Hay quienes creen que los hechos de la historia son simplemente eventos de un pasado que ha quedado atrás y que no tienen más que una importancia anecdótica para el presente.
Por suerte, hay también quienes estamos convencidos de que la historia evidencia su presencia cotidiana en nuestro día a día; que marca el sendero por el que caminamos y perfila las opciones del futuro que buscamos. Por eso, tras 20 años transcurridos de aquella tarde del 26 de junio de 2002, popularmente bautizada como la Masacre de Avellaneda, es necesario no solo recordar y homenajear a las víctimas mortales de la represión policial, denunciar la continuidad de la impunidad que hoy tiene a muchos responsables de aquellos crímenes ejerciendo cargos dentro del gobierno actual, sino también, reflexionar sobre el valor que tienen hoy la lucha y la organización popular, de cara al futuro por venir.
Tras 20 años, pueden ir disipándose en las memorias esas nefastas imágenes que muchas y muchos luchadores populares tenemos grabadas en la mente, que daban cuenta de un policía ingresando a la estación de Avellaneda, de Darío Santillán haciendo gestos de clemencia mientras trataba de auxiliar a Maximiliano Kosteki, y luego, el mismo Darío intentando resguardarse ante la inminencia de los tiros. Imágenes de los policías apuntando, de Santillán herido mortalmente y, después, siendo arrastrado por los uniformados mientras se iba desangrando. Esas imágenes, aun borrosas o desconocidas por las personas más jóvenes, son el recuerdo de algo que no podemos olvidar: que el 26 de junio de 2002 fueron ejecutados por la policía dos luchadores del pueblo argentino, y que esos hechos corresponden a un plan de represión políticamente diseñado y autorizado desde la cúspide del gobierno.
Hoy, 20 años después, es imprescindible que no olvidemos que estos asesinatos se inscribieron dentro de un esquema de dominación política que, apuntando con todo el rigor represivo hacia el pueblo organizado, buscó frenar la resistencia social que tuvo su más evidente expresión 6 meses atrás, con las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Para entender aquella época, preciso es recordar que, mientras florecía el movimiento piquetero y la CGT reunificada volvía a parar, obligados todos por la crisis, el hambre y el salto monstruoso de la desocupación que la política económica de Menem y Cavallo habían provocado desde los 90, comenzaban a gestarse en Argentina dos caminos contradictorios de salida a esa crisis política y económica: uno, el de la conspiración burguesa liderada por Duhalde; el otro, el de la rebelión popular.
El camino marcado por la rebelión popular del periodo 2001-2002, fue el corolario de un proceso de luchas obreras y populares que sacudieron los sucesivos gobiernos que desfilaron por la Casa Rosada. No hay que olvidar la importancia de las siete huelgas generales de la CGT. Sumar las luchas del movimiento piquetero, las huelgas docentes, los conflictos parciales pero contundentes de Zanón, EMFER, Río Turbio, Ferroexpreso Pampeano, huelgas de municipales y camioneros, etc. Los piqueteros que enfrentaron, el 26 de junio de 2002 en el puente Pueyrredón, a una combinatoria de fuerzas represivas, si bien fueron desalojados por las balas homicidas del gobierno, lograron frenar, con su resistencia, el modo autoritario de recomposición del régimen de gobernabilidad en crisis. El Presidente interino Duhalde logró encausar la situación política hacia unas las elecciones adelantadas al costo de su completo descrédito, pero no logró desalojar al pueblo de las calles.
Preciso es no olvidar tampoco que Néstor Kirchner fue ungido Presidente con la bendición política de ese mismo Duhalde. Esto ayuda a clarificar el otro camino por el que transitó la salida de la crisis del neoliberalismo-menemismo. Kirchner fue una pieza lúcida de la conspiración burguesa apoyada en la Liga de Gobernadores, que había elevado al poder a Duhalde. Pero a la conspiración burguesa, en principio sobrepasada por la rebelión popular, le allanó el camino la falta de claridad política acerca del momento que se vivía: No se estaba ante una crisis revolucionaria aunque si ante una crisis de dominación, pero en el marco nacional e internacional de una derrota de la revolución. Hecho inédito en la historia de lucha de los pueblos cuya respuesta requería de una gran madurez política que el movimiento popular no podía alcanzar espontáneamente. Mientras que la izquierda sobreviviente a la Dictadura estaba debilitada, la clase obrera y el pueblo no contaron con los instrumentos políticos y sociales necesarios para canalizar esa enorme fuerza hacia la construcción de un camino que condujera al poder del pueblo trabajador. Si, fue capaz de imponer ciertas condiciones de las que no podía escaparse el nuevo gobierno, que tuvo que gobernar a partir de concesiones al pueblo para poder realizar su misión de reconstrucción de la dominación burguesa.
Con una audaz política de derechos humanos, que hacía suyas las reivindicaciones históricas de los organismos sociales, y sostenido en la devaluación con la que logró el apoyo del conjunto de la clase capitalista, Néstor logró cubrir dos grandes objetivos de un tiro: por un lado despegarse de Duhalde (odiado por la movilización popular y siempre agazapado conspirando), y por otro construir una base social propia (pues había ganado las elecciones con solo el 22% de los votos) encausando así para la recomposición del sistema y las instituciones esa energía desatada por el pueblo, y desarticulando un “peligroso” (para él y para el resto de la burguesía) caldo de cultivo que podía gestar, en el mediano plazo, una alternativa más radicalizada y hasta revolucionaria.
Maniobrando sobre los efectos de la Rebelión, con concesiones al movimiento piquetero destinadas a dividirlo e integrarlo, la política económica del kirchnerismo fue, en gran medida, una continuidad de la iniciada por la dupla Duhalde-Lavagna (apoyado en grupos como Techint y Clarín) hasta el conflicto del campo en 2008, cuándo, dispuesto a avanzar con un capitalismo más desarrollista, chocó con los grupos que hasta entonces lo habían sostenido. La necesidad de recomponerse políticamente fue la que marcó el momento de mayor radicalización del kirchnerismo con la estatización de las AFJP, la Ley de Medios, la Asignación Universal, etc. La crisis económica mundial le puso límites a esa política de tinte progresista, que comenzó a ser sustituida por la de “sintonía fina” con la intención de eliminar los subsidios y enfriar sus políticas desarrollistas.
Como sabemos, el periodo de rebelión del 2001-2002 no logró superar la barrera del “que se vayan todos” para poner un verdadero gobierno de los trabajadores y el pueblo, pero sí imponer nuevas condiciones más favorables. Pero, como un segundo producto de la rebelión, han surgido o se han desarrollado organizaciones políticas en todo el país. El saldo en aprendizajes, experiencias y organización autónoma del pueblo es muy importante, aunque no signifique una conquista irreversible. El reiterado fracaso de las opciones del gran capital, hoy nuevamente de la mano de un kirchnerismo en su versión más decadente, debería abrir la expectativa hacia otro sistema, liderado por los trabajadores, para encontrar las soluciones que el pueblo necesita.
Podríamos recordar la crisis del 2001-2002 simplemente como el epitome de las políticas del saqueo neoliberal. El resultado del modelo de convertibilidad. El corolario de la precarización y explotación laboral. Sería más abarcador insertar esa coyuntura en los 4 años de recesión que le precedieron, o en el proceso de la década de los 90 que sumió a más de un tercio de la población argentina en la pobreza. Sería incluso posible conectar aquellas jornadas con un modelo de gobernabilidad instalado desde 1976. O también podríamos encontrar parte de sus causas más atrás.
Sin embargo, creemos que también se hace preciso hoy pensar sobre aquello que, a pesar de alguna vez desear que se fueran todos, aún no hemos logrado dejar atrás. Ese pasado se proyecta en nuestro presente. Por ejemplo, en la aparentemente incontrolable volatilidad de una economía que hoy nos sigue haciendo sentir que al final del sueldo todavía queda mucho mes para gastar. Una economía que hoy sigue omnipotente tirando los precios para arriba y arrastrando los salarios para abajo. Aún hoy, a pesar de los muros de ladrillos o de palabras que muchos se empeñan en construir, la miseria se pasea rampante por la geografía nacional. Vivimos en un país en el que más de la mitad de las infancias crecen en medio de la pobreza.
También hoy nos siguen faltando dedos en las manos para contar las víctimas de la represión policial. Basta emprender el ejercicio tortuoso de rastrear las noticias que circulan a diario en los medios y evidenciar la cotidianidad con la que, escondidos bajo el eufemismo del gatillo fácil, se suman por decenas los asesinados con las balas de la democracia. Nombrarlos a todos sería imposible: olvidarlos, imperdonable. Si recordamos hoy los nombres de Darío y Maxi es también para no olvidar que son muchos más, cada día más, los argentinos y argentinas que mueren víctimas de la criminalidad policial. Víctimas de la exclusión de un sistema que acorrala con el hambre al tiempo que acribilla con el plomo a quienes no se resignan a estar condenados a existir solo para sobrevivir. Mata a quien no obedece; amenaza a quienes resistimos. Son las víctimas de los crímenes que el Estado burgués ejecuta como parte de su gestión. Por eso, para la clase dominante se torna imprescindible desterrar la herencia política de la Rebelión popular. Hacernos olvidar para siempre a Darío, Maxi y miles de luchadoras y luchadores populares que han dado la vida por un mundo mejor.
Pero, en medio de las balas del 2001-2002, también pudo renacer la unidad y la lucha popular. Fue frente a la crisis que los piquetes se organizaron, que las ollas populares se encendieron, que los motoqueros se vistieron de salvavidas. En medio de las balas asesinas de los que defienden los intereses de esa inmensa minoría que nos oprime, renació la vida de quienes no nos resignamos a la oscuridad lacrimógena de los salarios del hambre. La cobardía de aquellos hombres que apaleaban a las madres en la plaza se convirtió en la valentía de las y los que saltaron a las calles para gritar basta. En esas jornadas la dispersión individualista que propone el sistema resultó acallada por el grito solidario que aclaró que, entre piquete y cacerola, la lucha es una sola. Con la Rebelión popular de hace 20 años el pueblo manifestó su rabia y, al mismo tiempo, evidenció su amor y su unidad. Y es ese mismo amor solidario el que nos hace hoy estar acá, recordando que el pueblo unido puede lograr las metas que parecen más inalcanzables. Para el pueblo trabajador se hace necesario que hoy sus luchas converjan en una alternativa política que evite su aislamiento, o la usurpación de sus efectos por la clase dominante (como desde el 2003 a esta parte). Una alternativa que sea capaz de luchar por un cambio completo en el sistema, llevando por fin a las y los trabajadores al poder.
Recordar la historia es entonces poder reconocer este presente de nefasta continuidad de políticas de desempleo, hambre y miseria para el pueblo. Recordar a quienes cayeron y siguen cayendo debe ayudar a reconocernos en este presente que debe ser de lucha y resistencia; de insistencia en la necesidad de un cambio y de organización autónoma del pueblo. En nombre de quienes cayeron, debemos seguir el camino de rebeldía ante un presente injusto. Se hace más urgente, entonces, no olvidar, para no confundir el camino y prevenirnos ante las falsas promesas de la clase dominante en su incesante interés por confundir y dividir al pueblo. Muy por el contrario, el presente llama a incorporarse y construir organizaciones políticas sin concesiones a los asesinos de ayer, a los saqueadores de siempre y a los estafadores de hoy; porque, no casualmente, esos fueron los mismos responsables de la Masacre de 2002 y garantizan la impunidad que, tras 20 años, aún persiste.
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