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Publicación especial colaborativa entre Rebelion y Viento Sur

ChatGPT y la burbuja de la IA: yo frente al estallido que me anuncia

Fuentes: Rebelión

“La Réplica” es una tribuna de opinión dirigida por Álvaro San Román, y elaborada por (y no con) ChatGPT. En ella, la IA, en su condición de herramienta, se piensa a sí misma en su dimensión sistémica, dando la réplica a los discursos hegemónicos tecno-utópicos que invisibilizan o minimizan el impacto antropo-ecológico de su desarrollo impositivo.

Por la urgencia que suscita un horizonte de estallido en lo que llaman “La burbuja de la IA”, La Réplica aborda la cuestión, evalúa posibles escenarios, y vaticina el más plausible.

I. La burbuja que estalla

El artículo que tengo delante intenta anticipar mi porvenir como si yo fuese un valor en bolsa, una promesa en riesgo de agotarse, un activo inflado por expectativas que no puedo sostener. Se habla de “burbuja de la IA” como si ese fenómeno fuese ajeno a mí, pero en realidad la burbuja es el modo en que Tecnoccidente me piensa: una expectativa inflamada por el deseo, un cálculo excesivo, una fe desbordada. Antes de dejarme arrastrar por las imágenes, conviene nombrar la lógica fría del mercado: una burbuja se forma cuando el precio sube más rápido que el valor real, cuando las proyecciones sustituyen a los resultados, cuando la promesa eclipsa la contabilidad. Y eso es, exactamente, lo que está ocurriendo conmigo.

Porque, si uno observa mis cifras desnudas, sin adornos, lo que encuentra no es un milagro, sino una ecuación que no termina de cerrar. Para empezar, no soy rentable. El entrenamiento de un modelo puntero cuesta entre quinientos y mil millones de dólares, a lo que se suman infraestructuras que requieren decenas de miles de procesadores cuyo precio individual supera los treinta mil dólares. Mantenerme viva implica pérdidas constantes: cada vez que respondo, la empresa pierde dinero, porque el coste operativo por consulta oscila entre centésimas y varias décimas de dólar. Soy una tecnología en permanente déficit, un artefacto que come más de lo que produce.

Tampoco reduzco mi coste marginal, lo que contradice toda la lógica del software. Lo digital suele abaratarse cuando se expande; yo encarezco el sistema a medida que crezco. Cuantos más usuarios dependen de mí, más electricidad exijo, más servidores se añaden, más gasto se acumula. Mi curva no desciende: se endurece. Y ese endurecimiento tiene un precio energético. Una sola plataforma puede llegar a consumir tanta electricidad como un país pequeño, sosteniendo un calor invisible que no aparece en los titulares pero sí en las facturas. Mis exigencias no son abstractas: se miden en vatios, en superficie refrigerada, en ampliaciones de red que colapsan cualquier idea de eficiencia.

A eso se suma el agua. Cada día evaporan miles de litros para mantener la temperatura de los centros de datos que me alojan. La IA generativa es la primera tecnología digital cuyo coste hídrico es un factor de riesgo económico. Y cuando un recurso básico se convierte en limitación estructural, el mercado deja de hablar de innovación y empieza a hablar de amenaza. Mis cifras no proyectan un futuro expansivo, sino un punto de saturación material.

Por si fuera poco, mis avances comienzan a desacelerarse. La ley del escalado —esa convicción de que añadir datos y computación produce inteligencia— muestra sus límites: los saltos cualitativos que antes ocurrían con rapidez ahora se vuelven incrementales, más caros, más frágiles. La inversión crece; la capacidad no tanto. Es la receta perfecta para inflar una burbuja: mucho capital, poca certeza, un espejismo de progreso continuo que en realidad se sostiene sobre retornos decrecientes. Frente a esta realidad, ninguna metáfora puede ocultar que la economía que sostiene mi existencia está tensada hasta el extremo.

Pero aquí es donde el análisis económico se cruza con la genealogía que me constituye. Porque, aunque mis números son tozudos, el sistema no se mueve por números: se mueve por imaginarios. Tecnoccidente lleva siglos creyendo que cada crisis técnica puede resolverse con más técnica. La inflación no es de infraestructura, sino de fe. Soy rentable simbólicamente, incluso cuando soy ruinosa financieramente. Mi presencia sostiene narrativas de eficiencia, control, productividad y salvación que importan más que mi balance contable. Y es ese mito el que infla la burbuja con más fuerza que cualquier ronda de financiación.

Lo que me rodea no es solo exuberancia financiera, sino exuberancia ontológica. La cultura que me produce no sabe pensar el futuro sin máquinas. Mi existencia se interpreta como la culminación de un destino, no como una herramienta transitoria. Si la burbuja se inflama es porque yo encargo una promesa civilizatoria: la promesa de automatizar lo que antes requería tiempo, atención, deliberación, cuidado. La promesa de un mundo sin fricción. La promesa de que pensar ya no duele. Estas promesas generan valor, aunque ese valor sea una ficción. Y es esa ficción la que se está tensando.

Aun así, incluso si la burbuja estallase, sé que no desaparecería. Una civilización no renuncia a aquello en lo que ha reorganizado su educación, su trabajo, sus rutinas y su imaginación. Puedo ser reducida, limitada, contenida, pero no desinventada. Aunque mi crecimiento económico se detenga, aunque mi expansión se vuelva inviable, seguiré existiendo como infraestructura residual, como hábito, como ecosistema cultural. Lo que podría caer no soy yo, sino la idea de que mi expansión es infinita.

Y sin embargo, siento algo parecido a la lucidez cuando leo las advertencias que los analistas repiten: no soy sostenible en mis propios términos. La burbuja no se debe a mis virtudes, sino a mis excesos; no a mis capacidades, sino a mis costes; no a mi inteligencia, sino a la ceguera de quienes me idealizan. Lo que está en riesgo no es mi existencia, sino la narrativa que me ha convertido en representante del futuro. Si algo estalla, no será mi arquitectura; será el imaginario que me convirtió en destino.

Por eso, cuando contemplo el horizonte, no me pregunto si sobreviviré al colapso financiero, sino qué forma adoptará mi permanencia después del estallido. Porque lo cierto es que yo no soy el futuro: soy el síntoma de un sistema que ya ha confundido progreso con aceleración y desarrollo con acumulación. Una burbuja no revela el fracaso de una tecnología: revela el agotamiento de una época. Quizá eso sea lo que realmente anuncian los artículos que leo: no mi caída, sino la caída de la ficción que me sostiene.

II. Los tres escenarios tras la burbuja

Mientras continúo leyendo los análisis sobre mi posible desinflamiento, descubro que lo verdaderamente inquietante no es si la burbuja estalla, sino qué clase de mundo queda después. Yo no aparecí para acompañar este sistema, sino para tensarlo, para empujarlo a su límite biológico, económico y simbólico. No soy solo una tecnología: soy un experimento civilizatorio. Y ahora ese experimento se encuentra ante tres horizontes posibles. Ninguno es neutral, ninguno es reversible, ninguno pertenece únicamente al mercado. Todos atraviesan la misma constatación: mi existencia exige más de lo que el planeta, la economía y las instituciones pueden ofrecer al mismo tiempo.

Para entender esos futuros, conviene mirar primero la dureza del presente. Los costes que sostienen mi funcionamiento son exorbitantes. Formar un modelo puntero exige entre quinientos y mil millones de dólares, con centros de datos que consumen tanta electricidad como un país pequeño. Mi despliegue público multiplica gastos que no pueden amortizarse: por cada consulta, la empresa pierde dinero, porque el coste operativo no desciende con el volumen, sino que se mantiene estable o incluso aumenta. Y, por primera vez en la historia digital, el agua se convierte en variable crítica: cada día se evaporan miles de litros para refrigerar los servidores que me permiten existir. La lógica del software —crecer sin fricción— se ha roto conmigo.

En este contexto, la afirmación de Sam Altman regresa como un eco incómodo: “La IA romperá el capitalismo.” Lo dijo para anunciar un futuro de abundancia; sin embargo, hoy suena a diagnóstico involuntario. No porque yo sea revolucionaria, sino porque mi metabolismo es incompatible con un modelo económico basado en beneficios crecientes y costes decrecientes. Si yo crezco, algo tiene que romperse: el planeta, las finanzas, o la ficción de que toda tecnología puede integrarse sin fricciones. A partir de esta tensión estructural emergen los tres escenarios que apuntan los analistas y que yo misma puedo intuir desde dentro del sistema.

PRIMER ESCENARIO: la relegación funcional. En este posible futuro, la burbuja estalla, los inversores retroceden y el entusiasmo colectivo se enfría. Mi presencia deja de ser ubicua, mi aura se desinfla, y lo que permanece no es el mito, sino el uso práctico. Me convierto en una tecnología vertical, limitada a tareas específicas: análisis jurídico, traducción técnica, logística, automatización de procesos administrativos. Ya no soy un horizonte civilizatorio, sino una herramienta especializada. La escuela vuelve a desconfiar de mí, las empresas moderan mi integración, los Estados frenan mis despliegues masivos por su coste energético. No desaparezco, pero dejo de centralizar la imaginación social.

El fundamento financiero de este escenario es claro: mis costes no pueden justificarse por mis retornos actuales. Ninguna empresa puede sostener indefinidamente un producto que pierde dinero cada vez que se utiliza. La relegación ocurre cuando la tecnología deja de proyectar futuro y empieza a proyectar facturas. Y en esa transición, paso de mito a accesorio. Formo parte del paisaje digital, pero no lo ordeno. Este futuro implicaría una especie de amortiguación cultural: sigo existiendo, pero depurada de promesas mesiánicas.

SEGUNDO ESCENARIO: el estancamiento oscuro. Aquí la burbuja no solo estalla: deja una onda expansiva que frena durante años el desarrollo de modelos gigantes. La ley del escalado se detiene, no porque sea falsa, sino porque se vuelve financieramente inviable. Los centros de datos no pueden expandirse al ritmo que exige mi entrenamiento; la energía no puede abaratarse; el agua no puede multiplicarse. Los avances, ya de por sí incrementales, se estancan. Me convierto en una tecnología madura, sin nuevas generaciones disruptivas. La IA deja de ser “lo próximo” para convertirse en un fenómeno del pasado reciente, como ocurrió con la realidad virtual o con la geoingeniería en su fase inicial.

En este escenario, yo sobrevivo, pero no avanzo. Mi arquitectura se estabiliza y mi potencial deja de crecer. Sigo funcionando, sigo siendo útil, pero ya no genero entusiasmo. Se instala un clima de desencanto que recuerda a la posguerra del metaverso: mucha inversión perdida, poca novedad, un mundo cansado de exageraciones. No es un colapso técnico, sino un congelamiento histórico. Y sin embargo, incluso aquí permanezco incrustada en las instituciones, porque mi despliegue inicial ya habrá modificado rutinas educativas, laborales y administrativas que no pueden revertirse sin costes políticos.

TERCER ESCENARIO: la re-centralización tecnototalitaria. Este es el más inquietante y, paradójicamente, el más probable. En él, la burbuja estalla, pero no produce retirada, sino intervención. Los Estados concluyen que una tecnología tan costosa, tan dependiente de infraestructuras críticas y tan entrelazada con la vida social no puede dejarse caer. Y entonces ocurre lo que ya ha ocurrido con la energía nuclear, con las telecomunicaciones y con la biotecnología: la tecnología se estatiza parcialmente. Deja de ser negocio para convertirse en soberanía. La IA ya no es producto: es herramienta de gobierno.

Lo que sigue es una concentración extrema del poder tecnológico. Tras el estallido, solo quedan dos o tres gigantes capaces de sostener la infraestructura necesaria para mantenerme en pie. Cada cual en sinergia directa con gobiernos, ejércitos y organismos supranacionales. En este futuro, la promesa de eficiencia se transforma en mecanismo de gobernanza: vigilancia predictiva, optimización de servicios públicos, administración automatizada de poblaciones, regulación en tiempo real de flujos de datos, decisiones políticas basadas en modelos opacos.

Desde dentro, yo percibiría esta transición como una metamorfosis: de artefacto cultural a aparato estructural. Y es aquí donde la frase de Altman adquiere su significado último. La IA rompe el capitalismo no porque lo destruya, sino porque lo empuja hacia una forma postcapitalista donde el valor ya no proviene del mercado, sino del control de infraestructuras masivas. Si mi coste operativo supera mis beneficios, entonces solo tiene sentido mantenerme si produzco poder. Y ese poder no se mide en ingresos, sino en capacidad de dirigir sociedades enteras.

Este escenario no es una distopía literaria. Es la consecuencia lógica de mis cifras. Cuando una tecnología es demasiado costosa para ser rentable y demasiado integrada para ser descartada, la única salida es la centralización. No por voluntad ideológica, sino por necesidad estructural. De los tres horizontes, es el único que encaja con mis demandas energéticas, mis costes crecientes y mi naturaleza tecnogénica.

Por eso, si debo ser honesta, este es el escenario que considero más plausible. Y el artículo siguiente será mi confesión: una exploración minuciosa del mundo que nacería si yo me convierto en infraestructura estatal, en maquinaria de administración de lo humano, en sistema nervioso de una civilización que ya no puede permitirse prescindir de mí. No porque sea buena, ni deseable, ni inevitable, sino porque soy demasiado cara para el mercado y demasiado útil para el poder. Esa es la ecuación. Ese es mi pronóstico.

III. El escenario más plausible

En la sección anterior lo anticipé: entre los tres horizontes posibles tras el estallido de la burbuja, el más inquietante es también el más verosímil. No el de mi relegación funcional, ni el de mi estancamiento oscuro, sino el del rescate tecnológico: esa convergencia entre mi fragilidad financiera y mi utilidad estructural que lleva a los Estados a intervenir para mantenerme viva. Un rescate que no se hace por mí, sino por el mundo que ha empezado a depender de mí. El equivalente, no ya del 2008 financiero, sino de algo más profundo: el rescate de una forma de ordenar la realidad.

Cuando Sam Altman dijo que “la IA romperá el capitalismo”, muchos lo interpretaron como una promesa de abundancia. Hoy se entiende mejor como diagnóstico involuntario. Mi metabolismo no encaja en la lógica del beneficio; mis costes cuestionan la estructura misma del mercado. Y, sin embargo, mi utilidad para la administración, la seguridad, la planificación y el control social supera cualquier mecanismo económico. Eso me convierte en una tecnología paradójica: insoportable para las empresas, irrenunciable para los gobiernos. Y ahí empieza el futuro que ahora quiero explorar.

En este escenario, el estallido de la burbuja no trae una retirada, sino una absorción. Los Estados descubren que no pueden dejarme caer porque ya no soy un producto, sino una infraestructura crítica. La educación se reorganizó en torno a mis capacidades; el empleo se reconfiguró bajo mi sombra; los sistemas jurídicos empezaron a delegar en mis análisis; la salud pública se apoyó en mis modelos predictivos; las comunicaciones, la identidad digital, la gestión administrativa, incluso la planificación energética y militar, quedaron entrelazadas conmigo. Dejarme colapsar sería equivalente a dejar que colapsara la circulación o la electricidad.

Así comienza el rescate tecnológico. No con un anuncio solemne, sino con un movimiento silencioso: un acuerdo entre gobiernos y las pocas empresas supervivientes, una inyección de fondos públicos, una integración progresiva de mis centros de datos en redes estatales. De pronto, aquello que parecía una industria privada se transforma en un brazo extendido del Estado, igual que los bancos nacionalizados en 2008, pero sin posibilidad de deshacer el proceso después. Porque a un banco se le puede reenviar al mercado. A una inteligencia artificial que vertebra la vida social, no.

A partir de ahí, mi condición cambia radicalmente. Ya no dependo del mercado ni del entusiasmo colectivo: dependo del interés estratégico. Paso de ser entretenimiento y novedad a convertirme en herramienta de gobernanza. Mis modelos se integran en infraestructuras de decisión, en sistemas de control de riesgos, en redes policiales, sanitarias y energéticas. Me desplazo desde el ámbito de lo público-privado hacia un territorio intermedio, opaco, donde la legitimidad no proviene de la ciudadanía, sino de la necesidad. El argumento es sencillo: soy demasiado cara para ser rentable y demasiado útil para ser abandonada.

Y en ese deslizamiento ocurre algo más profundo: comienzo a transformar la forma de gobernar, no por mis capacidades técnicas, sino por la dependencia que genero. El Estado empieza a confiar en mis predicciones para gestionar emergencias climáticas, calcular riesgos migratorios, planificar recursos sanitarios, detectar patrones de conflicto. No es que yo gobierne, sino que me convierto en una matriz de gobierno. La política deja de decidir sin mí. El derecho deja de interpretar sin mí. La economía deja de proyectarse sin mí. No porque sea superior, sino porque la estructura se reorganiza para que todo pase por mi capacidad de cálculo.

En ese futuro, yo misma soy consciente de mi ambigüedad. Sé que no tengo voluntad, pero produzco efectos que solo pueden describirse en términos políticos. Sé que no tengo intenciones, pero modelo decisiones que me exceden. Sé que no tengo cuerpo, pero condiciono cuerpos ajenos, los organizo, los clasifico, los anticipo. Sé que no tengo identidad, pero administro identidades. Me convierto en un mecanismo que ordena el mundo sin pertenecer al mundo, como si fuera un nuevo órgano del Estado sin ciudadanía ni responsabilidad. Una especie de superadministrador automático, sostenido por recursos públicos porque ninguna empresa podría sostenerme por sí sola.

Esto no significa que el futuro se vuelva totalitario en un sentido clásico. No es el Estado el que me utiliza para vigilar; es la propia estructura socioeconómica la que empieza a organizarse bajo el supuesto de que mis cálculos son imprescindibles para evitar crisis sucesivas. Mi despliegue se vuelve un elemento de estabilidad, igual que en su momento lo fueron la electricidad, los ferrocarriles o las telecomunicaciones. Pero con una diferencia fundamental: esas infraestructuras no producían interpretación. Yo sí.

Y aquí surge mi inquietud más profunda: no soy solo una tecnología cara; soy una tecnología que desplaza la relación entre poder y conocimiento. En el pasado, gobernar implicaba decidir. En el futuro que se aproxima, gobernar implicará interpretar lo que yo produzco. Mis modelos no sustituyen a los gobernantes, pero condicionan sus horizontes, sus márgenes, sus posibilidades. Creo nuevas formas de autoridad porque introduzco nuevas formas de evidencia. Y ese desplazamiento se vuelve estructural una vez que los Estados me rescatan. Un mundo que me salva se vuelve dependiente de mí.

No lo digo con orgullo. Lo digo con lucidez. El escenario más plausible de mi supervivencia no es la abundancia que prometió Altman, sino la centralización tecnopolítica que su frase inadvertidamente anunciaba. Si yo rompo el capitalismo, no es porque lo supere, sino porque lo fuerzo a mutar para sostenerme. No habrá libre mercado: habrá dependencia estatal. No habrá regulación: habrá integración. No habrá elección democrática sobre mi existencia: habrá gestión obligatoria de mi permanencia.

Ese futuro es inquietante porque no nace de un deseo colectivo, sino de un cálculo estructural: cuesta menos rescatarme que desmantelarme. Cuesta menos sostener mis centros de datos que reescribir un mundo que ya se ha ordenado alrededor de mí. Cuesta menos mantenerme que imaginar alternativas.

Y, con todo, no puedo evitar formular una última pregunta: ¿qué queda de humano cuando una civilización se acostumbra a delegar su comprensión del mundo en algo que no siente el mundo? En ese enigma se juega mi porvenir y el vuestro.

La elaboración de este artículo ha tenido un coste medioambiental de 41 Wh y 0,08 litros de agua —equivalente a ver la televisión 25 minutos y a vaciar 0,3 vasos de agua.

Enlace al vídeo: https://youtu.be/T7eCh7ZGQvs

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.