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Antídotos a la partidocracia

Fuentes: Cambio de Michoacán

Lo que se ha llamado ahora la Cuarta Transformación se ha anunciado no sólo como un conjunto de cambios en la política económica y social del gobierno del país sino también como un cambio de régimen. Tan indefinido y ambiguo hasta ahora este último término como el de la misma «cuarta transformación», debe ir asumiendo […]

Lo que se ha llamado ahora la Cuarta Transformación se ha anunciado no sólo como un conjunto de cambios en la política económica y social del gobierno del país sino también como un cambio de régimen. Tan indefinido y ambiguo hasta ahora este último término como el de la misma «cuarta transformación», debe ir asumiendo perfiles y contenidos más nítidos que le den un sentido concreto en el conjunto de la sociedad y sirvan para definir un periodo en la estructura de los poderes y en las relaciones entre Estado y sociedad. Y dentro de dicha estructura, uno de los aspectos pendientes es, sin duda, la reforma del sistema de partidos.

La modificación del sistema partidario, como componente relevante del sistema político, pasa por dos canales. Uno son los reacomodos que los ciudadanos como conjunto operan con sus votos y su participación política en los procesos electorales y en los propios organismos políticos. De este factor depende que un partido se fortalezca o debilite, que consolide su reconocimiento oficial o lo pierda y que cuente o no con suficientes afiliados y simpatizantes para contar con una suficiente presencia social. El otro es el marco legal al que están sujetos los partidos, del cual se derivarán sus prerrogativas y recursos y las dimensiones de su representación en los poderes Ejecutivo y Legislativo.

El primer factor operó ya desde 2018 cambios trascendentes en el orden político. Fueron los ciudadanos los que colocaron a Morena como primera fuerza electoral del país y como titular del gobierno del país y le dieron mayoría en el Legislativo federal, y también en varias entidades que han tenido renovación de sus ejecutivos y legislativos. Decidió también que otras formaciones, otrora dominantes -el PRI, PAN, PRD- se vieran severamente disminuidos. Otros más, el Panal magisterial y el PES de bases sociales evangélicas, perdieron su registro, aunque este último cuenta con bancadas parlamentarias por haber entrado en la coalición Juntos Haremos Historia, de López Obrador.

Pero debe entrarse también a debatir el tema de la regulación legal y prerrogativas de los partidos en general, no tan sólo por los resultados electorales recientes sino porque, en el fondo, el rechazo ciudadano a los partidos otrora dominantes ha sido también una expresión de hastío social con su corrupción y lo que éstos han llegado a representar en diversos sentidos. Lejos de ser conductos para el ejercicio de la democracia, se trocaron por largo tiempo en cotos de poder para camarillas y burocracias corporativas, como beneficiarias de las prerrogativas legales y de sus propios sistemas de organización interna.

Y es que la partidocracia ha sido una realidad constante en nuestro país desde hace tiempo. Las derrotas del partido oficial desde el 2000, que cambiaron de manos la Presidencia, no abrieron paso a una democracia consolidada, ni siquiera en el sentido formal o representativo, sino a un espacio de transacción entre diversos grupos y oligarquías que, si bien fraccionó el poder político y lo distribuyó entre distintos protagonistas, no lo puso en manos de la masa de ciudadanos. Gobernadores y jefes parlamentarios fueron los beneficiarios de esa transición no democrática a la poliarquía de elites.

El ex presidente ecuatoriano Rodrigo Borja, en su Enciclopedia de la política, da una buena caracterización de la partidocracia: «Se designa con esta palabra al régimen en el cual los partidos son los que toman las más importantes decisiones de la vida política estatal, desde el lanzamiento de los candidatos a los cargos electivos hasta el control de los elegidos y el sometimiento de ellos a la disciplina partidista en el ejercicio de sus funciones públicas. […] Los individuos no tienen influencia política sino en cuanto son miembros de un partido». Y agrega que «ha devenido en fenómeno antidemocrático porque escamotea los derechos de la gente y mediatiza su participación política». Desde luego, donde dice «partidos» debe leerse, preponderantemente, las dirigencias o burocracias que los controlan como aparatos electorales y congresales.

La primera iniciativa para revisar las prerrogativas de los partidos salió del presidente López Obrador. Ante el elevado presupuesto para asignarlas en 2020, sugirió que los organismos con registro electoral devuelvan el 50 por ciento a la Secretaría de Hacienda. La mayoría de ellos ha callado ante la propuesta, pero Morena, como era de esperarse, recogió el guante y no sólo la asumió, sino que, por medio de su presidenta Yeidkol Polevnski, afirmó que el partido en el gobierno devolverá el 75 por ciento.

Desde luego, no se trata, como la derecha ha planteado, de eliminar el financiamiento público a los partidos, uno de los avances contemplados desde la reforma política de 1978; eso conduciría, prácticamente, a que sólo las organizaciones apoyadas por la clase capitalista tuvieran viabilidad. Pero es cierto que la dotación oficial ha llegado a ser excesiva y que se debe procurar que el ejercicio activo de la política no dependa del dinero ni sirva para el lucro de consultorías, empresas de mercadotecnia y demás. Mucho menos para el enriquecimiento de los dirigentes partidarios.

La partidocracia se expresa también en la burocratización de esos dirigentes y su creciente diferenciación y alejamiento de las bases, cuando, por ejemplo, los líderes del PAN obtienen sueldos superiores al del presidente de la República (véase el reportaje de Álvaro Delgado en Proceso digital: https://www.proceso.com.mx/583667/la-cupula-panista-se-paga-sueldazos-con-dinero-de-los-mexicanos). Y es clamor popular, en consecuencia, disminuir esos privilegios de las cúpulas partidarias a cargo del erario. Ya se verá qué reformas a la legislación electoral introduce el Congreso, y particularmente el bloque obradorista, para concretar esa y otras reformas.

Pero la otra fuente de poder de las camarillas partidocráticas es, sin duda, la atribución de confeccionar las listas de candidatos plurinominales, donde con frecuencia ellas mismas se incluyen en los primeros lugares para arribar a cargos de representación sin siquiera hacer campañas. Es algo que también debería revisarse dentro de una reforma política integral que retome la vía de la democratización efectiva.

No se buscaría tampoco, como algunos sectores lo han propuesto sin mucho fundamento, de eliminar las posiciones de representación proporcional en los congresos federal y de los Estados. Éstas son las que dan garantías de representación a las minorías, como corresponde a una democracia madura. No hay que olvidar que, en nuestro país, primero con la reforma cosmética de los diputados de partido en 1961 (donde el régimen de partido de Estado en realidad distribuía a su conveniencia algunas diputaciones a sus aliados u opositores efectivos), luego como apertura a un relativo reconocimiento a la pluralidad político-social con la reforma de 1978, ha sido el conducto para constituir a las oposiciones. Tampoco debe olvidarse que los primeros representantes parlamentarios de Morena, en 2015, fueron en su mayoría plurinominales. Desde 2018, por cierto, los partidos antes mayoritarios y la burguesía han dejado de lado esa propuesta de eliminación de los plurinominales.

Lo que creo que debería modificarse, para debilitar el poder de las partidocracias, es la forma de elección de los pluris. En el caso del Senado deben eliminarse definitivamente las listas partidarias que han distorsionado su esencia de ser la representación partidaria de las entidades federativas y dejarse sólo la representación de la fórmula mayoritaria y un senador de minoría para cada Estado.

En el caso de las diputaciones plurinominales, debieran ser ocupadas sólo por los candidatos que, habiendo sido electos o designados en convenciones por sus correligionarios, obtengan en las elecciones constitucionales los mejores porcentajes para su partido en sus respectivas circunscripciones. Eso obligaría a que nadie llegue a un cargo de representación sin hacer campaña y sin someterse al juicio electivo de los ciudadanos, y aseguraría que al menos éstos reconozcan su presencia social. Se evitaría que mediante componendas, «amarres» y «planchazos», las cúpulas partidarias manipulen las listas y se adjudiquen posiciones. Dar poder a las bases partidarias y a los ciudadanos debe ser parte esencial de un verdadero cambio de régimen que establezca nuevas formas de relación entre el poder político y la sociedad que busca y requiere ser bien representada.

Fuente: http://cambiodemichoacan.com.mx/columna-nc55913

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.