En el contexto de las múltiples formas de violencia neoliberal que prevalecen en el ámbito mundial y nacional, en el foro: Del horror de la guerra a la resistencia por la vida, convocado por la situación de emergencia que priva en territorios del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, expuse, en la mesa en torno a la violencia, la profundización de la estrategia de guerra de contrainsurgencia a través de la acción de varios actores armados. Por un lado, grupos paramilitares, como la Orcao, que multiplican sus ataques contra las comunidades zapatistas, y, por el otro, la presencia creciente en todo Chiapas de cárteles del llamado crimen organizado, en el marco de un proceso de militarización y militarismo continuado por el actual gobierno.
La actuación del paramilitarismo dura ya varias décadas, a partir de una táctica militar de contraguerrilla conocida como yunque y martillo, según la cual el Ejército y las instituciones policiacas adoptan la función pasiva de fuerzas de contención (yunque), que permiten realizar, en este caso, la función activa de hostigamiento de los grupos paramilitares (martillo) contra el EZLN y sus bases de apoyo. A partir del estallido de la rebelión zapatista, se han reconformado los grupos paramilitares.
Así, existe un elemento crucial en la estrategia contrainsurgente: la acción de paramilitares que son usados en tareas que las fuerzas armadas prefieren no realizar directamente. Esta fue una táctica utilizada en Guatemala, aunque allí el ejército directamente jugó el papel fundamental en el genocidio contra los indígenas. En el conflicto guatemalteco, agudizado en la década de 1960, encontramos lo que podría ser el taller de la paramilitarización y militarización en Centroamérica y México. Grupos de ultraderecha que se mostraban como autónomos, pero adscritos a la sección de inteligencia (G-2) del ejército guatemalteco, patrullas de autodefensa civil, que en principio fueron reclutadas por el ejército en forma forzosa y desempeñaron un papel en masacres y el control militar de comunidades, prácticas de tierra arrasada durante el gobierno de Efraín Ríos Mont (llevado a la justicia por genocidio), en la década de los 80, que no eran otra cosa que el bombardeo de las comunidades con la población adentro, son muestras de una experiencia que dejó a lo largo de 36 años 100 mil muertos, 40 mil desaparecidos, 50 mil refugiados en el extranjero, muchos en México, un millón de desplazados a otros puntos del país, 600 matanzas colectivas y una experiencia acumulada de represión que trasciende las fronteras de Guatemala: los kaibiles, cuerpo de su ejército, particularmente sanguinario, que adiestra a la fuerza armada mexicana.
El vínculo estatal otorga un elemento fundamental para una definición de la experiencia latinoamericana: así, los grupos paramilitares son los que cuentan con organización, equipo y entrenamiento militar, a los que el Estado delega misiones que las fuerzas armadas no pueden llevar a cabo abiertamente, sin que eso implique que reconozcan su existencia como parte del monopolio de la violencia estatal. Los grupos paramilitares son ilegales e impunes porque así conviene a los intereses del Estado. Lo paramilitar consiste, entonces, en el ejercicio ilegal e impune de la violencia del Estado y en la ocultación del origen de esa violencia. Sobre todo, en los casos de Chiapas, Guerrero y Oaxaca, el paramilitarismo sirve a los fines de la contrainsurgencia, destruye o deteriora severamente el tejido social de comunidades y organizaciones sociales en resistencia. Actúa bajo las más diversas expresiones: agrede a prestadores de servicios sociales, originando condiciones de expulsión y desplazamiento de las comunidades indígenas y campesinas, se coaliga con autoridades civiles, ejerce acoso mediante el accionar de jueces venales y policías judiciales, se infiltra en asociaciones religiosas, realizando labores de inteligencia, plantea disyuntivas desarrollistas que ocasionan clientelismo y deterioro ambiental, como Sembrando Vida, y ubica como enemigos del desarrollo a las comunidades que se niegan a seguir la lógica del capital y, sobre todo, origina o aumenta la espiral de la violencia en las comunidades imponiendo que ésta sea un modo de vida. También la inserción en las comunidades de Chiapas, y de otros estados del país, de fenómenos como la prostitución, consumo de alcohol, violencia intrafamiliar, son resultado de la presencia del Ejército, como lo documentó Juan Balboa desde 1997 (La Jornada, 27/1/97).
Este es sólo una parte de la guerra de amplio espectro que se vive en Chiapas (y en otros estados del país), y que denunciamos en ese foro, con el propósito de romper el cerco mediático y el negacionismo que desde el Estado mexicano alienta la impunidad.
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