Crear y recrear una nueva narrativa es urgente para distanciarnos de la narconarrativa oficial maniqueísta que criminaliza a los pobres
En otro espacio (https://bit.ly/2JlP4wW) hablamos de la captura y postración del Estado respecto al más violento y letal de los poderes fácticos, el crimen organizado. Cabe matizar que esta postración, fragmentación y crisis de Estado es inducida desde dentro del mismo a partir de la cooptación de sus instituciones por parte de élites políticas y empresariales/financieras que hacen un uso patrimonialista de las mismas y privatizan o depredan el espacio público. Élites, por cierto, ávidas de violencia y dispuestas a estimular, a través de la militarización, la criminalización de los pobres y la violencia de Estado, una economía clandestina de la muerte para no detener el proceso de acumulación de capital y la división internacional del trabajo criminal.
Quedaron atrás los tiempos de un Estado desarrollista que privilegió el crecimiento económico, la formación y expansión de una clase media urbana, y la procuración de ciertos derechos sociales por la vía del corporativismo y el clientelismo. Se transitó a un Estado desnacionalizador que desmontó de golpe la política industrial, la planta productiva y el mercado interno en aras de afianzarse como un apéndice subordinado de la economía y la sociedad norteamericana. El desmonte del Estado desarrollista se emprendió como un mecanismo de relojería fina que se acompañó de la generalización de la irrestricta corrupción y la apropiación privada de lo público. Los amplios resquicios abiertos por ello, afianzaron el posicionamiento del complejo militar/industrial/criminal de los Estados Unidos para controlar las estrategias de seguridad nacional. En ese contexto, el sucedáneo de la «Guerra Fría» y de la ideología anticomunista fue la «guerra contra el narcotráfico» y la ideología estadounidense de la seguridad nacional, que suponen un intervencionismo de nuevo cuño, cuyo ficticio enemigo a vencer son los «cárteles» de la droga que protagonizan una narrativa preñada de simbolismos capaces de encubrir las reales estructuras de poder que controlan los mercados criminales y las estrategias de financiarización que tornan lo ilegal en capitales legales. En suma, México, al abrazar interesada y acríticamente esta ideología de la seguridad nacional, transitó de un Estado desarrollista a un Estado policial o securitario.
Aunado a ello, el abandono de vastos territorios es propiciado por el mismo Estado. Tarde o temprano, esos territorios son ocupados por otras fuerzas y agentes territoriales legales o ilegales que implantan sus estructuras de poder, dominación y violencia. De ahí que México no sea un «Estado fallido» (argucia ideológica de la CIA para justificar intervenciones militares en el mundo), ni existe –tal como se difunde en el periodismo que reproduce el discurso oficialista– un ataque del crimen organizado contra el Estado a través del narcoterrorismo o la guerra civil. En específico, históricamente el narcotráfico no lucha contra el Estado; más bien, existe una construcción política, estratégica y simbólica del narcotráfico que hace de éste un apéndice del Estado y del patrón de acumulación de capital que opera a través de redes transnacionales y globales que entrelazan la economía legal con las actividades criminales.
Más que un «Estado fallido», México es –desde hace tres décadas– un Estado sitiado y fragmentado (https://bit.ly/3eN1Gs5) por múltiples poderes fácticos que se reproducen a través del socavamiento y depredación del espacio público, la corrupción y la impunidad. Si la pobreza y la desigualdad –en las cuales, decíamos, subyace un conflicto social– son parte de la cadena de causalidad de las violencias criminales, representan, más bien, un telón de fondo, un caldo de cultivo para afianzar relaciones de poder y mecanismos de corrupción propiciados y tolerados desde las instituciones. Ello no significa que la pobreza y la necesidad justifiquen la criminalidad, ni que ésta sea desplegada por un «pueblo bueno» al que no se debe reprimir. Justo la corrupción y su correlato que la acelera, la impunidad, refuerzan la existencia de una mafia narcopolítica en la cual las élites políticas, sobre todo locales, directa o indirectamente forman parte del engranaje criminal. Ello explica la colusión o, en el mejor de los casos, la omisión– de amplios segmentos del aparato policial y judicial local.
Sin embargo, la desigualdad social, la pobreza y las violencias tienen sus profundas raíces no en la corrupción –tal como se cree oficialmente–, sino en la lógica excluyente del patrón de acumulación, cuyos intereses creados instauran –desde el Estado y la iniciativa privada– un sistema de dominación fundamentado en la simbiosis del poder, la riqueza, el crimen y la ilegalidad. De ahí la dialéctica de estos fenómenos y la lógica de causalidad circular.
Las generalizadas violencias radicalizadas en México desde el 2006, con la militarización y la disputa entre élites políticas –unas atrincheradas en las administraciones locales y otras en el ámbito federal–, tiene como trasfondo la violencia de Estado –en tanto mecanismo de control social– y la apropiación privada de recursos naturales en un proceso más amplio de acumulación por despojo que supone el desplazamiento forzado de poblaciones.
Estas violencias inducidas y propiciadas desde el Estado ilegítimo (2006-2018) y desde el Estado profundo y clandestino (diciembre de 2018 a la fecha), insaciable de sangre y muerte y vinculado a los órganos de inteligencia y represión norteamericanos (DEA, CIA, etc.), pretenden afianzar la inestabilidad sociopolítica y la ingobernabilidad para no abandonar y legitimar la manu militar.
Ello se consolida con una especie de «síndrome de Beirut» que, entre la población, irradia una normalización de la violencia y las masacres cotidianas, que rebasan los límites de la imaginación y donde el lenguaje no alcanza para alarmarnos. Más aún, la entronización de las violencias y la radicalización del crimen necesitan –para reproducirse– del miedo y, a su vez, de la indiferencia de amplios segmentos de la sociedad. Requieren de códigos de comunicación y simbolismos que normalizan el desdén por la ley y la impunidad.
Crear y recrear una nueva narrativa es urgente para distanciarnos de la narconarrativa oficial maniqueísta que criminaliza a los pobres, y para no encubrir más las fuerzas y estructuras de poder real que le dan forma a ese Estado clandestino dentro del Estado, que se reproduce con la violencia masiva, la narcocultura, la exclusión social, la corrupción y la debilidad institucional. No es la letalidad criminal y la violencia de Estado por sí mismas, las que desafían a los entramados institucionales; pues existe a su vez una legitimidad social dotada de valores, identidades y lealtades que se crean en torno al crimen organizado. Se trata de mecanismos de cohesión que integran a comunidades, familias e individuos, ante los cuales el Estado no ofrece ni ofreció opciones y oportunidades. Enfrentar estos problemas públicos, supone (re)pensar y cambiar radicalmente los instrumentos de intervención del Estado, desde la política económica y la política social, hasta las políticas de salud y educación, así como las estrategias de seguridad.
Isaac Enríquez Pérez. Investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.
Twitter: @isaacepunam