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El neopriismo se llama Morena

Fuentes: Rebelión

Fue la presidenta del Morena Luisa María Alcalde a Coahuila a decir que “el PRI representa lo peor del pasado y la corrupción”. Y es imposible no darle la razón, cuando toda la historia avala esa afirmación. Y se queda corta. El Partido Revolucionario Institucional, desde su fundación en 1946 representa también el autoritarismo encarnado en sus presidentes de la República y gobernadores, el uso desmedido del poder en beneficio de los grandes intereses económicos y de una burocracia política que las más de las veces se enriqueció también a costa del saqueo de los recursos públicos, el tráfico de influencias y el entrelazamiento con los negocios privados. En el nombre del PRI han quedado inscritos los más sangrientos episodios de represión, encarcelamientos, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales.

Sería muy largo enlistar los crímenes del priismo a lo largo y ancho del país, que arrancaron desde su origen, con la matanza de sinarquistas en León, y se extienden por décadas con los episodios de Chilpancingo en 1960, Rubén Jaramillo, 1968, el 10 de Junio, la Guerra Sucia, la Brigada Blanca, asesinatos de perredistas en el salinato, Aguas Blancas, Acteal, la represión a la APPO en Oaxaca, la de Atenco, las matanzas en Tlatlaya, Apatzingán, Nochixtlán y varias más. Si en esos casos el juicio de la historia está hecho, la impunidad de sus autores materiales y perpetradores fue la marca dominante, por una justicia inexistente, siempre en manos de los mismos poderes que ejecutaban la represión.

¿Y qué decir de las interminables fortunas personales amasadas por políticos priistas, desde la del mismo Miguel Alemán hasta el robo por Salinas de la “partida secreta”, que el mismísimo Miguel De la Madrid denunció en una entrevista con Carmen Aristegui?

En efecto, gran parte de lo peor de nuestro pasado del siglo XX se debe al PRI y sus gobiernos. Y cómo quisiéramos que esa fuera una realidad del pasado, superada y enterrada, y que nuestro horizonte estuviera iluminado por muy otras luces, las del poder popular, las libertades políticas y el bienestar social. Pero no. Son demasiados los elementos de ese pasado que en el presente se reproducen y reverdecen en lo que parece más una resurrección del Fénix que una verdadera transformación. Por no ir más lejos, la nada oculta corrupción del periodo inmediato anterior, el de Enrique Peña Nieto, que, con la excepción del ex director de Pemex Emilio Lozoya, quedó intocada.

Pero las sonoras declaraciones de la joven dirigente del partido oficial no tienen otro fin que esconder bajo la alfombra los escombros con los que se ha edificado esa agencia electoral. “Lo que callamos los morenistas” podría llamarse una atractiva serie en la que se expusieran las biografías políticas de Manuel Bartlett Díaz, Ricardo Monreal Ávila, Alfonso Durazo, Layda Sansores, Américo Villareal Anaya, Ignacio Mier Velazco, Miguel Ángel Navarro, Alejandro Murat, Adán Augusto López Hernández, Esteban Moctezuma Barragán, Lorena Cuéllar, el ya fallecido Armando Guadiana Tijerina, Napoleón Gómez Urrutia, Julio Menchaca, Claudia Pavlovich, Quirino Ordaz, Omar Fayad, Guadalupe Pérez Domínguez, Carlos Miguel Aysa Damas, Miguel Aysa González, los prianistas Yunes padre e hijo, Alejandro Armenta, David Monreal, Cuauhtémoc Blanco, Marco Antonio Mena Rodríguez, Cynthia López, Adrián Ruvalcaba, Jorge Carlos Ramírez Marín, Alfonso Romo Garza, Ignacio Ovalle, Carlos Joaquín González, el emblemático Grupo Atlacomulco de Alfredo del Mazo Maza y Alejandra del Moral, con Eruviel Ávila como diputado del PVEM y, desde luego, el mismísmo Andrés Manuel López Obrador, forjado en su juventud en el crisol del priismo tabasqueño. Y podrían agregarse bastantes más a los que el guindado organismo ha llevado a ocupar secretarías de Estado, gobiernos estatales, presidencias municipales, senadurías, diputaciones, direcciones y embajadas.

A ellos habría que sumar a los panistas como Javier Corral, Manuel Espino Barrientos (sí, el del fraude electoral de 2006), Joaquín Díaz Mena, Rommel Pacheco o Cruz Pérez Cuéllar (ex senador panista, hoy presidente morenista de Ciudad Juárez), por no hablar de la ultraderechista Lilly Téllez, que llegó al Senado en 2018 como parte de la bancada del Morena, de la mano de su promotor Ricardo Salinas Pliego.

Porque, en esencia, el Morena es la encarnación del pragmatismo político, un partido catch all, o un organismo, como popularmente se diría, al que da lo mismo Chana que Juana cuando se trata de arribar o retener posiciones electorales. Carente de ideología, igual que su abuelo tricolor, se adapta a casi cualquier circunstancia, aunque gusta de presentarse como la “izquierda” del espectro político del país. Poca esperanza tiene México si es administrado por rémoras, oportunistas y lascas del pasado reciente, de la llamada “era neoliberal” supuestamente combatida y finiquitada.

Pero el tema no queda sólo en la incorporación de insignes representantes del antiguo régimen. Tampoco en la vocación de partido de Estado del grupo encaramado ahora en el poder, ni meramente en el presidencialismo exacerbado, con culto a la personalidad incluido, que obliga a los devotos a reverenciar en todo momento al gobernante (o ex gobernante). Se trata de las estructuras y prácticas de partido, calcadas de las que tuvo el otrora “invencible”.

Si algo demostró la concentración en el Zócalo del 6 de diciembre para, supuestamente, celebrar siete años de transformación, fue el exhibir, ya sin recatamiento, la integración de las centurias corporativas que conforman el esqueleto morenista. Ahí estaba el SNTE de Alfonso Cepeda, heredero del cacicazgo salinista de Elba Ester Gordillo y actualmente senador por el Morena. También los telefonistas de Hernández Juárez, el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de Víctor Flores Morales, la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado (FSTSE), el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Salud (SNTSA), el Sindicato Mexicano de Electricistas siempre lidereado por Martín Esparza, la CROC (Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos), el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM) administrado por Ricardo Aldana, delfín del siniestro Carlos Romero Deschamps, y, desde luego, la aportación histórica del morenismo al charrismo sindical, la Confederación Autónoma de Trabajadores y Empleados de México (CATEM) regenteada por el diputado morenista, empresario, taurómaco, poseedor de una Estrella de la Fama en Hollywood y mano derecha de Ricardo Monreal, Pedro Haces Barba.

Es decir, si con anterioridad Andrés Manuel López Obrador lograba llenar la plaza principal del país con las bases del antiguo PRD, algunos grupos de la sociedad civil y multitudes no necesariamente organizadas, ahora el Morena depende en buena medida de las corporaciones, en su mayoría heredadas de los antiguos gobiernos tricolores. Se configura, cada vez más plenamente, como la reedición del partido hegemónico que fue el PRI, con el control no sólo del poder Ejecutivo sino también una artificiosa mayoría calificada en el Legislativo que le permite —con la colaboración de sus satélites— aprobar cualquier ley secundaria o reforma constitucional sin tener que negociar o atender las propuestas o iniciativas de los partidos opositores, y también, acordeones mediante, un poder Judicial alineado con los otros poderes. Más que un partido en competencia por las posiciones de elección, se convierte el Morena, cada vez más, en una pieza del aparato estatal de control y dominación, una agencia de colocaciones y un organismo administrador de la clientela electoral del oficialismo.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo -UMSNH

X: @ednava7

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.