Uno en su ignorancia no sabe si Joaquín conoció la historia de Pancho López, un héroe anónimo, más o menos del estilo de Speedy González, pero con la sutil diferencia de que mientras a éste le cantaba un cursi llamado Pat Boone, al otro, más auténtico y mexicano, se lo sacaron de la manga en […]
Uno en su ignorancia no sabe si Joaquín conoció la historia de Pancho López, un héroe anónimo, más o menos del estilo de Speedy González, pero con la sutil diferencia de que mientras a éste le cantaba un cursi llamado Pat Boone, al otro, más auténtico y mexicano, se lo sacaron de la manga en las tierras del sub-comandante Marcos, para definir a aquella persona que vive a toda hostia, empeñado en beberse la vida a tragos de litro y medio, sin medida ni recato, como en una despiadada carrera hacia el infinito. Eso sí, abandonando amores, compromisos y lo que fuere, con tal de avanzar sin rumbo ni meta fija.
Y si de México hablamos (una de las enormes pasiones del primogénito del comisario), habremos de echar la vista hacia atrás, y situarnos en la barra de un restaurante azteca, en pleno Londres del glam-rock, para comprender el estado de ánimo del «Grajo de Úbeda», que es como en el mundo taurino y cantarín se conoce al escuálido bardo, que se dejó crecer la coleta mientras bullían por su empinada cabeza historietas de putas y cantaores, maletillas y delincuentes, a quienes convertiría en protagonistas de sus futuras canciones.
Guitarra en mano, alegando la leyenda de que la Policía política española le perseguía por sus actividades antifranquistas, el viajero Sabina llega a la capital británica dispuesto a entretener al personal con las formidables creaciones de José Alfredo Jiménez. En las calles, el ambiente era más bien distinto. Miles de jóvenes aguardaban la llegada del punk, ataviados con ropa colorista y provocadora, en tanto el cuarteto sueco Abba organizaba su Waterloo y las playas de Brighton eran testigo de las batallas entre mods y rockers.
Joaquín caminaba por otros senderos, por los mismos que pisaba, a caballo claro, el jinete de Miguel Aceves Mejía, o quemaba con ansia las horas jugando al billar americano, viviendo romances pasionales, entonando valsecitos y corridos, en fin, gozando a tope ese autoexilio que algunos ingenuos tomaron por auténtica persecución política. Pero Sabina no encontró su mariachi. El joven aprendiz de macarra acera entonces su ya afilado rostro, adquiriendo el tinte de un Cristo de cualquier paso o trono de la Semana Santa andaluza. Anónimo y doliente, como su paisano Muñoz Molina, ve cómo la nicotina siembra sombras amarillas en su dentadura, y el alcohol abre la puerta por la que escupe su menosprecio e indiferencia por la dictadura del criminal Francisco Franco, ídolo del ciudadano Juan Carlos de Borbón, en tanto dispone su alejamiento de Pénjamo y el Rancho Grande, dispuesto a iniciar su carrera como cantautor comprometido.
El glam de Tyrannosaurus Rex y David Bowie no le habían servido para mucho. Nada más lejano a su reciedumbre española que esa horda de «locas» inglesas vestidos como si fuera a un carnaval veneciano. Él es de los que prefiere la sensiblería del primer Serrat antes que la carga de mala leche que se traía Lluis Llach. En su fuero interno canta por Ochaita, Valerio y Solano, Quiroga y Rafael de León, antes que por Yupanqui, Blas de Otero, Celaya o Neruda. La españolidad descubierta en esa nueva patria que camina hacia la democracia, se hace más sólida cuando se arrejunta con muchos jóvenes izquierdistas sin compromiso político, que le acogen en su seno con alborozo, unas aceitunas y un fino, por favor. Se siente así más sosegado. Huye de los ideales y las utopías. Le espantan esos morlacos. Son toros con los que prefiere no lidiar. Él es un diestro al que le pasman los naturales, o sea, los que se deben dar con la zurda.
En sus paseos por la capital del reino oye hablar de un tal «Jaro», al que dedica una tonadilla que recoge desde su tribuna en el Metro madrileño un chavea llamado Pulgarcito, al que a su vez llevan a la flamante 2ª Cadena de TVE, como muestra exótica de lo que se vino en denominar «cantantes callejeros». La repercusión del tema es tal, que un avispado ejecutivo de una de las grandes multinacionales hispanas llama a su despacho al responsable de la grabación. Pero la sorpresa surge cuando el imberbe trovador confiesa que el romance no es suyo sino de un señor de Úbeda. ¡Qué demasiao ¡…Tras escuchar al responsable, el directivo opina que ese tipo es buen autor, pero un mal cantante. Trágico error.
El jiennense sale del ostracismo, vía Mandrágora, y comienza a gestarse el rapto de Sabina. El contacto con San Javier Krahe acentúa su interés por la metáfora, la anáfora, la hipérbole y el palíndromo, mientras deja escapar su fina ironía de la que no se libran ni sus amigos más cercanos. Carente de voz atractiva, aprende a soltar por el túnel de su garganta ese tren chirriante que camina por sus dos castigadas cuerdas vocales, logrando que el texto haga olvidar el timbre y que sus versos oculten al imposible tenor que lleva dentro.
Algo mágico se mueve en el aire de sus conciertos, donde suelen aparecer Princesas que caen en las garras del mono, a las que canta con una ternura inusual. A partir de entonces su calenturienta musa le inspira decenas de poemas en los que está asegurado el aplauso del personal, que hasta entonces creía que los cantautores debían ser como Raimon. Pero no son ya tiempos de himnos sencillos o de vates curtidos en la protesta. El rock se le ha colado hasta las gónadas y eso se notará en el ropaje con el que viste sus historias urbanitas. Preso por la fama y la notoriedad repentinas, el Grajo de Úbeda vuela hacia un nido donde serenar la vorágine de acontecimientos que están a punto de sobrepasarle. Idolatra su intimidad, se siente agorafóbico antes que hippie de Woodstock. Su voluntario encierro tiene el aroma monacal del matador antes de cortarse la coleta: es tiempo de reflexión. Retorna así al valsecito, el corrido, la rumba, la copla, en fin, a la latinidad ingenua de sus comienzos. Y en todos esos palos, sabe cómo salir indemne.
Su piel se ha curtido entre las manos de cien mujeres diferentes, su carne enjuta y nervuda huye de adiposidad con fervor envidiable, templando nuevas historias a las que modela entre soneto y soneto, en noches que se funden con la luz del día, en días que copulan con la oscuridad invernal. Es un jugador en sesión continua. Póquer, amor, billar, pinball, todo le sirve para gestar historias a las que ya no puede acompañar de nicotina, alcohol o ese porro próximo a legalizar que solo espanta a los hipócritas y mediocres.
Su cuerpo, erigido en presidente de la corrida que vive, le ha sacado el pañuelo blanco para advertirle con un primer aviso. Y Sabina mira alucinado al horizonte mientras Brassens canta : «La Camarde qui ne m’a jamais pardonné, d’avoir semè des fleurs dans les trous de son nez, me poursuive d’un zéle imbécile… «*.
Sabina es un espléndido narrador de su tiempo, que ha sabido conjugar, con ingenio y voluntad, a tres generaciones de melómanos: los rockeros cincuentones, los maduritos de la movida, y a esos jóvenes ejecutivos treintañeros con máster en Florida e ideología desconocida, pero escorada a la derecha, que acuden a la oficina pálidos y ojerosos tras una noche de cocaína y Risk.
*Nota.- «La Parca, que jamás me ha perdonado haberle metido flores en los agujeros de su nariz, me persigue con un celo bastante estúpido». («Suplique pour être enterrè dans la plage de Sête»).