrora cuataza, compañera histórica en las cruzadas priistas de alfabetización nacional, Elba Esther Gordillo.
Contenido manifiesto
En síntesis, la reforma adiciona al artículo 3º constitucional el retórico presupuesto de la calidad. También agrega una nueva fracción al antedicho artículo, para la creación del Sistema de Evaluación Educativa, coordinado por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, órgano al que se otorgará el carácter de organismo público autónomo, y cuya personalidad jurídica será análoga a la del IFE, y cuya operatividad institucional será tan confiable como la del IFE, o sea, incorruptible. La función de este órgano consistirá, naturalmente, en evaluar el desempeño del sistema educativo nacional, priorizando la evaluación magisterial, a partir de mediciones diseñadas por el propio instituto, basadas a su vez en ciertos programas internacionales. La dirección del instituto estará a cargo de una docta junta de gobierno, elegida por el senado, a propuesta del infinitamente docto Enrique Peña Nieto, o el docto ejecutivo en turno. También se contempla la promoción de la autonomía de gestión de las escuelas, con el fin de mejorar la infraestructura, aunque no especifica la potencial procedencia de los recursos.
Contenido latente
La reforma educativa busca retirar a los maestros la prerrogativa de elaborar programas o planes de estudio e imponer un ethos consustancial con las demandas del mercado, donde el sentido ético de la educación someta a ésta a condición de medio para perseguir un fin, aquel de facilitar la ganancia de un individuo o sostenedor. Las pruebas estandarizadas de evaluación usurpan la libertad de cátedra, reduciendo al profesorado a una mera «correa de transmisión»: su labor se limita a proveer respuestas para los exámenes, ya no preguntas referentes a la vida o realidad del alumno: fórmula integral para la formación de ciudadanos complacientes e imbéciles consumidores. En la llamada «autonomía de gestión» se incuba la privatización, por un lado, y la guetificación, por otro, de la educación. Esta «autonomía» frente a ciertos órganos gubernamentales aspira a incrementar la participación de «organizaciones sociales y privadas». Para el caso de México, donde «organizaciones sociales y privadas» equivale a «empresarios», la autonomía presupone la progresiva privatización de las instituciones educativas. Además, el desplazo de un órgano central que regule universalmente el comportamiento infraestructural de las escuelas (en esto consiste la «autonomía de gestión»), conducirá al agudizamiento de las desproporciones materiales, presupuestarias e instructivas, ya de por sí profundas, entre los centros educativos a los que asisten los hijos de pudientes y los guettos-escuelas a los que asisten los hijos de las familias más pobres. Como en Estados Unidos, la segregación socioespacial en los recintos académicos alcanzará niveles inéditos.
Objetivo declarado
Recuperar la rectoría del Estado mexicano en el sistema educativo nacional.
Objetivo no declarado
Habilitar la rectoría de las elites corporativas nacionales y foráneas en el sistema educativo nacional. Desnaturalizar y desdibujar las prioridades de las instituciones educativas para beneplácito de un grupo empresarial.
Fuente: http://lavoznet.blogspot.mx/2013/04/educacion-mexico-sa-de-cv-analisis-de.html