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A 20 años del estreno de "La vendedora de rosas", de Víctor Gaviria

Alucinacion real o muestra de la desidia oficial (1)

Fuentes: Rebelión

El cine critica a la vida. PAUL VALÉRY (1871-1945)   Un filme no es un espectáculo. Primordialmente es un estilo. ROBERT BRESSON (1901-1999) Hoy en día el arte es el lamento o la crueldad. No hay otra medida: o nos quejamos o hacemos un ejercicio gratuito de pequeñas crueldades. ROBERTO ROSSELLINI (1906-1977) El buen cine […]

El cine critica a la vida. PAUL VALÉRY (1871-1945)
 

Un filme no es un espectáculo. Primordialmente es un estilo. ROBERT BRESSON (1901-1999)

Hoy en día el arte es el lamento o la crueldad. No hay otra medida: o nos quejamos o hacemos un ejercicio gratuito de pequeñas crueldades. ROBERTO ROSSELLINI (1906-1977)

El buen cine es necesariamente, de una manera o de otra, más realista que el malo. Pero la condición no es en absoluto suficiente pues el interés no reside en presentar mejor lo real sino en hacerlo significar más. En esta paradoja es en lo que consiste el progreso del cine. ANDRE BAZIN (1918-1958) **

No creo en las películas documentales, las que pretenden reflejar la realidad, porque hacen como si la realidad no estuviera siempre manipulada. En cambio, la ficción da una estructura claramente manipulada que permite a la realidad introducirse dentro de la ficción con total libertad. WIM WENDERS (n. 1945)

Después de ver La vendedora de rosas (1998), con dirección de Víctor Gaviria (Medellín, 19/ene/1955) y producción de Erwin Göggel, se pregunta uno para qué escribir sobre un filme tan crítico y conmovedor desde sus orígenes, tan contundente desde sus imágenes no documentales, tan sincero desde su concepción hasta sus resultados: los que hablan de un cine no malamente realista como se lo ha querido ver, sino profundamente servicial, ético y hasta rosselliniano… Y es que para qué escribir sobre un filme cuyo problema no es «creer o no creer» en él, como dice Gaviria mismo, sino que se impone por sí solo, que deja al espectador mudo y helado como consecuencia de sus propios e irrebatibles recursos cinematográficos en cuanto a un cine de autor y a su puesta en escena, los que no dejan campo más que para ver y oír, según los dictámenes de todo cine inmejorable, de toda película valiosa (no costosa), de todo gran arte: el que no obedece a intenciones sino que produce efectos.

¡Qué manera de invadir la pantalla con esas muchedumbres que parecen rebasar la capacidad de la misma! ¡Qué manera de sacudirnos -a toda esta caterva de indolentes- con esa multitud de desahuciados no por enfermedad sino por la vida o, si se prefiere, con esa multitud de seres golpeados por la peor de las enfermedades de la sociedad: la desidia, la indiferencia, la insolidaridad… La misma sociedad que se la pasa organizando radiotones, teletones y caminatas por la solidaridad (?) dizque para beneficio de los desamparados, los humillados, los ofendidos. Es decir, aquéllos seres a los que en un gesto de verdadero afecto, de desinterés, de caridad -desafortunadamente publicitada como no puede ser de otra manera en esta sociedad- auténtica, de perfecta piedad (para distinguir el amor ligado al erotismo del que está exento del mismo) Víctor Gaviria les destinó el producto del estreno oficial de su película en el teatro Embajador el día 20/ago/1998, en el que se recaudaron diez millones de pesos.

Y que lo hizo sin tanto aspaviento queriendo tal vez haber podido prescindir de esas cámaras de televisión que, al contrario de las de cine de su película, sólo producen efectismo y no efectividad, vergüenza ajena y no propia, tranquilidad momentánea y no inconformismo. Porque, ¿quién podría sentirse no tocado, salvo aquellas personas maquilladas de ambos sexos que salían de su filme espantadas no por él sino por su propia culpa indiferente, por las imágenes de aquellos infantes-adultos o adustos-niños consumidos por el sacol del desamor de esa sociedad que se refleja en aquel metro medio borroso, casi clandestino que se desliza raudo y paralelo a la figura ya clara, nítida (por efecto del zoom), sin rodeos de Mónica (Leidy Tabares), la niña-adulta vendedora de rosas ya consumida por el desprecio latente e hipócrita de quienes no nos atrevemos a enfrentarnos al dolor de los demás porque creemos que no ha sido ni nunca será nuestro pero que, no obstante, nos persigue como el lazo al ahorcado, como la guillotina al verdugo, como la sombra a su dueño… advirtiéndonos que todo aquello de lo que denigramos, todo lo que negamos o escondemos, sirve para derrotarnos al final? Aunque, bueno… en realidad, desde el comienzo de La vendedora de rosas ya sabemos que estamos derrotados por nuestra propia miseria: la que por arte de birlibirloque hemos venido tratando como opulencia, como bienestar, como mejor-vivir.

Al estilo de El infierno, de Claude Chabrol, si se quiere trasladada del plano de la pareja al de la sociedad, La vendedora de rosas es una película sin final, una obra no inacabada sino que no termina, un trabajo sobre la eternidad desde el aquí y el ahora, desde la fugacidad del presente… Obviamente, no desde el presente del cine que es el único tiempo que a pesar de los trastrocamientos él mismo conoce, sino desde el presente inmediato, externo, cronológico. A través de esos seres mutilados, como don Héctor, literal y físicamente por la vida, que revierten su resentimiento mediante un lenguaje repetitivo, precario, procaz y no obstante plurisémico como el de la poesía (así sea mala), v. gr. gonorrea, palabra que por lo tan citada parece conducir al espectador hacia el final a la búsqueda de penicilina para el oído (según el chiste, malo, de J. M. Roca), Gaviria nos deja leer entre líneas y a la vez de una manera abiertamente paradójica, la violencia sin fin del poder y, por contraste, el empequeñecimiento vertiginoso y cruel del Estado en su papel de generador de justicia social… cuando si no hay justicia, mucho menos la misma puede ser social. Claro, poder al que todos desdeñan cuando no lo poseen pero del que abusan al acceder a él: sean de derecha, extrema derecha o…

Volviendo sobre la procacidad del lenguaje utilizado hay que decir que no es que sea excusable, en todo caso es mucho peor la procacidad moral y de acción de la sociedad y, más allá, la corrupción e inmoralidad y falta de ética del Gobierno, de cada Gobierno. Si Gaviria se sirve de la procacidad, de la rapacidad, de la violencia, no es para exacerbarlas, como algunos han pretendido de manera abusiva e irresponsable, sino para reflejar en la pantalla lo que únicamente puede entregar a condición de encontrar tales elementos. Pero, sería absurdo, por no decir algo procaz aunque tal vez más acertado, pensar y/o decir que la violencia y, más allá, su apología, es el tema de sus filmes. No, su necesidad de la violencia es como la del alcohólico frente a la bebida: para alimentar su estado, no para saturarlo, porque un verdadero alcohólico no quiere emborracharse -véanse Barfly o Mariposas de la noche o Leaving Las Vegas o, simplemente, la vida.

Así Gaviria, si necesita de la violencia como el Scorsese de Buenos muchachos, Cabo de Miedo o Casino, el Camus de Los santos inocentes o el Stone de Asesinos por naturaleza, esa necesidad viene a ser como la de una palanca: para catapultarse a otro universo; y ese universo, más allá del deseo, de la violencia y de la imprecación anuncia, como en estos tiempos de inquietud, la llegada de la necesaria calma. Que no equivale para nada al anuncio de la tan cacareada paz… No, al contrario de ciertos directores que juegan a la política, se valen de ella hasta para dar golpes de estad(i)o -porque no se atreven a dar los otros- y luego se retractan de su felonía, Gaviria, como todo artista honesto y ético sabe, sin nombrarla jamás, que a la paz se llega por vía de la acción, es decir, haciendo películas en serio (lo que sabe) y no de la invocación, esto es, blablablando: como si sólo a fuerza de invocarlas las cosas fueran a existir; como si las cosas fueran tan simples, diría Monterroso; como si la paz fuera posible de decretarse.

En un cine que sin querer se burla no de la psicología sino del psicologuismo académico, no de lo exótico sino del exotismo deliberado, no de la inverosimilitud sino de la falsificación, Gaviria sin ambages posibilita que el espectador sienta que en él la metafísica se ha introducido de pronto: la única violación lícita posible, la artística. La que nadie denuncia, antes bien y no es contrasentido, la que todo el mundo demanda…

Es sabido que la modernidad se define, entre otras cosas, por un conflicto entre el verismo y el esteticismo: en lo fílmico con el cine ojo, el cinema verité, el free-cinema, tomados como puntos de partida. Esto quiere decir, entre una mayor autenticidad que conecte la imagen con el mundo y una mayor expresividad que es consciente del valor de la imagen en cuanto tal: de ahí la insistencia, nunca bien sustentada, eso sí, de buena parte de la crítica en el carácter aparentemente documental de La vendedora de rosas.

Y es que las imágenes de Gaviria no son tan inocentes ni tan gratuitas ni, menos, tan irrespetuosas como ha pretendido un casi siempre irresponsable sector de la crítica oportunista/optimista de este país. O cristianas, como en una eufemística vuelta de tuerca se las quiere hacer ver, entendiendo por tales las imágenes de la tía mala arrepentida que decide hacer el bien, o del tipo que juega a ser bueno sacándole dividendos al asunto, o del sociólogo que se aventura a sacar una tesis cinematográfica. A menudo, ciertas escenas se construyen sobre un plus de visualidad, sobre una autoconciencia de estar ante una imagen concreta, como sucede con las apariciones o alucinaciones por sacol de la mamita -en la jerga paisa, la abuela de la realidad-, de los peligros humanos que se inventan los pelaos ensacolados; de los malentendidos -de los que habla el mismo cineasta- que surgen como el de asesinar a alguien por haberlo confundido con otro o por una broma mal formulada o por un malentendido.

Y más conscientemente esas imágenes se construyen sobre un plus de visualidad, en cuanto contrastan con las escenas rodadas en un estilo cuasi-documental que, a pesar de su verismo, devuelven al espectador a una rotunda o incontestable ficción: en otras palabras, a una puesta en escena que por definición no puede ser documental, que más bien se acerca sin ánimo reduccionista a la categoría de ensayo cinematográfico. Y es que Gaviria, como Rossellini en su ensayo fílmico Viaggio in Italia o Viaje por Italia, sabe que bajo el estilo más realista o hiperrealista, como el Buñuel de Los olvidados o de Nazarín o el Godard de Una mujer es una mujer lo saben, se esconde la más elaborada o, si se prefiere, descarada construcción narrativa. A mayor fidelidad a los hechos, mayor ficción, al ser el hecho real origen del acontecimiento narrativo.

En entrevista con Kinetoscopio, Gaviria le ha dicho a César A. Montoya: «Al caer a la calle, ellos han perdido ese mundo originario en el cual todos nosotros recibimos las fuerzas más originarias para poder vivir y subsistir, las fuentes del amor. Los han separado de las fuentes del amor. El deseo de vivir nace de esas fuentes, creo yo. A ellos los separan de esas fuentes del amor y las buscan a través del sacol. Ahí se da, entonces, la conciencia del encuentro con el cuento de Andersen.» Cuento que, a propósito, narra un día de fin de año o San Silvestre y no como en la película tres días desde el 23 de diciembre hasta el 25 a las diez de la mañana cuando se descubren los cadáveres de Mónica y del Zarco, éste victimario y a la vez víctima de aquélla. Cuento que conduce al recuerdo de Heidegger, para quien «el origen de algo es la fuente de su esencia.» Y por vía directa a razonar como lógico el hecho de que la mayoría de muchachos de La vendedora de rosas carezcan, involuntariamente, de lo que podría llamarse «esencia vital» pues desconocen en la práctica su origen. Son seres, en últimas, desprovistos de recuerdos, de memoria, de historia, por ende, de identidad… como el resto del país.

Cuando se habla de cineastas que no pertenecen al grupo que pueden contabilizar el futuro éxito de sus películas y que piensan que el único camino para llegar al espectador se construye sobre la necesidad de ser siempre uno mismo, hablar una lengua propia y soñar en construir pirámides así después no se construyan y que, por añadidura, creen que hay que resistírsele al cine comercial, luchar contra él, entonces no puede dejar de pensarse en un hombre y a la vez en un cineasta como Gaviria o en el cine de autores como Buñuel, Fellini, Bergman, Tarkovski, Wenders, cineastas por los cuales sabemos que la verdad sólo puede surgir por contraste, choque, confrontación, entre el máximo realismo y el máximo onirismo. Y esto es, precisamente, lo que Gaviria ha «inventado» (del griego invectare, descubrir) en La vendedora de rosas: un verdadero cine de autor con una puesta en escena, sin lugar a equívocos, de ficción basada en la sinceridad.

Y es que la puesta en escena de La vendedora…, como en cualquier otro filme no contiene la obligatoriedad, ni la voluntad, ni la intención de dar un nuevo sentido al mundo sino que se organiza en torno a una secreta certidumbre de retener una parcela de verdad sobre el hombre y luego sobre la obra de arte. Aspectos, ambos, ligados indisolublemente. Al mismo tiempo, hace que se comprenda claramente lo que para el cineasta y escritor francés Alexandre Astruc es la puesta en escena: cierta manera de prolongar los impulsos del alma en los movimientos del cuerpo… como en ese andar de saltimbanqui de La chinga, el líder de los niños ensacolados, cuando ve derrumbar sus pretensiones amorosas frente al rechazo, dulce y delicado, de Mónica.

Aquí es justo recordar que la exquisita y conmovedora ternura de este filme que en Francia «pareció extravagante, exagerado, hecho con sensacionalismo» (Gaviria), está hecha de aquella irremediable lentitud que conduce a un grupo de seres cuyo destino es insignificante, aunque para ello haya que recurrir a la ira, la violencia o la procacidad, como en los westerns de Peckinpah, en el cine de gángsters de Scorsese o en las road movies de Wenders. Eso, la insignificancia del destino, lo reafirma el propio Víctor Gaviria en un foro realizado en la Universidad Central de Bogotá, el 26/mar/1999, cuando hacia el final de su filme percibió que «las niñas significaban algo…»

«El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido», recuerda el escritor checo Milan Kundera en su libro titulado, justo, La lentitud. Cita que se hace por cuanto hay un símbolo que recorre toda la obra de Gaviria y que tiene que ver no sólo con el paso del tiempo, sino con la pérdida de aquellas «fuentes del amor» de las que hablaba el cineasta, con el extravío existencial de aquellos seres que pueblan la película y con su falta de memoria, de pertenencia a un lugar, en fin, de identidad: el reloj, objeto que es la encarnación misma del tiempo. Y el tiempo, qué duda cabe, no es la unidad que conviene a la vida, el tiempo es el reloj de la muerte, como se comprueba al final de La vendedora… con la muerte de Mónica y del Zarco. Podría decirse también que el filme plantea un conflicto entre el tiempo interior y el cronológico y es que esos jóvenes únicamente cuentan con el tiempo sucesivo, el de la plusvalía, esto es, el de los relojes… y no el del ocio, el que no produce dinero pero sí placer, o sea, el interior.

Por último, para tratar de zanjar la inútil diferencia entre documental y ficción, después de ver La vendedora de rosas resulta lícito preguntar: ¿No miente el arte siempre, como pensaba el poeta Constantin Kavafis? ¿No es acaso más relevante esa mentira creativa llamada Mónica Rodríguez & Cía. que cualquier posible verdad? ¿Es o no la mentira del arte más satisfactoria y abrumadora que toda verdad proveniente de la realidad? La obra de Gaviria significa la asistencia no a un espectáculo ni mucho menos a un evento de glamour sino a un filme de autor a través de cuyo estilo se muestra el peor de los sueños mejor representado, una pesadilla vívida, una alucinación real y por ello inquietante/contundente/desesperanzadora en tanto no contiene un final feliz a la gringa, sino la más feroz muestra de la desidia de los gobiernos frente a su población desvalida.

FICHA TÉCNICA: Título original: La vendedora de rosas. G: Víctor M. Gaviria, Carlos Henao. D: Víctor Gaviria. F: Rodrigo Lalinde, Erwin Göggel. Montaje: Agustín Pinto, Víctor Gaviria. Sonido: Heriberto García. I: Lady Tabares, Marta Correa, Mileider Gil, Diana Murillo, Liliana Giraldo, Giovanni Quiroz. Género: Drama social. País: Colombia. Año: 1998. Color; 104 min.

Notas:

(1) Artículo publicado inicialmente en la revista Universidad de Antioquia No 261, julio-septiembre del año 2000, pp. 131-36. Presentado y leído en la Sala Mª Mercedes Carranza con motivo de la XXVI FILBO (2013), dentro del homenaje al cineasta Víctor M. Gaviria.

(2) https://www.las2orillas.co/yo-hice-peliculas-con-ninos-de-la-calle-y-ellos-abrieron-los-brazos-victor-gaviria-el-poeta/#.WfiVATUAtzk.facebook

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de EE. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). XXIV FILBO (4-16.V.11): Invitado por MinCultura a presentar el ensayo Arnoldo Palacios: Matar, un acto excluido de nuestras vidas (MinCultura, 2011), en Pabellón Juvenil Colsubsidio (13/may/11). Invitado al V Congreso Int. de REIAL, Nahuatzén, Michoacán, México, con Roberto Arlt: La palabra como recurso ante la impotencia (22-25/oct/12). Invitado por El Teatrito, de Mérida, Yucatán, para hablar de Burgess-Kubrick y Una naranja mecánica (27/oct/12). Invitado al II Congreso Int. de REIAL, Cap. Colombia, Izquierdas, Movimientos Sociales y Cultura Política en Colombia, con el ensayo AP: Matar, un acto excluido de nuestras vidas, U. Nacional, Bogotá, 6-8/nov/2013. Invitado por UFES, Vitória, Brasil, al I Congreso Int. Modernismo y marxismo en época de Pos-autonomía Literaria, ponente y miembro del Comité Científico (27-28/nov/2014). Invitado a la XXXIV Semana Int. de la Cultura Bolivariana con la charla-audición El Jazz y su influencia en la literatura: arte que no entiende de mezquindades, Colegio Integrado G. L. Valencia, Duitama (28/may-1°/jun/2015). Invitado al III Festival Int. LIT con el Taller Cine & Literatura: el matrimonio de la posible convivencia, Duitama (15-22/may/2016). Invitado al XIV Parlamento Int. de Escritores de Cartagena con Jack London: tres historias distintas y un solo relato verdadero (24-27/ago/2016). Invitado a la 36 Semana Int. de la Cultura Bolivariana con las charlas-audiciones Los Blues. Música y memoria del pueblo y para el pueblo y Leonard Cohen: Como un pájaro en un cable, Duitama (21/jul/2017). Invitado al Encuentro de Escritores en Lorica, Córdoba, con La casa grande: ¿estamos derrotados? (10-12/ago/2017). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Su libro Ocho minutos y otros cuentos (Pijao Editores) fue lanzado en la XXX FILBO (7/mayo/2017), Colección 50 Libros de Cuento Colombiano Contemporáneo: 50 autores y dos antologías. Hoy, autor, traductor y, con LES, coautor de ensayos para Rebelión.

** Como se puede comprobar, «1945-1996» son los años entre los que vivió el crítico Luis Alberto Álvarez y no fueron suministrados por el autor del artículo: André Bazin iba sin fechas, las que ahora se citan como una necesaria aclaración.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.