El comunismo libertario impregna cada una de las páginas de «Los 70 a destajo. Ajoblanco y Libertad». Visto como alternativa factible y radical al franquismo, y también al juancarlismo.
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«Mucho se ha escrito sobre la transición española, casi siempre desde el pragmatismo de los grupos que la pactaron, pocas veces desde la ingenuidad de quienes la soñamos diferente.» (José Ribas) Barcelona era una fiesta. La dictadura agonizaba (o eso parecía), se liberaba la sexualidad, los estudiantes defendían la autonomía universitaria, apedreando a los grises. Los hijos de la burguesía catalana copaban el censo de los partidos antifranquistas, preparando el futuro asalto al poder. Franco moría matando, la represión se cebaba en los sindicalistas de Comisiones Obreras, que habían logrado infiltrar el Sindicato Vertical con notable éxito. Las Ramblas eran el símbolo de la libertad largamente añorada, el espejo de los deseos frustrados de ciertos disidentes de aquella mayoría silenciosa que apuntalaba al franquismo.
Este ambiente es el punto de partida de «Los 70 a destajo. Ajoblanco y Libertad». El autor, José Ribas fue uno de aquellos jóvenes, estudiante de Derecho a comienzos de los 70, de padre falangista de la primera hora, luego tibiamente franquista; uno de tantos que descubrió la política en las aulas de la Universidad. Ribas entró al ruedo político con la intención de colaborar activamente en la caída del Régimen, datando de entonces un rencor imposible de disimular hacia el PSUC y las diferentes banderías de la extrema izquierda.
Este rencor recorre todo el libro, sembrando la obra de ridículas comparaciones entre Francisco Franco y Vladimir Lenin, anatemizando al comunismo y a los comunistas, tratados todos de aliados del posfranquismo reformista y de enemigos de los trabajadores, sin distinciones ni matices. Metiendo en un mismo saco a las vedettes de la gauche divine y a los honestos militantes comunistas, trotskistas, maoístas, olvidando los años de cárcel, torturas y penurias de los que nunca se rindieron, los últimos soldados de la República Española.
Ribas escupe verdades como puños, comentando el paso de muchos dirigentes del PSUC o de Bandera Roja al carro de los vencedores de la historia, denunciando la gran mentira de la Transición, el pacto entre la élite liberal de la dictadura y la cúpula dirigente de las izquierdas, haciendo tabula rasa de cuatro décadas de crímenes impunes, equiparando a verdugos y a víctimas, amnistiando a Simón Sánchez Montero para que pudiera ser amnistiado también Manuel Fraga Iribarne.
El leit motiv fundamental del título que les comento es Ajoblanco, el semanario barcelonés que José Ribas puso en marcha en 1974. Revista contracultural y underground en sus inicios, escorada hacia el anarquismo conforme evolucionaban ideológicamente sus mentores y colaboradores, al albur del fin de la dictadura y de la instauración de la democracia. Toni Puig, Fernando Mir, Luis Racionero, Quim Monzó, Ana Castellar, Ramón Barnils, fueron las cabezas pensantes del invento en su primera época, cuando les tocó competir con Triunfo, con Cambio 16, con Cuadernos para el Diálogo, revistas punteras de la información política, opositoras al Régimen desde el liberalismo, el comunismo o la socialdemocracia.
Ajoblanco posibilitó el encuentro de muchísimos jóvenes con inquietudes políticas y artísticas similares, alejadas de lo convencional. El Ajo potenció la liberalización de las costumbres sexuales, encorsetadas y oprimidas por la moral católica, dignificando la sexualidad herida de gays y lesbianas. Observó con atención los derroteros de la reforma pactada de la dictadura, atacando el afán colaboracionista de los cargos dirigentes del PSOE o del PCE, apostando fuertemente por la reconstrucción de la CNT, la central anarcosindicalista, a la que se afilió un esperanzado Ribas, una vez legalizada.
El comunismo libertario impregna cada una de las páginas de «Los 70 a destajo. Ajoblanco y Libertad». Visto como alternativa factible y radical al franquismo, y también al juancarlismo, ensalzado en demasía, con entusiasmo desmedido e irreal. Pepe Ribas confunde la realidad y el deseo, asignando un potencial a la CNT de entonces, de la que esta carecía objetivamente hablando. Aquella CNT no era ni la sombra de la de los años 30, cuando contaba sus afiliados en cifras de seis ceros. Aún así, reconozco que era un formidable enemigo del Estado monárquico, un enemigo contradictorio e iluso a ratos, al que se combatió con fiereza y al que se derrotó, sobre todo tras el caso Scala.
La obsesión anticomunista de Ribas no repara en que la sucesión de ilustres colaboradores (y fundadores) de Ajoblanco que desfilan por el libro es una broma macabra. Repasemos la trayectoria posterior de algunos ácratas de salón que quisieron ser popes de la contracultura y acabaron siendo sumos sacerdotes de lo políticamente correcto, viles lacayos del Estado al que un día dijeron combatir.
Toni Puig, uno de los creadores del Ajo, fiero anarquista en los 70, es hoy asesor en mercadotecnia relacional del Ayuntamiento de Barcelona, institución sumamente revolucionaria y subversiva, como ustedes saben.
Luis Racionero, tótem cultural del grupo, gurú personal de Ribas, dirigió la Biblioteca Nacional durante los tres últimos años del segundo gobierno de José María Aznar (2001-2004). Se autodefine como liberal y es fan confeso de Rosa Díez.
Javier Valenzuela, granadino de cuna, valenciano de adopción, ácido cronista del Ajo, jefe de prensa internacional de Rodríguez Zapatero al principio de su primera legislatura. Ya sabemos, por la Cope y afines, que Zapatero es Lenin, sin barba, eso sí.
No necesito nombrarles los méritos actuales del excelso Fernando Savater, que iba de filósofo libertario en la Transición, y ahora dicta cátedra sobre lo divino y lo humano, marcando tendencia y creando partidos políticos acordes a los nuevos tiempos, ni de derechas ni de izquierdas, del centro mágico y genial.
Francesc Boldú, peso pesado de aquella CNT, según las propias palabras de Ribas, es catedrático de Filosofía en el Instituto Español de Tánger (Marruecos) y publica artículos en El País, sin que por el momento se haya tenido noticia de ninguna queja suya con respecto a la actitud beligerante del susodicho periódico contra los gobiernos revolucionarios de América Latina.
Karmele Marchante, feminista extremista en Ajoblanco, tertuliana fija en los programas del colorín, sigue dándoselas de intelectual y reclamándose discípula de Manolo Vázquez Montalbán(*). En una ocasión la oí despotricar de Hugo Chávez, con el mismo ardor con el que defiende a la mayor terrateniente de España, Cayetana de Alba.
Parece que no se lleva demasiado bien con su hermano mayor Jorge, alias Federico Sánchez, aunque tienen muchas cosas en común. Carlos Semprún Maura es tan traidor como Jorge, quizás más sincero en su actual deriva neoliberal, un tipo de cuidado que vomita cotidianamente el catecismo de Hayek y Friedman, en el pasquín cibernético de FJL.
Moncho Alpuente ejerció de referente madrileño para la gente del Ajo, ejerciendo todavía de anarquista en actos de la CNT, compaginando el activismo libertario con trabajos varios para el grupo Prisa, buque insignia de la progresía española.
Equivalentes capitalinos de Ajoblanco fueron también Pedro Almodóvar y Alaska, que continúan dinamitando el sistema con bombas de cine monotemático y granadas de música discotequera. Sin comentarios.
El más inefable del periodismo patrio, el locutor que ha hecho del mitin información radiofónica (Julio Anguita dixit), fue otro de los alegres muchachos del Ajo. En su travesía sin retorno desde el maoísmo de Bandera Roja hasta la extrema derecha del liberalismo, Federico Jiménez Losantos recaló en el puerto de Pepe Ribas. Recién había abandonado El Viejo Topo, por una supuesta censura que desmintió convenientemente Miguel Riera, director de la publicación en aquel entonces y aún hoy, cuando Ribas le reclutó.
El grumete Federico emborronó cuartillas para el suplemento La Bañera Literaria, donde coincidió con el autor italiano Carlo Frabetti. No, no han leído mal, FJL y Frabetti escribieron codo a codo en una publicación ácrata en la Barcelona prodigiosa de entonces. Cualquier lector bien informado conocerá el abismo ideológico que separa actualmente a los dos antiguos compañeros de luchas.
Carlo Frabetti no se convirtió a la religión del libre mercado, lleva la herejía en los genes (es hijo de partisanos), es uno de los mejores intérpretes del caos capitalista, aunque no siempre comparta uno todas sus posiciones. FJL es un patético esbozo de sí mismo, un pequeño talibán de sacristía que ha perdido la guerra por el control del PP. Sonado fue el enfrentamiento público Losantos-Frabetti posterior a la gala de los Goya de 2003, en el que el ínclito Federico acusó a Carlo y a los del No a la Guerra de recibir dinero de Sadam Hussein. Posteriormente, Frabetti desmontó la calumnia ante los tribunales.
Ajoblanco acabó convertida en una cueva de conversos, prestos a saltar a lugares más confortables, donde disertar de las bondades de la democracia burguesa con sus antiguos enemigos. Por eso aquello se jodió, llevándose por delante el anhelo de cientos de miles de anarquistas y librepensadores, apisonados por la Transición.
Lo que luego sobrevino es de sobras conocido: la movida, el consumo abusivo de drogas ilegales, el sexo pretendidamente liberado, el sida, el fin de la epopeya ochentera. El capital apartó a esa generación de la militancia antisistema, condenándola a las miserias del consumismo. Ganaron el derecho a drogarse, a escuchar letras subidas de trono, a follar con ciento y la madre, pero perdieron la libertad de ser distintos.
Recomiendo la lectura de estas cuasi memorias de José Ribas, fenomenalmente escritas, haciendo gala de una memoria fantástica, otro gran texto para desmenuzar el torrente de mentiras que escupen los portavoces del Estado sobre el posfranquismo.
¡A seguir desfaciendo entuertos, que quedan muchas causas perdidas por conquistar!
(*) Vázquez Montalbán no sale muy bien parado del libro de Ribas. Este le retrata como un comunista sectario y dogmático, arribista y ambicioso, envidioso del éxito de Ajoblanco, un perfil que difiere bastante de lo que uno ha leído anteriormente. No tuve el placer de conocer personalmente al difunto Manolo, pero entre su curriculum vitae y el de Luis Racionero no hay color, sencillamente. Esta idea se puede hacer extensible al resto de escribientes del Ajo que menciono arriba. En contraste con la vieja militancia comunista, dejan mucho que desear.