Cada día que pasa es mayor la proporción de ancianos en México. Según algunos criterios sociodemográficos, son ancianos las personas mayores de 60 años. Pero otros criterios, como la edad internacional de jubilación ubican la ancianidad a partir de los 65 años. Esa mayor proporción de viejos en la estructura poblacional tiene una causa fundamental: […]
Cada día que pasa es mayor la proporción de ancianos en México. Según algunos criterios sociodemográficos, son ancianos las personas mayores de 60 años. Pero otros criterios, como la edad internacional de jubilación ubican la ancianidad a partir de los 65 años.
Esa mayor proporción de viejos en la estructura poblacional tiene una causa fundamental: el avance científico y tecnológico, sobre todo en las áreas médicas, que ha conducido a una severa caída en la natalidad y a un aumento muy considerable en la esperanza de vida. La combinación de ambos fenómenos ha generado menos población infantil y juvenil y mayor población de ancianos.
Si hace cincuenta años el problema demográfico central era el exceso relativo de niños, ahora ese problema central es el exceso relativo de viejos. A unos y a otros hay que proveerlos, sin contraprestación alguna, de diversos satisfactores imprescindibles para la vida: alimentos, medicinas, servicios hospitalarios.
Pero, en general, a los infantes los proveen de esos satisfactores sus padres, mientras que, aunque la ley lo establece, es muy difícil y extraño que los hijos provean a sus padres ancianos de esos bienes y servicios.
De modo que, también en general, la ancianidad es la edad del desamparo. Para sobrevivir el viejo no tiene más recursos, cuando los tiene, que una muy pequeña pensión. Según la siniestra Consar (Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro) esa ínfima pensión sólo llega a los dos mil pesos mensuales. En el caso de los ancianos de la Ciudad de México, a esos dos mil pesos (cuando los hay) se suman los mil pesos que aporta a cada anciano mayor de 70 años el gobierno de la urbe.
Ante esta dolorosa realidad que los ahora jóvenes van a vivir tarde o temprano es necesario acudir al expediente del ahorro. Porque, como dice el refrán español, «el que come y deja, dos veces pone la mesa».
Este ahorro puede consistir en dinero o en una o más propiedades inmobiliarias: una casa, un departamento o un terreno que, en caso de necesidad, pueda venderse y que con el producto de la venta pueda vivir el anciano los últimos años de su existencia. En el ahorro, pues, está la clave de una vejez sin carencias y sin angustias.
En México, para el caso de los trabajadores tal ahorro puede ser voluntario o forzoso. La ley establece un mecanismo para esta última situación: el Sistema de Ahorro para el Retiro. Los ahorros del trabajador se depositan en una empresa privada llamada Administradora de Fondos para el Retiro (Afore). Teóricamente esta Afore guarda el dinero del ahorrador y puede invertirlo a fin de que esos recursos tengan un rendimiento que incremente el monto de lo ahorrado.
También teóricamente, ese dinero se le entregará al trabajador cuando cumpla 65 años: los ya dichos dos mil pesillos mensuales. Pero un mínimo de sensatez aconsejaría no incrementar ese ahorro forzoso con ahorros voluntarios.
Ciertamente, el trabajador debe ahorrar lo más que pueda. Pero debe tener cuidado de no poner voluntariamente sus recursos en una cuenta afore sobre la que no ejerce ningún control. Nada ni nadie garantiza que al cabo de cuarenta o cincuenta años, si para entonces todavía existen o no han quebrado o no han huido, esas clásicas empresas buitre que son las Afores reintegren el dinero ahorrado a sus legítimos dueños.
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