«Si Yo digo al malvado ‘vas a morir’ y tu no le amonestares para retraerle de sus perversos caminos para que viva él, el malvado morirá en su iniquidad, pero te demandaré a ti su sangre» Ezequiel 3:18 Cuando la oligarquía dice «defender la democracia», hay que precisar qué hay detrás de esa consigna. Porque […]
«Si Yo digo al malvado ‘vas a morir’ y tu no le amonestares para retraerle de sus perversos caminos para que viva él, el malvado morirá en su iniquidad, pero te demandaré a ti su sangre» Ezequiel 3:18
Cuando la oligarquía dice «defender la democracia», hay que precisar qué hay detrás de esa consigna. Porque las palabras no siempre dicen lo que dicen, más aun cuando se encubren en un discurso democrático para justificar precisamente lo contrario. Las apariencias no sólo cubren sino que ocultan; es el lobo que se viste con piel de cordero. Pero cuando la apariencia es la propia bandera de lucha, entonces asistimos no a una simple sustracción sino a un rapto. Pero el rapto, en este caso, no es cualquier rapto. En la historia de los raptos, sucede una instancia paradigmática, donde se percibe la naturaleza de la enajenación: cuando el precio del rescate no es en ningún modo una transacción, sino la estrategia para tenerlo todo. Algo similar sucede cuando se raptan las banderas de lucha. El precio es impagable. Supone renunciar a todo, es decir, dejarse morir. El que se deja morir ya no es sujeto. Se es sujeto desde la vida y si la vida es lo que se pide a cambio, entonces el precio del rescate es impagable. Es la misma lógica de la deuda: la deuda es impagable y, precisamente, porque lo es, debe pagarse. «Fiat iustitia pereat mundis»: que se cumpla la ley aunque se caiga el mundo. El discurso neoliberal es un discurso del rapto, porque toma como rehén a la propia democracia y, como rescate, nos pide renunciar a ella.
La estrategia del neoliberalismo consistía en raptar a la democracia, de modo que toda apelación democrática quede sin soporte discursivo. Porque el rapto lograba no sólo tener la propiedad de ella sino presentarla, desde entonces, bajo la imagen que su nuevo maquillaje producía. La democracia neoliberal se impone previa «regulación» de nuestras economías (tarea que fue encomendada a las dictaduras) y reordena nuestras sociedades en torno de los valores (del ser humano reducido a competidor, egoísta y manipulador) que se nos inyecta como «vuelta a la democracia». La inversión produce una situación maniquea: el orden impuesto se identifica con todas las aspiraciones populares, pero aquellas aspiraciones son transformadas en su contrario, de modo que la lucha produce una aporía: se lucha contra todo aquello que se aspiraba.
Cuando el discurso neoliberal transforma la democracia en plutocracia, el «demos» queda sin sostén real y todos pueden entrar en el concepto como Pedro por su casa. El rico se hace el pobre (por eso acude al Estado para salvar sus deudas), el verdugo la víctima y el imperio aparece como el garante de la democracia. Por eso el neoliberalismo habla en nombre del «demos» y, con este, se refiere a su público, por eso aparece ahora la democracia como «el gobierno de todos» (la oligarquía usa a la democracia en su defensa y en nombre de ella la atropella). El «demos» se queda huérfano, porque ya no cuenta ni con las palabras que lo expresan. Libertad ya no significa liberase de las cadenas de la opresión sino el libertinaje irresoluto del díscolo; consigna del neoliberalismo, por eso no quiere intervenciones al mercado de ninguna clase, menos del Estado. Porque cree ingenuamente que el mercado actúa como un dios, que todo lo puede y todo lo resuelve, que su inercia produce todos los sueños de la humanidad y que esta debe sólo postrarse ante él como ante un dios. Es el fetichismo del mundo moderno, que ha elevado sus ídolos para someter a toda la humanidad; fetichismo que produce la inversión total: el mal aparece como el bien y el bien aparece como el mal. Semejante desajuste no puede producir comunidad, pero el capitalismo tardío, como neoliberalismo, ya no apuesta por ella, sino que abiertamente la persigue. Los enemigos de su «sociedad abierta» son, por ello, la humanidad y la tierra; son aquellos que sacrifica a su práctica idolátrica, los restos que deja su expansión violenta. Las consecuencias que desata, elocuentemente evidentes, ya no le interesa; porque ha transformado todos los ideales humanos en su contrario, por eso se permite todo y este todo, tarde o temprano, es acabar con todo.
Su «defensa de la democracia» se puede interpretar de otro modo: «there is no alternative». Si no hay alternativas, todo aquel que las persiga debe, también, ser perseguido. Si no hay alternativas sólo puede haber una democracia, la que nos impusieron vía dictaduras. Una vez desbaratado todo intento desarrollista de nuestras economías, estuvimos listos para «abrirnos» a la globalización, es decir, para someternos al capital transnacional. Es cuando nuestras oligarquías importan un «modelo democrático»; el cual penetra, vía medios de comunicación, en todas las esferas de una sociedad que se sostiene en torno al mercado. Una sociedad así ya no es una comunidad de seres humanos; lo que relaciona a esa sociedad ya no son relaciones humanas sino relaciones mercantiles. Las cosas toman el lugar de las personas y viven a costa de las personas. La inversión es total: los Estados son la policía del capital transnacional y los delincuentes que persigue son los que genera el capital: pobres. La economía neoliberal amputa al Estado de toda posibilidad de hacerse cargo de su elemento nacional; privatizando sus funciones esenciales deja a su suerte a las grandes mayorías, y lo que produce es una pauperización crónica. La receta que se nos obliga a comprar es más inversión extranjera, pero la inversión extranjera no genera desarrollo (a los sumo genera enclaves, pero siempre dependientes de tecnología y del sistema monetario mundial) pues está pensada para optimizar sus propias ganancias; de las cuales, apenas suelta lo necesario para comprar a las elites políticas y beneficiarse de una «entrega legal y democrática» de los recursos de los países pobres.
La democracia neoliberal realiza entonces una apropiación del lenguaje liberal, del Estado de derecho, la libertad, la justicia, etc., y en nombre de ellos atropella todo lo que proclama. En nombre de los valores democráticos socava la democracia. De tal modo, produce una confusión de lenguas, donde todo significa nada; donde la torre que construye promete justicia, paz y libertad, pero quienes la construyen padecen la injusticia, la opresión y la guerra. Así como su economía abandona el asunto de la pobreza al terreno de la beneficencia, así también la política neoliberal se desembaraza de la justicia y sólo le preocupa la gobernabilidad, es decir, el cómo administrar los conflictos que produce y arrinconarlos de modo que no afecten la reproducción del capital transnacional.
El discurso neoliberal, como hijo de la guerra fría, es un discurso de guerra disfrazado. Inventa monstruos para producir una cultura del miedo. El miedo es su lenguaje. Miedo del capital que tiene que gozar de todas las garantías posibles para reproducirse; por eso acude a los Estados. Como el empresario contrata sicarios, así las transnacionales compran el aparato político, y lo que era propiedad pública nacional pasa a ser propiedad privada. Por eso proclama el «fin del Estado», no como supresión de este sino como su devaluación. Lo que queda es su versión fascista: el Estado policiaco. La garantía que se le exige también es imposible, porque esa garantía supone no sólo la crisis social sino la crisis medioambiental, porque no sólo se privatizan las funciones públicas sino los recursos naturales (lo pobres no pueden pagar lo que tienen, así que se exporta todo lo que tienen, para el disfrute de aquellos que sí pueden pagar). De este modo, la democracia neoliberal destruye todo aquello que había logrado el Estado de bienestar; destruyendo este destruye todo lo que promete la democracia liberal.
Pero la democracia neoliberal se presenta (acudiendo de nuevo a su lógica del rapto) como heredera de la democracia liberal, haciendo de sus banderas la suyas propias, manejando a su antojo aquella herencia, del mismo modo como el bastardo maneja el nombre paterno. Aunque reniega del padre, no lo expresa porque no le conviene, porque en nombre de este justifica su ambición: no se contenta con algo más, lo que quiere es todo. El padre tenía que estabilizar su sociedad, por eso la democracia liberal incluía, aunque sea formalmente, sectores deprimidos en la torta de los beneficios. Pero cuando la acumulación se internacionaliza aparece la división mundial del trabajo y esta se mantiene, primero por la fuerza, y luego por el control de sus democracias. La estabilidad de las sociedades pasa a segundo plano y, en la periferia, esta estabilidad se subordina a la constitución de esta periferia en reservorio de recursos para el disfrute del primer mundo. El control de las democracias de la periferia aparece entonces como política exterior del imperio. Así como financia las dictaduras así también financia las democracias, porque es parte del control de la división mundial del trabajo.
El control político será también control pedagógico y, desde entonces, se gestionará vía universidades y medios de comunicación. No en vano las nuevas teorías políticas y económicas se formulan en las universidades gringas, para implementarlas en nuestros países vía nuestros propios académicos (o su versión mediática: analistas); las nuevas ciencias de la comunicación aparecen en gringolandia y esta se exporta para la de-formación de todos nuestros comunicadores y periodistas: la comunicación aparece ahora como asunto de venta, se objetualiza la realidad y las relaciones humanas y todo queda reducido a mercancía. Las ciencias de la comunicación son en realidad ciencias de la manipulación. De ese modo se inyecta la ideología neoliberal en la sociedad, impregnándose en la parte «educada» de la sociedad y propagándose en los medios de comunicación como el nuevo credo: «creo en el dinero, creador del cielo y la tierra, en la santa inversión extranjera y en el empresario, que ruega por nosotros, los pobres pecadores». Es una ideología con rostro piadoso. Consagra las instituciones como eternas y divinas y produce una lógica del sacrificio: el pueblo es maravilloso en tanto se sacrifique siempre; es virtuoso en tanto acepte su sometimiento, pero es demoníaco si se rebela.
Cuando el socialismo real se planteaba suprimir las desigualdades, en realidad asumía también los ideales del liberalismo; pero al perseguir los mismos mitos que alimentaban a la sociedad burguesa (la ciencia como la nueva religión, la dominación de la naturaleza, el reino de la razón, etc.), se conducía inevitablemente a la autocontradicción; porque las metas que se definía esa sociedad, tanto el progreso infinito como el crecimiento económico (en términos cuantitativos, como tasas acumulativas de valor) devenían siempre en querer lograr lo que es imposible de lograr. Para lograr aquellas metas no tenía otra imagen sino la que proyectaba, como horizonte, esa misma sociedad. Su fracaso se lo determinaba sus propios límites ideológicos: lograr los índices de producción que le hicieran competencia al capitalismo suponía explotar al infinito el trabajo humano. Su humanismo era su obstáculo, por eso renegó de este. Y cayó, porque su referente (y contrincante) demostró ser más eficaz a la hora de explotar y lograr índices de plusvalor acumulado imposibles para el socialismo real. Pero el socialismo no dejó de ser bandera de los oprimidos, porque expresaba los ideales de emancipación de las clases empobrecidas. Por eso, cuando cae el muro, no significa solamente la caída de un modelo, sino que esa caída es asumida como el triunfo apocalíptico del capital sobre la humanidad. Por eso, el discurso neoliberal, eficaz a la hora de sacar ventaja de la desgracia de otros («aprovechamiento de oportunidades»), se levanta ante esa caída como el redentor absoluto de toda la humanidad.
Sin contrincante alguno, ya no tiene que demostrar nada y, como hijo de la guerra fría, lo que asume como doctrina no es la democracia liberal sino el fascismo: «there is no alternative». La globalización es lo único posible porque no hay otra alternativa: o nos globalizamos o sucumbimos. O nos democratizamos o somos bombardeados: no hay alternativa. La nueva ideología imperial no deja opciones, no hay lugar para la elección y, si no la hay, entonces no hay libertad; pero esta ideología se presenta en nombre de la libertad. En nombre de la justicia comete injusticia; en nombre de la verdad hace de la mentira «libertad de expresión»; en nombre de los derechos humanos los viola todos; en nombre de la democracia instaura dictaduras, etc. Es lo que aprendió del fascismo: «la verdad debe construirse a base de mentiras». Y a base de mentiras se sostiene una sociedad que gira en torno de una sola creencia: el dinero. Si todo tiene precio entonces ya no hay dignidad alguna. Por eso las misas se cobran, las bendiciones tienen su precio. La lógica de la inversión no necesita matar a Dios sino transformarlo. Como no se puede servir a dos amos, entonces se decide servir al dinero y ponerle precio a Dios, o sea, convertirlo en mercancía.
Ahora el rico entra al reino de los cielos, aunque el camello no pueda atravesar el ojo de la aguja. El dinero le ha puesto precio al reino de los cielos y a él tienen acceso los piadosos del dólar: «in God we trust». Ese God es el Gold. De ese modo, los valores democráticos que propaga son valores idolátricos. La libertad es libertad del capital de reproducirse donde se le antoje, por eso se santifica la inversión extranjera y los medios bendicen diariamente su presencia, porque esta inversión sostiene las grandes cadenas de comunicación; ese es el premio de la libertad. La justicia se identifica con la ley, de ese modo se la sacraliza; todo lo que es contrario a la ley no sólo es ilegal sino hasta inicuo, la justicia se realiza cumpliendo la ley. Pero la ley expresa relaciones mercantiles y normativiza a la sociedad en torno a los valores burgueses (la propiedad privada y la libertad de contratos); entonces, quienes gozan de propiedad privada y pueden realizar contratos son protegidos por la ley, quienes quedan al margen son quienes persigue la ley, en nombre de ella, es decir, en nombre de la justicia. Que se cumpla la ley aunque se caiga el mundo. Por eso se invade Irak en nombre de la libertad y la democracia, y en nombre de estas se pretende un bombardeo nuclear a Irán. El premio que les espera a los heraldos de la libertad y la democracia son los recursos naturales: el petróleo. Por eso es bueno perseguir la libertad y la justicia, porque el premio es inmenso. La tierra prometida se ha secularizado. Ahora se la compra.
Por eso, la democracia neoliberal, presentándose como heredera del liberalismo, en realidad oculta su verdadero progenitor: el fascismo. La inversión que realiza de todos los valores que propaga es, en realidad, estrategia nazi. Por eso, en momentos de crisis, su violencia congénita sale a flor de piel y expresa lo que siempre ha sido: un régimen de terror. Y eso es lo que aparece en Santa Cruz, Cochabamba, Tarija y, últimamente, en Sucre. Es el fetichismo de lo establecido que convoca a sus huestes a la defensa intransigente del sistema. Veinte años de adoctrinamiento académico y mediático muestran sus resultados. No es raro que los universitarios de Sucre, en nombre del Estado de derecho, atropellen el derecho de quienes no comulgan con ellos; o que las universidades privadas, en nombre de la democracia, exijan el cierre de un instrumento democrático, como es la Asamblea Constituyente, o que los medios de comunicación celebren la intolerancia como lo más tolerante, la violencia como ejercicio democrático, el terror como «clamor popular».
Salen los reclutados por la oligarquía, abanderada de la democracia neoliberal, como defensores de la libertad. Porque la libertad que defienden es la libertad neoliberal, la libertad egoísta, que tiene que atropellar toda otra libertad que se le interponga; por eso no teme volcarse contra aquello que la ha hecho posible: contra su propia comunidad. Porque la comunidad es un estorbo para el desarrollo del individuo transformado en ego individualista. La intersubjetividad es minada por el interés privado, que produce una nueva noción de libertad: libertad como irresponsabilidad; porque no asume ninguna consecuencia que provoca, porque todo lo estima en relación a sus fines, de modo que todos aparecen como simples mediaciones de la consecución de los fines privados. La libertad que se persigue es libertad de acabar con todo: si todo es impedimento de la libre realización del ego-ista, entonces todo, en nombre de esa libertad, aparece como un estorbo que debe limpiarse para la «libre» realización de la libertad. Por eso no se teme destruir al propio país, si este aparece como un estorbo, es mejor que desaparezca.
Pero la oligarquía no convoca inocentemente a su reserva de reclutamiento a sembrar la violencia por todo el país, antes acude a sus medios de comunicación para lavar y bendecir lo que hacen sus reclutados, y mostrar el mal que realizan como bien social. Esa lógica de la inversión es la que produce el maniqueísmo: si el mal aparece como el bien entonces todo vale. Y los símbolos expresan eso (cuando acuden a una cultura del terror). La cruz potentada roja que aparece como la bandera de Sucre, o la cruz verde de Santa Cruz, expresan una cultura sacrificial milenaria que despierta en sus actos. La cruz roja era el símbolo de los caballeros templarios, quienes hacían alarde de su fuerza arrasando toda aldea que encontraban rumbo a tierra santa. La inquisición también fue pródiga de las cruces y las antorchas, presentes siempre en sus autos de fe, donde quemaban vivos, en acto publico, a todos sus sentenciados. La cruz fue la bandera de los realistas, afincados en Sucre, cuando triunfaba la guerra de la independencia. Con esa cruz se levantaron contra los guerrilleros de la independencia. Y con esa cruz, otra vez, se levantan contra un proceso de liberación.
El tema de la capitalía que se proclama desde el sector conservador de Sucre muestra, de nuevo, aquella mentalidad codiciosa, agria para con el esfuerzo, de una oligarquía embelesada (desde la conquista) por la riqueza en forma de milagro; mentalidad mendicante que espera todo sin el más mínimo esfuerzo, por eso su progreso lo estima en términos de acumulación burocrática. Por eso demanda el retorno de los poderes, porque cifra todas sus desgracias en la ausencia de estos; el progreso ya no es sinónimo de producción sino de tenencia del poder; es el típico proceder de aquella casta señorial que endilga las desgracias que genera su ineptitud a la ausencia de alguna ventaja. La misma casta señorial sucrense inventó el mito de que Bolivia era pobre por no tener mar, cuando fueron ellos los responsables de aquélla pérdida, certificada por ellos mismos en el tratado de 1904, cuando la oligarquía boliviana cedía de conformidad (por unos cuantos pesos y una línea férrea para Aniceto Arce, a quien se le rinde todavía honores en Sucre) aquello que después levantarían como la causa de nuestros males.
La envoltura democrática a la que acuden les impone una sutileza que viene estructurada retóricamente. Es la destreza retórica y demagógica que se enseña en todas las instituciones «democráticas», como «resolución de conflictos», «gobernabilidad», «concertación», «política de pactos», etc. Banderas bajo las cuales se escuda una racionalidad instrumental que no se propone el entendimiento ni la comunicatividad sino la manipulación estratégica del otro reducido a contrincante. Ese tipo de racionalidad penetró estos veinte años en la sociedad boliviana, incluso en sus organizaciones sociales, como el juego natural de la política; de ese modo se desestructuró instancias dirigenciales populares (corrompiéndolas) y se devaluó sus luchas reivindicativas en meras pulsetas por lograr beneficios particularistas. Así se fragmentó las demandas populares y toda lucha acabó persiguiendo lo sectario en desmedro de toda nueva aglutinación del pueblo en torno a objetivos nacionales. Así las mayorías quedaron reducidas a minorías, con las cuales había que «negociar» por separado. En esa lógica se entiende la defensa férrea que hace de las minorías la derecha política, porque todo se reduce al interés particular (derivación del credo: la sagrada propiedad privada), de modo que no hay mayorías sino una suma de minorías, cada una luchando por su parte como propiedad privada.
Pero si el pueblo no es mayoría entonces desaparece como víctima y aparece como un contrincante más por el poder. Y si quiere ponerse como mayoría entonces, como expresa la derecha, comete soberbia, y los verdugos aparecen como víctimas. La nacionalización, la soberanía, la descolonización, la liberación, aparecen como los monstruos que proyecta la democracia neoliberal, pues estos monstruos afectan sus intereses, por tanto, cometen violencia contra ellos, por eso claman por sus derechos y, en nombre de ellos, usan la fuerza. Es decir, si el verdugo comete violencia sobre la víctima, no es violencia sino ejercicio legítimo de su derecho, pero si la víctima se defiende entonces es la víctima la que comete violación contra los derechos del verdugo. Su democracia le sirve para eso; en democracia se garantiza la diversidad de opiniones; que el pobre grite de hambre es una opinión más y hay que dejarle gritar, pero si quiere cambiar las cosas entonces atenta contra los derechos de los satisfechos y, en nombre de estos, se le propina un escarmiento o su eliminación; pero su eliminación no se presenta como tal sino como un remedio inevitable, pues él mismo transgredió el orden establecido, es decir, él mismo produjo la violencia que acabó con su vida.
Por eso la Juventud Cruceñista o las otras pandillas fascistas que aparecen en Cochabamba o Sucre, no muestran remordimiento alguno por lo que hacen, porque lo que hacen es bendecido por el discurso neoliberal como «defensa del derecho y la libertad». Nadie tiene derecho a cambiar nada, porque eso afecta el derecho de todos. La inversión es total. El discurso neoliberal le ha puesto rostro al diablo; este ahora es pobre, indio, y se ha atrevido a cuestionar el orden santificado por el dólar. Ahora está en el gobierno, es presidente, y es mayoría en la Asamblea Constituyente. Este se ha levantado después de 500 años y el reino de este mundo recluta desde sus parlantes mediáticos a todos sus contingentes, sus nuevos cruzados, en nombre del reino de los cielos, a acabar con los enemigos del reino. La dimensión de la violencia que aparece es entonces teológica y la cultura sacrificial que levanta sus símbolos milenarios reafirma su lucha contra el mal (por eso para baby Bush somos ahora parte del «reino del mal»).
En este contexto se juegan las cartas de la oligarquía. Tomada la Asamblea Constituyente de rehén, el precio por el rescate es impagable, significa la capitulación del proceso. La independencia de Bolivia acabó el día en que la oligarquía de la plata (Sucre) aprisionó al gobierno del nuevo país en sus dominios, de modo que la independencia degeneró en la historia que conocemos: siendo dueños de una extensión territorial y recursos naturales envidiables, acabamos como uno de los países más pobres del continente. Casi dos siglos después, una nueva independencia es raptada de nuevo, y el precio por su rescate es, otra vez, la capitulación. Conceder la capitalía no es sólo mudar el gobierno sino renunciar a este, porque la captación de la oligarquía camba, imposible en La Paz, sí puede ser posible en Sucre. La hegemonía del proceso quedaría amputada y el sujeto constituyente estaría a merced de un aparato político rodeado por un complot continuo. En tales condiciones se tendría que ceder todo. Y el proceso de transformación sería devuelto a la reconstitución del mismo Estado colonial-moderno-neoliberal. El pueblo quedaría silenciado para siempre, con la venia de los medios de comunicación, que mostrarían la versión al mundo de «un país por fin pacífico y tranquilo», mientras se nos condene a rifar todo lo que nos queda, hasta la vida.
La democracia neoliberal no es demócrata. Porque no produce democracia sino que la recorta, y su ejercicio es una pura formalidad que no cuestiona el colonialismo, la injusticia ni la desigualdad; a lo sumo, es una apariencia formal que juega la oligarquía y sus convocados. Por eso: no hay democracia sino como democracia popular ampliada. El lugar de la víctima es el único desde el cual se puede evaluar las pretensiones democráticas de un sistema. Por eso el pueblo es el soberano absoluto de la democracia. La Cumbre Social realizada en Sucre ha atestiguado aquello. Es el pueblo organizado el que puede dirimir situaciones, como las que vivimos, ante una franca insurgencia oligárquica; pues nunca hay situación absolutamente sin salida. Así como siempre hay un Egipto, hay también una tierra prometida, y el camino para llegar a este no es otro que el desierto. Es donde el pueblo se va constituyendo como sujeto histórico y proyecta el horizonte utópico de una nueva historia. Semejante desafío supone un pueblo organizado y fiel a lo que ha sido capaz de producir. Porque la resistencia conservadora no descansará hasta llevar al fracaso un proceso de liberación o fracasar ella misma. La constitución de un Estado plurinacional tiene que sortear toda esta resistencia, porque su aspiración es lo inadmisible para el orden constituido: el «vivir mejor» supone la riqueza y riqueza es acumulación y se acumula cuando se priva el bien común; el «vivir bien» supone, más bien, la armonía y la comunidad, «un mundo en el que quepan todos». Un pueblo que no se constituye a sí mismo es un pueblo que no tiene autoconciencia, proyecto propio ni posibilidad de autodeterminarse, es un pueblo sin voluntad de futuro. La voluntad de un pueblo es voluntad verdadera cuando se ha puesto a sí mismo como proyecto. Por eso el pueblo no es un bloque univoco que se preserve por encima de las circunstancias sino aquella capacidad de constituirse como fuerza histórica de transformación, por eso se conduce como un todo popular-democrático, siempre enfrentado a un bloque dominante que intentará siempre desorganizarlo y reorganizarlo en torno a su hegemonía.
La Paz, septiembre de 2007 Rafael Bautista S. Autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA» y «LA MEMORIA OBSTINADA» Editorial «Tercera Piel» [email protected]
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