San Cristóbal de las Casas. Los nacimientos navideños abundan en esta ciudad colonial en los Altos de Chiapas. Pero el que recibe a los visitantes en la entrada al centro cultural TierrAdentro tiene su propio guiño local: las figuritas en burros usan pasamontañas y portan armas de madera. Es la temporada alta del «zapaturismo», la […]
San Cristóbal de las Casas. Los nacimientos navideños abundan en esta ciudad colonial en los Altos de Chiapas. Pero el que recibe a los visitantes en la entrada al centro cultural TierrAdentro tiene su propio guiño local: las figuritas en burros usan pasamontañas y portan armas de madera.
Es la temporada alta del «zapaturismo», la industria de viajeros internacionales que surgió en torno al levantamiento zapatista, y TierrAdentro es la zona cero. Los carteles, la joyería y los telares hechos por los zapatistas se venden rápido. En el restaurante, en el patio, donde a las diez de la noche el ambiente es festivo, los estudiantes universitarios toman cerveza Sol. Un joven muestra una fotografía del subcomandante Marcos, como siempre en pasamontañas y con pipa, y la besa. Sus amigos toman una foto más de este tan documentado movimiento.
Me conducen en medio de quienes festejan, hacia un cuarto en la parte trasera del centro, cerrado al público. Aquí, el sombrío ambiente parece a un mundo de distancia. Ernesto Ledesma Arronte, un investigador de 40 años, con cola de caballo, está encogido sobre unos mapas militares e informes de incidentes de derechos humanos. «¿Entendiste lo que dijo Marcos?», me pregunta. «Fue muy fuerte. No ha dicho nada parecido en muchos años».
Arronte se refiere a un discurso que dio Marcos la noche anterior (16 de diciembre) durante el Primer Coloquio Internacional Planeta Tierra: Movimientos Antisistémicos. El discurso se titulaba «Sentir el rojo. El calendario y la geografía de la guerra». Como se trataba de Marcos, era poético y ligeramente elíptico. Pero para los oídos de Arronte era una alerta roja. «Quienes hemos hecho la guerra sabemos reconocer los caminos por los que se prepara y acerca», dijo Marcos. «Las señales de guerra en el horizonte son claras. La guerra, como el miedo, también tiene olor. Y ahora se empieza ya a respirar su fétido olor en nuestras tierras».
La valoración de Marcos apoya lo que Arronte y sus colegas investigadores del Centro de Análisis Político e Investigaciones Sociales y Económicas (CAPISE) han estado rastreando con sus mapas y gráficas. Ha habido un marcado incremento en la actividad de las 56 bases militares permanentes que el Estado mexicano tiene en territorio indígena en Chiapas. Están modernizando las armas y el equipo, nuevos batallones están entrando, incluso fuerzas especiales. Todos estos son los signos de la escalada militar.
Los zapatistas se volvieron un símbolo global para un nuevo modelo de resistencia, por tanto, era posible olvidar que la guerra en Chiapas nunca había terminado. Marcos, a pesar de su identidad clandestina, desafiante, ha desempeñado un papel abierto en la política mexicana, sobre todo durante las reñidas elecciones presidenciales de 2006. En vez de respaldar al candidato de centro-izquierda, Andrés Manuel López Obrador, fue punta de lanza de la paralela «otra campaña», y llevó a cabo concentraciones donde la atención se centraba en asuntos ignorados por los candidatos principales.
En este periodo, el papel de Marcos como dirigente militar del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) pareció desvanecerse. Era el Delegado Zero, el anticandidato. Anoche, Marcos anunció que la conferencia sería su última aparición en actividades de este tipo (encuentros, mesas redondas, entrevistas). El EZLN «es un ejército, muy otro por cierto, pero es un ejército», le recordó al público, y él es el «jefe militar».
Ese ejército enfrenta una nueva y grave amenaza, una que llega al corazón de la lucha zapatista. Durante el levantamiento de 1994, el EZLN tomó grandes extensiones de tierra y los colectivizó, su victoria más tangible. En los Acuerdos de San Andrés, el derecho de los pueblos indígenas al territorio fue reconocido, pero el gobierno mexicano se ha rehusado a cumplir con esos acuerdos. Tras fracasar en consagrar estos derechos, los zapatistas decidieron transformarlos en hechos. Formaron sus propias estructuras gubernamentales, llamadas juntas de buen gobierno, y redoblaron los esfuerzos de construcción de escuelas y clínicas autónomas. Conforme los zapatistas expanden su papel como el gobierno de facto en grandes extensiones de Chiapas, la determinación de los gobiernos federal y estatal para socavarlos se intensifica.
«Ahora», dice Arronte, «tienen su método». El método es usar el profundo deseo de los campesinos de Chiapas de tener tierras contra el deseo de los zapatistas. La organización de Arronte documentó que en sólo una región el gobierno ha gastado cerca de 16 millones de dólares en expropiar tierras y dárselas a muchas familias vinculadas al notoriamente corrupto Partido Revolucionario Institucional. Seguido, la tierra ya está ocupada por familias zapatistas. Más ominoso es el hecho de que muchos de los nuevos «dueños» están vinculados a grupos paramilitares, que tratan de sacar a los zapatistas de las tierras que tienen nuevos títulos de propiedad. A partir de septiembre, ha habido una marcada escalada de la violencia: disparos lanzados al aire, brutales golpizas, familias zapatistas que reportan amenazas de muerte, de violaciones y de descuartizamientos. Pronto, los soldados en sus barracones podrían tener la excusa que necesitan para descender: restaurar la «paz» entre los grupos indígenas que disputan entre sí. Durante meses, los zapatistas han resistido la violencia y han tratado de dar a conocer estas provocaciones. Pero debido a que eligieron no alinearse con López Obrador en las elecciones de 2006, el movimiento adquirió poderosos enemigos. Y ahora, dice Marcos, sus llamados de auxilio se topan con un ensordecedor silencio.
Hace una década, el 22 de diciembre de 1997, tuvo lugar la masacre de Acteal. Como parte de la campaña antizapatista, un grupo de paramilitares abrió fuego dentro de una pequeña iglesia en el poblado de Acteal, matando a 45 indígenas, 16 de ellos niños y adolescentes. Algunos de los cuerpos fueron macheteados. La policía estatal escuchó los disparos y no hizo nada. Durante los pasados casi tres meses, La Jornada ha destacado, con una amplia cobertura, el trágico décimo aniversario de la masacre.
En Chiapas, sin embargo, mucha gente señala que las condiciones actuales se sienten terriblemente familiares: los paramilitares, las crecientes tensiones, las misteriosas actividades de los soldados, el renovado aislamiento del resto del país. Y tienen una súplica para aquellos que los apoyaron en el pasado: no sólo miren hacia atrás, miren hacia adelante y eviten otra masacre de Acteal.
Copyright 2007 Naomi Klein.
Una versión de este texto fue publicado en The Nation (www.thenation.com).
Traducción: Tania Molina Ramírez