El proyecto político que ahora gobierna en México está muy lejos de la izquierda y muy cerca del militarismo.
Ejemplo de ello es que, cuando se creó la Guardia Nacional en el 2019, fue aprobada con el voto del 100 por ciento de los senadores, legalizando la militarización de la seguridad pública. Como parte de la oposición, Andrés Manuel López Obrador era crítico de la militarización. Hoy, junto a todos los partidos, es su mayor proponente.
Lo que sí ha causado protesta dentro del sistema de partidos es la reforma electoral propuesta por el presidente. Saben que sería un suicidio dejar avanzar a AMLO en este tema.
Lo que propone López Obrador para el Instituto Nacional Electoral (INE) preocupa a los demás partidos porque amenaza con socavar sus propias ambiciones de regresar al poder. Es una contrarreforma que reversa avances en democratización conseguidos a través de años de lucha desde la izquierda. Reduce la calidad y certeza de las elecciones y retira obstáculos al partido en el poder para influenciar a los electores desde el gobierno.
Las protestas de los otros partidos políticos contra la nueva reforma no se basan en la defensa de la democracia, sino en un atinado instinto de supervivencia. Su vida y futuro dependen de preservar un sistema electoral mínimamente decente. Y, en eso, no se equivocan.
En la larga época del Partido Revolucionario Institucional (PRI), por supuesto, las elecciones eran un mero adorno: si el resultado era desfavorable al partido en el poder, se anunciaba un resultado distinto al de las urnas.
Generaciones de mexicanos vivimos acostumbrados al fraude electoral. El verdadero mecanismo de cambio de gobierno era el dedazo, en referencia a la selección que el Presidente en turno hacía de su sucesor.
A pesar de todas las críticas que se pueden hacer desde la izquierda al sistema electoral en México, en el presente las votaciones se realizan en cada rincón del país, los votos se cuentan bien y el resultado se anuncia fielmente. Es un sistema sencillo, pero que sólo fue posible a través de décadas de luchas populares.
La democracia en México, logro de las izquierdas
La democracia burguesa, como la llamaba el marxismo, está lejos de ser bella.
Una democracia burguesa en Alemania mandó asesinar a Rosa Luxemburgo. Una democracia burguesa en la fundación de Estados Unidos estableció la libertad a tener esclavos. Una democracia burguesa en Sudáfrica segregaba a los habitantes negros con el apartheid. Una democracia burguesa en Israel todavía hoy conserva sobre pueblo palestino un sistema de apartheid militarizado. Una democracia burguesa en México desapareció a 43 estudiantes de Ayotzinapa y mantiene impune este crimen de Estado.
Al mismo tiempo, el establecimiento de elecciones relativamente limpias, libres y competitivas ha sido, con frecuencia, el producto de fuertes luchas. Así fue en México, donde la lucha contra el fraude electoral tuvo a la izquierda como protagonista central.
La democratización del régimen comenzó con la “reforma política” de 1977, la cual permitió el acceso a la representación parlamentaria a partidos minoritarios, en especial referencia al Partido Comunista Mexicano.
Esta década fue marcada por las heridas frescas de las masacres de 1968 (Tlatelolco) y 1971 (Corpus Christi). La represión estatal radicalizó a la juventud, llevando a muchos a la guerrilla. Para mantener el control, el régimen requirió de otras políticas más allá de la violencia.
En 1978, el régimen lanzaría una amnistía a los integrantes de guerrillas urbanas y rurales, como la Liga Comunista 23 de Septiembre o el Partido de los Pobres. A partir de ahí y hasta 1988, México cosecharía diputados socialistas, no sólo procedentes del estalinista Partido Comunista, sino incluso del trotskista Partido Revolucionario de los Trabajadores.
Sin embargo, 1988 también fue el año en el que el PRI experimentó la ruptura de su ala cardenista, la que daría origen al Partido de la Revolución Democrática, antecedente directo del partido Morena. El grueso de la izquierda marxista vio la ruptura del PRI con ojos astrológicos y sacó la conclusión de que debía fusionarse con ella y apoyar a su candidato presidencial, Cuauhtémoc Cárdenas. Su interpretación fue que la fusión con los cardenistas abriría un puente al socialismo, pues en la nueva formación los comunistas tenderían a ocupar los puestos de dirección por su superioridad teórica.
Como dice el dicho popular: “fueron por lana y salieron trasquilados”. México aún no supera el suicidio de la izquierda y prevalece un vacío en ese espacio del espectro político. Hoy la tarea es volver a empezar.
La elección de 1988, por otro lado, estuvo marcada por el fraude electoral. El régimen impuso la victoria de Carlos Salinas, pero no pudo acallar las demandas cada vez más sonoras de elecciones limpias.
El final del proceso puede datarse en 1996, con la reforma electoral que logró terminar con el control presidencial de las elecciones. El Instituto Federal Electoral (IFE) obtuvo su autonomía. Antes de eso, el IFE era dirigido por la Secretaría de Gobernación, la cual era dirigida por la Presidencia de la República.
La reforma de 1996 tampoco puede entenderse sin la izquierda, específicamente sin la insurrección zapatista del 1 de enero de 1994. Fue una respuesta directa al desafío que el zapatismo significó para la legitimidad del régimen, gobernado por Salinas, quien se había esforzado en tallarse una reputación global de gobernante moderno y democrático.
Para evitar que la crisis creada por una insurrección indígena escalara, Salinas se esmeró en lograr que el Partido de Acción Nacional (PAN) y el PRD cerraran filas con el PRI, a partir de prometerles un mayor avance en la democratización.
El 27 de enero de 1994, los tres partidos acordaron los “20 Compromisos por la Democracia”. “Alcanzar la imparcialidad de los órganos electorales” fue el primer punto del acuerdo. Para el PAN y el PRD, la insurrección zapatista fue una bendición caída del cielo, aunque ocultaron su deuda. Sacaron provecho de una lucha ajena, a la que nunca hicieron justicia.
Sin embargo, se logró una proeza: México transitó a la democracia burguesa. En 1997, con la primera elección limpia, el PRI perdió su mayoría legislativa. Tres años después, en el 2000, el PRI perdería por fin la Presidencia.
AMLO—entonces presidente del PRD—fue uno de los principales defensores y beneficiarios de la reforma electoral de 1996. Gracias a ella pudo ganar el gobierno de la ciudad de México en el 2000 y el gobierno federal en el 2018. El IFE, hoy INE, fue la escalera que le permitió llegar a donde está.
Ahora parece querer quemar el INE para que nadie más pueda subir por ahí.
Poder y más poder
A simple vista es una reforma insípida, en realidad ni tanto. Debilita y adelgaza al Instituto Nacional Electoral y suaviza las sanciones contra los funcionarios públicos y los partidos políticos que cometen delitos electorales. Llamada “Plan B”, esta reforma es menos ambiciosa que el plan original de reformar la Constitución. Pero va en el mismo sentido antidemocrático.
Subrayemos la cuestión de debilitar (presupuestalmente) y adelgazar (con despidos masivos) al INE. La propaganda estatal se ha referido a los salarios que en ese Instituto son superiores a los del presidente.
En este tema, el ex presidente del Consejo General del INE, Lorenzo Córdova, no ayudó en lo absoluto, combatiendo la reducción de su salario. Además de ser la personificación del típico criollo clasista y pedante, fue muy torpe: se hubiera bajado el salario y ya.
Al no hacerlo, ayudó a AMLO, quien pudo avanzar en sus planes que muy poco o nada tienen que ver con los salarios de los altos funcionarios.
En realidad, la nueva reforma somete al INE a la misma lógica al que ha sometido a otras instituciones: la “austeridad republicana”, que en el resto del mundo es simple y llana austeridad neoliberal a todos los niveles.
Los recortes y despidos han servido a AMLO para debilitar a diversas instituciones y subordinarlas más fácilmente. Conociendo al obradorismo, debería preocuparnos que en algún punto, ante la incapacidad del INE para realizar su trabajo con la misma calidad, surja la idea de pedir la “colaboración” del Ejército para las tareas electorales.
El espíritu de la contrarreforma es tan temerario que su futuro es incierto. La Suprema Corte ya ha suspendido su aplicación para analizar su inconstitucionalidad, lo que podría derivar en su anulación total. La controversia en las alturas es muy simple y no tiene que ver con el (ausente) izquierdismo de AMLO, sino con su relación golosa con el poder.
Desea pasar a la historia y, para ello, necesita escribirla. La historia la escriben los vencedores. ¿Por qué las elecciones tendrían que estorbar a la historia?
Hablando de historia, la izquierda, lo que quede de ella, lo que reviva de ella, hará bien en recordar sus propios aprendizajes.
Cuando el autoritarismo avanza, sobre las clases trabajadoras caen condiciones más adversas para realizar sus luchas. La izquierda existió y debería existir para defender sus libertades. El INE, aunque de forma distorsionada, es una de sus conquistas.
La oposición de derecha dice que no se le toque, la izquierda podría subrayar que sí se retoque. Sería importante facilitar el registro de candidaturas independientes, hoy llenas de requisitos a ser completados en muy poco tiempo. Bajo esas condiciones, sólo los sectores privilegiados están en capacidad de utilizar esa figura. En 2018 esta situación impidió que María de Jesús Patricio Martínez (Marichuy), impulsada por el EZLN y el Congreso Nacional Indígena, apareciera en la boleta electoral.
La otra derecha, la de Morena, no está retocando al INE. Lo está asfixiando.
Lo que está en juego es quién defiende a la democracia. Y ya sabemos qué ocurre cuando dejamos esa tarea en manos de la burguesía.
Ramón I. Centeno trabaja como investigador en la Universidad de Sonora y ha participado en el movimiento socialista desde que era estudiante de bachillerato en la Ciudad de México
Fuente: https://www.ojala.mx/es/ojala-es/contrareforma-electoral-amlo
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