El llamado “Plan B” aparece, como se sabe, cuando en la Cámara de Diputados la iniciativa presidencial no alcanzó la votación a favor necesaria de dos tercios de los legisladores presentes que cualquier reforma constitucional requiere.
En la noche del 6 y la madrugada del 7 de diciembre, con dispensa de todos los trámites y en lo que ha dado en llamarse un fast track, pasó a votación en el pleno de la Cámara de Diputados la iniciativa presidencial de reformas a diversas leyes que fue bautizada como “Plan B”. Sin que la propuesta del Ejecutivo fuera publicada en la Gaceta Parlamentaria ni trabajada en las comisiones correspondientes, la indicación a los legisladores del bloque oficialista fue aprobarla de inmediato, sin ningún aplazamiento. Incluso los legisladores aliados del PT y el PVEM pidieron más tiempo para estudiar la iniciativa, lo que fue denegado por el coordinador morenista Ignacio Mier.
Ante el planchazo, la oposición (PAN, PRI, PRD y MC) optó por retirarse de la sala de sesiones, aunque posteriormente decidió regresar para votar. Las iniciativas presidenciales fueron, así, aprobadas por mayoría.
El llamado “Plan B” aparece, como se sabe, cuando en la Cámara de Diputados la iniciativa presidencial no alcanzó la votación a favor necesaria de dos tercios de los legisladores presentes que cualquier reforma constitucional requiere. Se trató de la segunda ocasión en que una iniciativa de ese tipo le es rechazada a López Obrador; la anterior fue la para intentar reformar el sector eléctrico y fortalecer el papel de la CFE en la generación y distribución de energía, una iniciativa en mi opinión positiva, pero que fue mal manejada políticamente por el presidente ante las fuerzas opositoras.
Hay pocos antecedentes de ese tipo en la historia contemporánea de México. Recuerdo que al presidente Lázaro Cárdenas le fue rechazada por el Congreso la iniciativa constitucional que daría el derecho al voto a las mujeres, pero sólo ésa. Más recientemente, ya sin el presidencialismo fuerte priista, Vicente Fox y Felipe Calderón quisieron realizar la reforma del sector energético, pero al no tener en el Congreso la mayoría calificada necesaria, y puesto que el PRI mantenía en sus documentos básicos el impedimento para modificar Pemex o la CFE, prefirieron no presentar la iniciativa de reforma a la Constitución y el tema no llegó a ser votado. Antes de ellos, los priistas Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, y Enrique Peña Nieto después, no tuvieron una mayoría calificada asegurada, pero operaron a través de alianzas con el PAN y, en el último caso con el PRD, para sacar adelante sus reformas. Al ser López Obrador quizás el primer presidente al que la Cámara le ha bateado dos iniciativas para reformar la Carta Magna, se presenta, al menos en el terreno legislativo, y aunque por otra parte cuente con las fuerzas armadas, como un presidente débil y dependiente además de alianzas parlamentarias políticamente costosas, especialmente con el desprestigiado y prostituido Partido “Verde Ecologista”, que ha servido anteriormente lo mismo al PAN que al PRI.
Ya antes de presentarse las iniciativas de reformas a las leyes secundarias, el dirigente morenista en la Cámara de Diputados, Ignacio Mier tuvo que aplazar una semana su discusión, según trascendió, porque los partidos aliados, PT y PVEM, no encontraban en la propuesta del presidente satisfacción suficiente a sus aspiraciones. Al parecer, el presidente López Obrador no tuvo la deferencia de consultar sus iniciativas ni con sus aliados antes de presentarlas a la Cámara. Entre otros de los más significativos puntos aprobados está la modificación a la Ley de Comunicación Social para que las expresiones de los funcionarios públicos no puedan ser consideradas actos de campaña (#LeyCorcholata) ni, en consecuencia, sancionados por las campañas anticipadas que desarrollan los señalados por el presidente como sus posibles sucesores.
Los aliados también hicieron valer sus intereses, con lo que al final fueron domesticados. El PT logró que en las iniciativas votadas se introdujera que los partidos pudieran usar los recursos por prerrogativas no gastados en un año fiscal en el siguiente en vez de devolver los recursos remanentes de las prerrogativas a la Tesorería de la nación; es decir, hacer guardaditos (como lo registró la prensa), pero también aplazar la rendición de cuentas. El PVEM consiguió que el registro partidario se pueda mantener reviviendo los convenios de coalición que en otros años permitían que los partidos coaligados pactaran antes de la jornada electoral la distribución de los votos —aún no depositados en las urnas— para asignarles determinados porcentajes. Lo que se ha llamado “cláusula de vida eterna”. Pretendían así los aliados menores del Morena que este partido les compartiera una parte de sus sufragios que pudiera obtener con sus candidaturas (asumidas casi siempre por sus aliados) y campañas para asegurarles al menos el mínimo de votación requerida para mantener el registro oficial como partidos nacionales.
Si bien ambas modificaciones resultaban contrarias a la Constitución, fueron aceptadas por Mier Velazco, presentadas por Morena como parte de sus iniciativas y votadas dentro del paquete legislativo como de “de urgente y obvia resolución” por la mayoría de diputados del oficialismo y, desde luego, la desaprobación del bloque de oposición. Sólo una diputada del Morena, la maestra chiapaneca Adela Ramos Juárez, votó en contra de las iniciativas de su partido, y alegó en defensa del Instituto Nacional Electoral.
Sólo después de la votación en la Cámara Baja el coordinador Ignacio Mier (probablemente lo reconvinieron desde la Secretaría de Gobernación) salió a reconocer que había sido un error incluir esas modificaciones en la iniciativa original, y a solicitar a la Cámara revisora que lo enmendara. El mismo López Obrador anunció un posible veto presidencial por las alteraciones a las iniciativas que él envió.
Las iniciativas presentadas por el Ejecutivo modificarían mediante reformas, adiciones y derogaciones no solamente la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales y la Ley General de Partidos Políticos, también la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación (sin haber consultado o cabildeado con éste) y la Ley General de los Medios de Impugnación en Materia Electoral. Habían sido llevadas al pleno de la Cámara apenas en la mañana del día en que fueron votadas, sin trabajarlas en las comisiones ni dar oportunidad a los legisladores de estudiar las más de 300 páginas que las constituían. Un albazo que nos permite no extrañar los modos legislativos de los buenos tiempos del PRI.
Los propósitos de las reformas son claros: por una parte, debilitar financiera y operativamente al INE reduciendo —en nombre de la siempre neoliberal austeridad, aunque ésta sea adjetivada como republicana— tres mil millones de pesos a su presupuesto y eliminado áreas operativas del organismo electoral, incluso las estratégicas como las 300 juntas distritales, la Junta General Ejecutiva, la Secretaría Ejecutiva y algunas otras. Miles de trabajadores quedarían en el desempleo y se debilitaría sustancialmente el servicio profesional electoral. En suma, una ley Bartola para achicar al organismo autónomo, al que además se retirarían al Instituto facultades de vigilancia, verificación y sanción a las violaciones cometidas por partidos y candidatos. Se busca con ello evitar que el organismo electoral pueda sancionar a los protagonistas del Morena que desde hace meses se encuentran en ilegales precampañas por la candidatura presidencial con actos de exposición personal, y se llegaría al extremo de impedirlo estableciendo en la Ley General de Comunicación Social que “no constituyen propaganda gubernamental las manifestaciones de las personas servidoras públicas que realicen en uso de su libertad de expresión y en el ejercicio de sus funciones públicas”. Es decir, las acciones realizadas actualmente por los llamados corcholatas se presentan como un mero ejercicio de su libertad de expresión.
Recientemente, el Consejo General del INE aprobó exigir a Claudia Sheinbaum que se deslindara de la amplísima y anónima campaña que por todo el país se ha desplegado en bardas, espectaculares, carteles y redes sociales con el hashtag #EsClaudia, lo que a regañadientes tuvo que cumplir, no sin alegar que se violaba su derecho y el de los ciudadanos a la libre expresión.
El presidente y su partido no perdonan ni olvidan tampoco que en 2021 el INE anuló las candidaturas de una gran cantidad de postulados del Morena —y también de otros partidos—, entre ellas las de Félix Salgado y Raúl Morón, de Guerrero y Michoacán, por no presentar debidamente informe de sus gastos de precampaña, ni que el Consejo General tomó medidas también en ese proceso electoral para evitar que se repitiera la ilegal e inconstitucional sobrerrepresentación que tuvo el partido mayoritario en la Cámara de Diputados entre 2018 y 2021.
No obstante lo que digan el presidente y su partido, el Instituto Nacional Electoral sigue disfrutando de la confianza de una gran mayoría de los ciudadanos, como lo han mostrado recientes sondeos, entre ellos el recie te de la empresa Parametría (la misma que a principios de 2019 dio a AMLO más de 80 por ciento de aprobación entre los ciudadanos), que captó un 76 por ciento de aprobación al instituto electoral.
Al llegar al Senado, las iniciativas presidenciales, modificadas en la Cámara Baja, fueron aprobadas en lo general por la mayoría oficialista, con la ausencia de las bancadas de la oposición PAN, PRI, PRD, MC y Grupo Independiente, pese a que se presentaron reservas en gran número, incluso por el coordinador de la fracción parlamentaria del Morena y presidente de la Junta de Coordinación Política (Jucopo) Ricardo Monreal, quien presentó 343. No obstante, la discusión del paquete legislativo en lo particular no se alcanzó a hacer antes del cierre del periodo de sesiones del Congreso el pasado 15 de diciembre, y tendrá que realizarse en un posible periodo extraordinario el próximo febrero.
En caso de ser aprobado el Plan B en el Senado, aún le esperaría, como lo han anunciado los grupos de oposición, una travesía por a SCJN, que tendrá que resolver la constitucionalidad de algunas de las reformas legales, y ello tendrá que ser antes de abril próximo, cuando iniciará formalmente el proceso electoral. Y de prosperar en el poder Judicial la reforma electoral a medias, se entraría en un plano de incertidumbre para las elecciones de 2024, con una organización deficiente, insuficiente preparación y quizás inciertos resultados también. El país estará pagando a un costo muy alto los afanes de control total del presidente Andrés Manuel López Obrador. Esperemos que no sea así.
Además, al iniciar el proceso electoral federal en abril de 2023 se tendrá que elegir en la Cámara de Diputados cuatro integrantes del Consejo General del INE para sustituir a los que terminarán su periodo, entre ellos el presidente Lorenzo Córdova Vianello y el polémico Ciro Murayama, cada uno con una votación de mayoría calificada. La atrabiliaria aprobación por el bloque oficialista del Plan B de la reforma electoral en la Cámara y la polarización que generó con las oposiciones se revertirán como un gran obstáculo para los propósitos del gobierno y su mayoría mecánica de tomar el control del organismo electoral. Lo que habrá que atender en ese momento es a quiénes propondrán el presidente y Morena y cómo los sacará adelante en la Cámara de Diputados. Entonces, y sólo entonces se verán los alcances y logros de los esfuerzos que han realizado para minar y controlar al instituto, por mandato constitucional autónomo.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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