La corrupción es un problema moral y estructural. La distinción entre una y la otra es analíticamente necesaria, aunque no excluyente. De acuerdo con la definición más básica, la corrupción es la depravación o vicio de las cosas inmateriales. Y en este sentido –por la propia inmaterialidad de la definición–, ya estamos hablando de un asunto del orden moral. No obstante, interésanos escudriñar el aspecto estructural del problema, y explicar desde tal óptica la pertinencia del juicio a los expresidentes. Y para ello acudo a una añeja discusión filosófica engarzada con antecedentes históricos.
En el ámbito de la filosofía del derecho –y que devino praxis jurídica– prevalece una distinción entre la “moral pública” y la “moral privada”. La moral pública es aquello que concierne a los valores comunes o compartidos de una sociedad y cultura específicas, y que sirven de modelo de conducta: por ejemplo, la tolerancia o el respeto a la dignidad del otro, que es el valor fundamental de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. Esencialmente, la moral pública prescribe lo que el hombre o la mujer “deben ser”. Por oposición a tal esfera universal o colectiva, la moral privada atañe a los valores o principios anclados en elecciones personales y que no están sujetos al control de las instituciones públicas: por ejemplo, la autosuficiencia, el éxito o la salvación.
Esta distinción es relevante justamente porque encierra el germen de corrupción estructural. Vale decir: en el siglo XIX, las corporaciones –entidades privadas– se arrogaron los derechos que protegían a las personas marginalizadas. Esto significó que la empresa privada se convirtiera en recipiendaria de derechos y protecciones legales como si se tratara de una persona. Por tal razón están catalogadas técnicamente como personas morales. Y con ello se sustrajeron del derecho y la moral públicas. Esta yuxtaposición o entrecruzamiento de esferas es crucial en la historia del capitalismo porque significó que las empresas se pudieran regir por los códigos de la moral privada, que no son susceptibles de control institucional. Más tarde, esas mismas corporaciones, que originalmente prestaban servicios de interés social, se incorporaron a la política, pero sin el imperativo de la rendición de cuentas y protegidos por el derecho y la moral privadas. Y allí radica una de las principales fuentes de corrupción política: la injerencia de lo privado –inherentemente corrupto– en lo público –potencialmente corruptible–. A propósito de esta rutinaria e insana asociación público-privada, cabe caracterizar al neoliberalismo como la fase superior de la corrupción estructural y moral.
Y en este sentido, la propuesta de juicio a los expresidentes perfila y constituye un maxi-juicio al neoliberalismo y a las modalidades específicas de corrupción que prohijó tal régimen en México. El caso del exdirector de Petróleos Mexicanos, Emilio Lozoya Austin, es apenas la punta de lanza que allana el camino hacia el objetivo ulterior: el juicio a los expresidentes neoliberales. Ya en la declaración filtrada del Sr. Lozoya figuran tres de ellos: Carlos Salinas de Gortari, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto.
En el contexto de la larga y triste noche neoliberal, ¿quiénes son estos tres expresidentes?:
- Salinas de Gortari es el arquitecto del neoliberalismo mexicano, y el coautor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, acaso el fenómeno político más crítico y lesivo de la historia moderna de México. Ganó la elección por fraude.
- Calderón Hinojosa es el presidente de la guerra, y el reformador del narcoestado mexicano –militarizó a los cárteles–. Profundizó la neoliberalización en todos dominios de la economía, especialmente el sector energético y la aeronáutica. Ganó la elección por fraude.
- Peña Nieto es el colofón del neoliberalismo mexicano, y considerado el gobierno más corrupto de todos los tiempos. En la cara le explotó Ayotzinapa, que es la suma de todos los males nacionales, y la confesión involuntaria del narcoestado que tutelaron los neoliberales. Ganó la elección por fraude.
El juicio a los expresidentes contribuye a apuntalar políticamente el proceso de transformación o transición que propone el nuevo gobierno, e instala la idea del ocaso del régimen de corrupción neoliberal. Simbólicamente es un ejercicio poderoso (si bien se antoja razonable reservar la prospectiva de su efectividad material, porque tal éxito depende de otros factores y voluntades).
El llamado a que los ciudadanos participen a través de la iniciativa de la consulta popular eleva la relevancia de este proceso. Es una invitación a que el ciudadano tenga la última palabra en relación con este pasado. Y convertiría a México en el primer país de la región, y probablemente del mundo, en montar un juicio ciudadano contra un régimen –y no apenas un gobierno– neoliberal.
Tal como se perfila, la propuesta encierra atisbos de una incipiente comisión de la verdad. El alcance y radicalidad de este proceso dependerá de la movilización, empuje e inventiva de la sociedad mexicana.
Twitter: @arsinoeorihuela