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AMLO, la UNAM y la encrucijada de la educación superior

Fuentes: Rebelión

En días pasados, abriendo un nuevo flanco de confrontación, el presidente Andrés Manuel López Obrador lanzó una acerba crítica a la UNAM, que luego extendió a la generalidad de las universidades públicas del país. La mayor de las instituciones de educación superior, dijo, se ha derechizado, y ha sido dominada por el pensamiento neoliberal.

Cuestionó la ausencia de la institución ante la oleada privatizadora y el saqueo de los anteriores gobiernos y reprochó que muchísimos académicos e intelectuales fueron “cooptados” por el gobierno de Salinas de Gortari.

Era de esperarse que tales críticas suscitaran la reacción de sus opositores, de una buena parte de la intelectualidad y, dese luego, de las autoridades universitarias que se asumen a sí mismas como representes de su comunidad.

Sin llegar a las generalizaciones lanzadas por el presidente, como egresado de la misma carrera y facultad que éste, si bien con unos años de diferencia, comprendo con claridad a qué se refiere su crítica. Durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, y con particular intensidad después de 1968, la Universidad Nacional vivió, sin que se modificara su marco jurídico general, un periodo de transformaciones ideológicas y políticas, así como de su proyección a la sociedad. En las ciencias sociales y en las humanidades floreció de manera natural, ante el autoritarismo del régimen, el pensamiento crítico, especialmente el marxismo y la teoría de la dependencia, que llegaron a ser hegemónicos sin cancelar la pluralidad en la enseñanza y la investigación.

Con el arribo, en los años setenta de una pléyade de intelectuales exiliados centro y sudamericanos, sobrevivientes de las dictaduras militares, las disciplinas sociales vivieron una edad de oro. Carlos Quijano, Eduardo Ruiz Contardo, René Zavaleta, Teothonio dos Santos, Adolfo Gilly, Ruy Mauro Marini, Sergio Bagú, Gerard Pierre-Charles, Vania Bambirra, Atilio Boron, John Saxe Fernández y una larga lista de sociólogos, economistas, historiadores y politólogos imposible de enumerar aquí, enriquecieron como nunca el pensamiento social e hicieron de la UNAM, sin duda, la sede principal de irradiación del pensamiento social de nuestra América. Muchos otros como ellos se radicaron en otras instituciones de investigación y enseñanza del país.

Nuevas y renovadoras instituciones educativas aparecieron en el escenario, como el Colegio de Ciencias y Humanidades y la Universidad Autónoma Metropolitana, nutridos por los jóvenes profesores que habían participado en el movimiento estudiantil y popular de 1968. Apareció también, o se extendió en la UNAM y las demás instituciones públicas de educación superior del país, el sindicalismo de empleados y trabajadores académicos, reclamando sus derechos laborales, entre ellos el de huelga. Cómo olvidar la antiépica gesta del reaccionario rector Guillermo Soberón contra el sindicalismo y contra cualquier expresión de democracia en los campus.

Incluso en una facultad de corte más conservador como la de Arquitectura, ese filo crítico social permeó, dando origen a la inédita experiencia, sostenida por alrededor de una década, del autogobierno y los “talleres de número” una tentativa (seguramente casi desconocida por las actuales generaciones de estudiantes) por ir más allá de los diseños audaces y la funcionalidad estética, y poner la práctica arquitectónica y de construcción al servicio de la vivienda popular. En Economía, directores como la recién laureada Ifigenia Martínez y José Luis Ceceña, abrieron las puertas a la crítica del capitalismo y modificaron —siempre con el impulso del sector estudiantil y de un amplio sector de profesores— los planes de estudio para ampliar la enseñanza práctica de la investigación y del marxismo. Y esa línea dio indiscutibles frutos en la comprensión de nuestras sociedades y estructuras económicas, reflejados en la multiplicación de libros y revistas que abrían nuevos campos de conocimiento y profundizaban en los ya explorados.

Paralelamente, las universidades de Guerrero, Sinaloa, Puebla y Zacatecas realizaron reformas también para imprimir a sus actividades de enseñanza, investigación y difusión cultural una orientación más popular y de atención a las necesidades de los sectores más débiles de la sociedad.

Pero es cierto que, desde mediados de los años ochenta ese papel de vanguardia de la conciencia social de las instituciones de educación no sólo vino a menos sino sufrió fuertes golpes desde el Estado. Impulsada por la devaluación y el rápido deterioro de los salarios con la crisis de 1982, la oleada de huelgas de junio de 1983, en la que numerosos sindicatos universitarios participaron, fue derrotada por la cerrazón del gobierno y la represión, que llevó al cierre de la empresa estatal Uranio Mexicano (Uramex) y el despido de su personal, con el fin de debilitar al Sindicato Único de Trabajadores de la Industria Nuclear (SUTIN). Las demandas económicas de los sindicatos universitarios no fueron satisfechas y éstos se replegaron sin lograr objetivos como la constitución de una agrupación nacional de industria de los trabajadores universitarios, que decayeron para siempre.

Desde los gobiernos de De la Madrid y Carlos Salinas se desplegó una política de debilitamiento del sindicalismo y del papel crítico de la educación superior. Los topes salariales, la creación de sindicatos blancos, el recorte de contratos colectivos (como en la UAM), las restricciones presupuestales, los intentos de elevar las cuotas de inscripción y las restricciones al ingreso, que por doquier hemos visto, forman partes relevantes del plan regresivo de transformación universitaria puesto en marcha desde entonces. Más frontales fueron los ataques contra la UAG, a la que, por su proyecto de vinculación y servicio popular (universidad pueblo) el gobierno de De la Madrid catalogó como un nido de guerrilleros y opositores. Seguiría la reconversión de las universidades de Puebla y Sinaloa conforme a los intereses de los gobiernos de derecha.

Después de unos años, ese proyecto de refuncionalización educativa se fue imponiendo desde los órganos del Estado, las presiones de la empresa privada y la colaboración interesada de las burocracias universitarias. Desde los noventa, se modificaron planes y programas de estudio para erradicar el marxismo y la teorías críticas, y el proyecto se fue complementando con la enseñanza por competencias, los programas de estímulos individualizados para compensar el desplome de los niveles salariales, la creación del Sistema Nacional de Investigadores, con los mismos fines, la ideología de la productividad —y ahora la de la “responsabilidad social institucional”— tomada del ideario de la empresa privada modificaron radicalmente el perfil crítico de las instituciones. La privatización y derechización de nuestras universidades son una realidad. Los convenios de colaboración investigativa con la empresa privada, la certificación de planes y programas de estudio y actividades administrativas por organismos privados, y el Ceneval (Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior) determinando los criterios de ingreso de los estudiantes y hasta de titulación de los egresados son incuestionables evidencias de ese proceso.

Y desde luego, no ha estado ausente el empleo utilitario de las instituciones de educación superior, y otras, para la desviación de recursos y la corrupción como en el aún no suficientemente investigado ni sancionado caso de la “estafa maestra”.

Pero la derechización universitaria tiene al menos dos vertientes. Entre las burocracias que administran las instituciones educativas es virtualmente completa. Esos cuerpos directivos se dedican, ante todo, a aplicar metódicamente los criterios y programas diseñados para la privatización, pero también operan como órganos de control político sobre los sectores de la comunidad y como auténticas mafias que crean intereses políticos y económicos propios que los divorcian por completo de los sectores académicos a los que nunca representaron. Echar una mirada a la estructura directiva de la UNAM o de la Universidad Michoacana bastará para constatarlo.

Por otro lado, está la doctrina y credo del individualismo, señalada por el presidente en su crítica, que efectivamente ha permeado en amplios sectores de estudiantes y académicos como reflejo de la competencia como ideal de superación impuesta en el conjunto de la sociedad por el llamado neoliberalismo. En otros términos, el actualizado darwinismo social que postula la sobrevivencia de los individuos más fuertes o los de mayor capacidad para adaptarse al medio mercantil capitalista gobernado por las “espontáneas” leyes de la concurrencia.

Por eso, frente a la nada comedida y, como es ya regla, más bien atrabancada crítica presidencial, son las voces representativas de ese orden establecido las primeras en brotar con fingida indignación: los panistas que ahora corean goyas a todo pulmón, cuando nunca han hecho nada por defender la educación superior y sí por adecuarla al proyecto dominante; las elites académicas configuradas y adaptadas al sistema productivista de premios y estímulos; los woldenbergs, corderas y otros representantes de una intelectualidad trenzada con la propia estructura burocrática, quienes, en 1999 estaban a favor del alza de cuotas a los estudiantes y jamás critican el autoritarismo que impregna de arriba abajo la conducción de nuestras instituciones. Rolando Cordera ha sido miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM, piedra angular de ese autoritarismo, como en la UMSNH lo es la Comisión de Rectoría.

Mas lo que es cierto es que ni el paradigma dominante ni su crítica anulan el pluralismo de las instituciones de educación superior que da cobijo a la diversidad de pensamiento y a las libertades de cátedra y de investigación. Nadie pretende discutir las grandes aportaciones que la UNAM y las demás instituciones han hecho al país, ni la calidad de sus egresados; no es ese el tema ni sirve de nada la “defensa” abstracta de aquéllas o de su autonomía, aunque ésta opere también como parapeto de las estructuras burocrático-autoritarias y muchas veces corruptas que tienen en sus manos la conducción del proyecto universitario. La pluralidad está abajo, en la comunidad de estudiantes y académicos, no en esos aparatos de control que generan y defienden intereses particulares.

Pero también es cierto que el proyecto impuesto desde arriba no ha anulado por completo el pensamiento crítico, la acción transformadora y la resistencia democrática que se encuentran bien arraigados en la comunidad académica, laborante y estudiantil. Fue esa resistencia la que en 1987, con el Consejo Estudiantil Universitario y en 1999-2000 con el Consejo General de Huelga, frenó el incremento de las cuotas impulsada por los rectores Jorge Carpizo y Francisco Barnés de Castro y defendió la gratuidad; la que impulsó la democratización general de la sociedad en los procesos de 1968 y 1988 y la que cuestionó, desde el movimiento YoSoy132 de 2012 el autoritarismo del régimen representado en la candidatura de Enrique Peña Nieto; la de los estudiantes politécnicos que en 2014 frenaron los cambios regresivos y tecnocráticos a los planes y programas de estudio y al reglamento interno de la institución; es también la que se expresa en este 2021 en el movimiento “UNAMnoPaga” de los profesores interinos contra la lacerante precarización y desprofesionalización del trabajo académico, que corroen además las actividades sustantivas de las instituciones de educación superior. No, la derechización y burocratización de las instituciones no han sido ni serán completas nunca. Subsistirá el espíritu rebelde y combativo de los jóvenes y las inteligencias claras cuestionando siempre el autoritarismo y el utilitarismo de las castas universitarias en sus diversas modalidades.

Es mucho lo que falta hacer en materia de democratización y recuperación de la educación superior, la investigación y la cultura para el campo popular, algo en lo que la llamada Cuarta Transformación no parece tener propuestas concretas ni haberse vinculado a las comunidades académicas y estudiantiles para generarlas. Por el contrario, aun con sus aspectos acertados, la crítica presidencial se presenta cargada de incongruencias. Son éstas un tema necesario, que tendrá que seguirse exponiendo y debatiendo en el futuro inmediato.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.

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