En medio del vendaval epidemiológico que nos acerca al precipicio, cabe reflexionar en torno a un tema que será central en las medidas orientadas a atemperar la tormenta económica arreciada con la pandemia: las posibilidades fiscales del Estado para adoptar políticas económicas expansivas y políticas sanitarias universales. Y que en una nación como México se complementa con los desafíos que imponen la presión demográfica y las múltiples ausencias del Estado.
En principio, cabe matizar que un verdadero cambio de política económica atraviesa por la urgente adopción de una reforma fiscal dotada de un carácter progresivo. Sin reforma fiscal no solo se diluye la posibilidad de financiar a un anémico y deshuezado Estado, sino que se corre el severo riesgo de evaporar toda posibilidad de Cuarta Transformación y de cambio de régimen en una sociedad subdesarrollada como México.
No solo persiste la obsesión del gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador de preservar la disciplina fiscal, sino que esa obsesión –con o sin crisis epidemiológica global– asfixia las posibilidades de crecimiento económico y perpetúa las políticas económicas contraccionistas y regidas por el fundamentalismo de mercado.
Las resistencias respecto a una reforma fiscal son de antaño y se remontan a los desencuentros entre las élites empresariales y los grupos gobernantes durante la década de los setenta del siglo XX. Dicha confrontación se suavizó en extremo con el control de las élites tecnocráticas sobre la administración pública federal, que privilegiaron el fortalecimiento de la iniciativa privada en detrimento del Estado. A partir del primero de diciembre de 2018, cambió la correlación de fuerzas y afloró el pavor de los propietarios de las grandes fortunas ante el riesgo de verse privados de la condonación, exención y evasión de impuestos. Ello es una manifestación de la añeja disputa entre esa élite empresarial rentista y extractivista y el grupo político de López Obrador.
Hacia el 2018, la recaudación tributaria en México ascendía al 16.1% del Producto Interno Bruto (PIB). Siendo el furgón de cola entre los países del club de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que promedian un 34.2% de tasa recaudatoria respecto al PIB. Aún dentro de las naciones latinoamericanas, México se encuentra por debajo del promedio equivalente al 22.8% del PIB.
La fiscalidad es uno de los aspectos cruciales de la administración pública capturados por los poderes fácticos que históricamente succionan y medran del Estado. A su vez, la incapacidad, ineficiencia y/o colusión de las élites políticas para afianzar las funciones recaudatorias respecto al capital y la riqueza, son una expresión de la postración de las instituciones y de la crisis de Estado. Ello se evidencia en el énfasis colocado a los impuestos sobre bienes y servicios (Impuesto al Valor Agregado, el Impuesto Sobre Autos Nuevos y el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios) y sus contribuyentes cautivos. Estos impuestos –para el año 2017– rondaron el 5.9% del PIB, siguiendo los impuestos al ingreso a personas físicas (los que recaen sobre sueldos, salarios y las ganancias por actividad empresarial), que representan el 3.5% del PIB; en tanto que los impuestos al ingreso de personas morales (que comprende las ganancias por actividad comercial y ganancias del capital), también alcanzan un 3.5% del PIB; y los impuestos al capital (propiedad inmobiliaria, la riqueza, herencias y regalos) solo alcanzan el 0.3% del PIB.
La dependencia respecto a los impuestos, derechos y aprovechamientos provenientes de las actividades y exportaciones de Petróleos Mexicanos, es otro de los problemas del sistema tributario. En el año 2008, las aportaciones de PEMEX al fisco alcanzaron el 45% del presupuesto federal; para el 2012 este porcentaje disminuyó al 40%. A cambio de ello, se incrementó la contratación de deuda (104 mil 100 millones de dólares hacia el año 2018 y un aumento del 335% desde el año 2005). Entre el 2008 y el 2018, la petrolera aportó al fisco 4 billones 654 mil 60 millones de pesos, y sus ganancias no se canalizaron a la capitalización de la empresa y a la reinversión en su planta productiva (la plataforma de extracción cayó en un 65.2% durante esa misma década). Cabe aventurar que la obstinación del actual gobierno por rescatar a la paraestatal no se enmarca en un amplio proyecto de autonomía energética, de reindustrialización y de innovación tecnológica, donde PEMEX sea una palanca real del desarrollo nacional, sino en un esfuerzo más por postergar la urgente reforma fiscal y eximir al gran capital de sus responsabilidades tributarias.
Mientras los impuestos se concentren en los trabajadores y consumidores cautivos, las condiciones de desigualdad social no se desvanecerán. Más aún, pese a esta incapacidad recaudatoria, los impuestos que efectivamente se cobran en México son altos. Y ello incentiva actividades informales y prácticas como la evasión fiscal (la cual alcanzó los 2 billones de pesos entre 2014 y 2018). Si la corrupción y la opacidad en el manejo de los presupuestos públicos es un incentivo a la evasión fiscal, el desdén por lo público entre amplios sectores de la población, perjudica también al sistema tributario.
La anemia fiscal del Estado mexicano es un tema crucial para la (re)construcción de un proyecto de nación. Tiene relaciones sistémicas con el crecimiento económico y la generación de empleos. Mientras persista la austeridad fiscal, el Estado será inoperante en el proceso económico. El gasto y la inversión públicos son fundamentales para revertir la baja drástica del consumo y la inversión privados, de las exportaciones y la atracción de inversiones extranjeras. Pero si persiste la obsesión ultra-liberal por la disciplina fiscal, no existirán incentivos para la producción y la generación de empleos. Más aún, los riesgos de recesión se cernían sobre la economía mexicana desde julio de 2018 ante la deslealtad del empresariado y sus negativas a no invertir en el aparato productivo. Y con la crisis sanitaria esos riesgos se radicalizan y aceleran el desempleo y la caída del crecimiento económico ante la gran reclusión y el “parón” de buena parte de la planta productiva, la reducción de la demanda externa y la caída de los precios internacionales del petróleo, sucintados durante las últimas semanas. Al caer la actividad productiva, las capacidades de recaudación de impuestos y de ejercicio del gasto público también se desploman.
Si el gobierno actual no cuenta con los operadores políticos, ni con la voluntad para emprender una reforma fiscal progresiva, ello, en sí, es una decisión y acción que se traduce en una especie de “rescate” de facto de los grandes grupos empresariales. De ahí que éstos –en conjunción con los bancos– pueden darse por bien servidos con ello. En medio de la pandemia, las presiones de estos grupos se intensifican para ser eximidos del pago de impuestos y forzar un “rescate”. En realidad, a estos poderes fácticos no les importa la planta productiva ni el estímulo al crecimiento económico; sino que aprovechan la polarización sociopolítica para no abandonar el patrón de acumulación rentista, extractivista y transnacionalizado. Su postura, en medio de la crisis epidemiológica global, consiste en ahondar la ingobernabilidad del país ante el miedo gestado por las muertes y contagiados por el coronavirus SARS-CoV-2; y, en ese escenario, dotarse de mayor poder real e influencia mediática para ejercer mayor presión sobre el Estado e incrementar sus privilegios de clase.
En suma, (re)pensar una reforma fiscal para una sociedad subdesarrollada como la mexicana, supone pensar en un esfuerzo más amplio que modifique las estructuras de poder y riqueza a partir de una ambiciosa reforma del Estado. Solo así, lograrán revertirse las ancestrales desigualdades y los amplios procesos de exclusión social que drenan pobreza y marginación. Flagelos sociales que serán magnificados por el huracán de la pandemia y la polarización fundada en el odio y el clasismo.